Paraíso de pasiones en el sótano dos
Salió
del coche con el corazón dando golpes en su pecho y el deseo latiendo en el
contorno de sus ojos. Llevaba puesta la mascarilla y los guantes de goma. Se
aseguró de coger la bolsa de la compra. Era importante, era una señal, un
salvoconducto. Lo único que se permitía durante los días de pandemia era acudir
a comprar una vez cada cuatro días. Había aparcado en el sótano dos del
supermercado. Estaba impaciente. Se sentía un poco delincuente, a la vez que
osada, como una nueva Eva, aventurera del extraño presente en un paraíso
prohibido por los rigores de los contagios pandémicos. Lo que iba a hacer se
saltaba las normas y eso le provocaba una especie de excitación añadida difícil
de controlar. Dio un rodeo hasta perderse por un lateral del parking, un lugar
oculto a los ojos en el que había quedado con su amante. Ella había visto unos
días antes que aquella zona era un punto ciego para las cámaras de vigilancia.
No había ninguna.
El
encierro por la pandemia les había pillado a cada uno en su casa, llevaban un
mes sin verse, sin contacto físico real, sin poder acariciarse más allá de con
palabras derramadas en susurros, que los bañaban y los cubrían de besos desde
la pantalla del móvil. Necesitaban más. Estaban desesperados por verse de cerca,
por mirarse a los ojos sin el filtro del plasma y poder acariciarse con las
pestañas. Por oler sus cuellos, por beber cada uno de la boca del otro, por
sujetar sus rostros entre las manos, apretar sus carnes y rozarse, rozarse y
frotarse bien una contra el otro. Su parte animal no resistía más aquella
abstinencia de la carne.
Era la
hora de comer y el lugar estaba bastante tranquilo. No había rastro de
vigilantes ni casi movimiento. La semana anterior al acudir a comprar, ella había
notado que a esa hora la vida se paraba, que se abría un paréntesis en el
tiempo perfecto para ellos.
Su
amante estaba sentado al volante y al verla pasar saltó con agilidad gatuna al
asiento trasero. Ella abrió la puerta del coche como quien destapa la sábana de
la cama y se tumbó encima de él con suavidad, dejando que el peso de su cuerpo
y su calor contagiara de sensaciones el cuerpo de su amante. Ella le retiró la
mascarilla lentamente, como si levantara la tapa de un postre de chocolate con
nata, y vio por fin sus labios encarnados, sus deliciosos labios encarnados,
jugosos, carnosos y acaramelados como una gominola de fresón. Se acercó y le
olfateó, paseó su nariz por su cuello y por su cara, por sus ojos, por su pelo …sin
quitarse todavía la mascarilla ni los guantes. Se colocó a horcajadas sobre él,
dispuesta a frotarse al ritmo que marcaba el galope de su corazón enloquecido y
empezó a notar una presión desbordante, que amenazaba con romper la bragueta
del pantalón de su amante si no liberaba esa hinchazón. Él metió su mano por
debajo de la falda de ella y le apartó la braga. Con un movimiento rápido se
introdujo dentro de ella, deslizándose a placer favorecido por su estado de
humedad. Un ardor efusivo de río de lava lo impregnó todo. Ella se incorporó lo
suficiente para que él pudiera verla bajarse la mascarilla, con lentitud
cinematográfica, por debajo de la barbilla y quitarse los guantes de goma azul
añil muy despacio, desnudando sus manos con parsimonia morbosa, como si se
tratara de una moderna Gilda, protagonista de la distopía más insólita del
siglo XXI. Aquella imagen le enloqueció, y provocó en él un estado de
excitación salvaje. Comenzaron a moverse de forma frenética, ella encima de él,
succionando su sexo como si fuera a engullirlo completamente y él apretándose
contra ella hasta que ambos estallaron por dentro. Se quedaron pegados, una
sobre el otro. Si moverse. No escuchaban nada, ni veían nada del exterior. Solo
notaban una especie de run run suave. El vaho que empañaba los cristales del
coche proporcionaba la sensación de que se encontraban fuera del tiempo y del
espacio, como suspendidos en un extraño sueño.
Cuando
ella tuvo fuerzas para incorporarse un poco y comenzar a recomponerse, limpió
la bruma de la ventana trasera izquierda del coche y se asombró con lo que vio.
Estaban rodeados de multitud de coches, que se movían de forma rítmica y tenían
los cristales tan empañados como los del suyo. Aquél espacio ciego, del sótano
dos del gran supermercado del barrio, se había transformado a la hora de la
comida en un paraíso del amor, en una especie de Gomorra oculta, clandestina,
donde las parejas de amantes separadas por el confinamiento habían encontrado
el lugar perfecto para dar rienda suelta a sus transgresoras pasiones.
Tanto la ilustración de Javier Castarnado como el relato han sido publicados en la web Nueva Tribuna.
Carmen
Barrios Corredera. Abril de 2020.
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