Natalia Joga, verano de 2015 |
EN MEMORIA DE NATALIA JOGA
En la
tarde del 8 de abril de 2020 falleció Natalia Joga, luchadora antifranquista,
mujer comunista del PCE, feminista y fundadora junto a otras, del Movimiento
Democrático de Mujeres (MDM) a la que debemos derechos y libertades, que
reclamó poniendo el cuerpo y la inteligencia libre para todas nosotras. Tuve la
gran suerte de conocerla y de tratarla en los últimos años de su vida. Tuve la
gran suerte de poder hablar con ella y de escucharla con emoción y
agradecimiento, por lo que significaron sus esfuerzos y el de tantas otras
mujeres que labraron el camino que hoy recorremos un poco más llano gracias a
ellas.
Natalia
nació el 1 de enero de 1928, tenía 92 años de luchas a sus espaldas cuando
falleció. Su vida da para el guión de una buena peli de espías y clandestinas
luchado de forma épica por las libertades en la España de los años 60 y 70 del
siglo pasado.
Le
rindo homenaje y comparto un relato sobre su vida que publiqué en el libro Rojas, Violetas y Espartanas. Mujeres en
lucha (Utopía Libros, 2018) y que recogí a través de los testimonios que
ella misma me relató, acompañada de su inseparable Vicente Llopis, su marido,
que hizo de apuntador, una tarde de verano de 2015. Reproduzco aquí el texto
con alguna modificación sustanciosa de fechas, que he conocido con
posterioridad a la publicación del libro.
El
texto va acompañado por una fotografía que le hice aquella tarde, en ella se ve
a una Natalia Joga muy ella, con sonrisa amable de mujer libre y un cigarro en
la mano siempre hasta el final. Quedará registrada así en mi memoria.
Las vidas de Natalia
La Pepona de Natalia
La
muñeca tenía una expresión de pánico impropia de un juguete. Estaba tumbada
boca arriba en medio del salón, con los ojos abiertos a un cielo irreal, empañado
por el polvo de los cascotes recién reventados. Así la encontró Natalia tras el
impacto, tendida y como muerta, rodeada de escombro, con el pelo polvoriento y
las ropas arrebujadas como si fuera una muñeca del arroyo.
Una
bomba había volado el salón de la casa de los padres de Natalia. Una casa con
patio, situada dos cuadras detrás de la iglesia, en un recodo que llevaba hacia
el final del pueblo, una zona elevada sobre los trigales. Afortunadamente las
habitaciones donde dormía toda la familia estaban intactas. Todos se habían
despertado con el rugir de la bomba, que abrió un cráter en medio de la calle,
llevándose también el muro exterior y parte del tejado.
Natalia
salió atónita de su habitación, era pequeña y no entendía bien lo que sucedía.
Solo veía todo desparramado por el suelo, los adornos de las paredes caídos y
desconchados, los escasos muebles astillados entre los cascotes y su muñeca
como muerta en medio de ese remolino de enseres. Antes de ir a dormir Natalia
la había dejado sentada en uno de los butacones del salón, tapada con un trozo
de tela a modo de manta, bordada con un festón de colores, que le había cosido
su madre, para que la pobre no pasara frío por la noche.
Natalia
estaba orgullosa de esa manta. Su señorita del cole le había confiado cuidar a
la Pepona, así la llamaban en clase, durante una semana. Y ella la tenía bien
limpia, con los cabellos desenredados y dos moñetes a los lados que daban a la
Pepona un aspecto de niña tratada con mimo y recién peinada para acudir a la
escuela. Natalia adoraba a esa muñeca. Estaba deseosa de que le tocara a ella
cuidarla durante el fin de semana. La maestra llevaba un orden riguroso, porque
todas las niñas querían disfrutar de la Pepona. No era de ninguna y era de
todas, la cuidaban, la aseaban, la mimaban, la hablaban y era partícipe de
todos los juegos. Gracias al primor con que cada alumna atendía a la Pepona, la
muñeca se había convertido en la niña mejor vestida y con más variedad de
atuendos de la escuela.
Natalia
recuerda a su maestra muy vivamente. En ocasiones tiene los recuerdos un poco
confusos, las vidas largas, muy largas, es lo que tienen, que se pueden
confundir los acontecimientos, mezclar fechas o nombres, o simplemente olvidar,
olvidar, olvidar…Pero Natalia es una luchadora inagotable y ahora lucha contra
el olvido. Y se le distraen algunos hechos en los pasillos de la memoria, otros
simplemente se esconden tras una esquina, pero consigue girar y allí están
esperando para ser revividos, sí, y los más valiosos, esos están todavía a la
luz de un gran ventanal abierto, y son tan nítidos que los puede compartir casi
sin esfuerzo. El recuerdo de su maestra y de esos pocos años de colegio forman
parte de ellos… la señorita Sara, la Pepona, el aprendizaje en el aula o en las
eras, los paseos por el río, las canciones, los cuadernos donde clasificaban
las hojas de los árboles, el libro de los insectos, repleto de imágenes que
ayudaban a identificar cada bicho que capturaban por los caminos, las
compañeras de escuela, la Pepona, Sara, los bichos, los caminos, el río, Sara,
Sara otra vez, siempre su señorita Sara, con sus cuentos y sus canciones,
siempre Sara…son recuerdos indelebles, no se borran.
Por
mucho tiempo que pase, ahí está Sara, enseñando los números como si fueran los
personajes cantarines de un teatrillo, que se mueven al ritmo frenético de las
multiplicaciones o cabecean en el vaivén leeeento
de las divisiones, o las letras del abecedario, dibujadas como gráciles
bailarinas haciendo equilibrios imposibles en una línea infinita que desborda
la pizarra y recorre las paredes del aula sin ningún límite. De eso sí que se
acuerda bien Natalia.
Cuidar
a la Pepona entre todas fue estimulante y positivo. Eran niñas de ocho años,
que tenían una responsabilidad compartida, atender a alguien muy querido y se
esforzaban como si la Pepona pudiera sentir o padecer, o hablar o reír, o
llorar, o simplemente jugar y jugar, la Pepona tenía vida para ellas, …Y en
esas estaba Natalia, en su turno de asistir a la Pepona, cuando cayó la bomba,
cuando cayeron las bombas de los aviones alemanes sobre su pueblo, y
destrozaron el salón de la casa de sus padres y casi se llevan por delante a
todos los miembros de su familia, a ella misma… y a su querida muñeca.
Menudo
disgusto se llevó Natalia al ver así a la Pepona. Empañada por la polvareda,
con los pelos estropajosos y opacados por una capa fina de estuco, como si
hubiera metido la cabeza en un saco de cemento, con la ropa engurruñada como
una muñeca del arroyo y con la mirada fija, clavada en un techo inexistente,
que había saltado por los aires como por arte de magia.
Sí, la
magia de las bombas, ¿tienen magia las bombas?, más bien magia negra, porque
cuando las bombas aparecen en la vida de las personas todo se trastoca y
comienzan padecimientos que pueden llegar a ser definitivos, insalvables.
La
familia de Natalia tuvo que dejar su casa y su pueblo cuando aparecieron las
bombas. A principios de 1937 su pueblo estaba en pleno frente de guerra. De
hecho, Natalia recuerda que había un campamento de soldados de muchos países,
establecidos muy cerca de su casa, y recuerda también que su madre la enviaba
de vez en cuando con un puchero de lentejas con algún trozo de costilla nadando
en el caldo para ellos, que eran simpáticos y hablaban todos con acentos
variados que no conseguía entender, pero no le importaba, porque eran generosos
y en ocasiones volvía con un poco de chocolate o con tabaco para su padre.
Las
bombas sacaron de casa a la familia de Natalia y la llevaron a instalarse en un
barrio a las afueras de la Capital, en casa de unos parientes de su madre.
Natalia recuerda que su madre le dio a ella y a sus hermanos un trozo de tela
con un palo a cada uno, para hacerse un hatillo en el que poder meter sus cosas
y transportarlas con facilidad. Lo primero que ella metió en el hatillo fue a
la Pepona, que ocupaba buena parte del mismo, porque tenía que cuidarla –ese
era el mandato de su maestra- hasta que pudiera volver a la escuela, también
derrumbada y cerrada por las bombas. Menuda responsabilidad, pensaba Natalia.
Arregló a la muñeca, la curó de las heridas que le había causado la bomba y la
dejó radiante, eso sí, no pudo conseguir que la Pepona superara esa mirada de
pánico. Se le quedó la expresión pasmada de quién recibe un susto de muerte,
que le hiela el alma para el resto de su existencia.
Natalia
cuidó a la Pepona durante años y años. Nunca pudo devolverla a la escuela. No
volvió a ver a su maestra ni a sus compañeras. Las bombas efectivamente lo
trastocaron todo, tanto, que la vida de Natalia dio un vuelco completo. Y la de
su maestra, Sara, y
las de
sus compañeras de clase, y la de tantas personas que se quedaron ahí, pilladas
en el recuerdo de otros y no se supo nunca qué fue de ellas.
Cuando
terminó la guerra Natalia tenía once años. Los felices días de escuela quedaron
enterrados en el rugir de las bombas. Nunca volvió a ser la misma. Lo único que
quedó de su niñez fue la Pepona, el testigo precioso de que un día existió la
infancia y que ella formó parte de un mundo amable de juegos y de amistades
infantiles, un mundo de aprendizaje, de canciones en el aula y de manos que comparten
un corro infinito de carrusel en medio del patio de la escuela. Un mundo de
lecturas y de historias narradas con cadencia por Sara, su maestra, una mujer
que desapareció sin dejar rastro. La escuela fue borrada. Igual que Sara, su
maestra, probablemente apartada, desaparecida, o algo mucho peor, ¿quizás
marcada como un libro seleccionado para quemar en la hoguera?, se pregunta
Natalia durante esos días en los que la luz retorna a esa parte de su memoria
que se resiste a sucumbir al encanto indolente del olvido.
**********
Natalia contra el muro
La
prisión de Burgos. Los muros altos, ciegos, fríos, húmedos. Los muros que
apartan. Los muros que recluyen la vida, la expresión, la protesta, el amor.
Los muros que cercenan. Los muros de una prisión que llora vidas, que contiene
lamentos y gritos de dolor, que alberga presos de conciencia desde el final de
la guerra. Ahí están esos muros de la prisión de Burgos, elevados e
inexpugnables, insolentes, ante todas la madres con sus hijos, ante las
hermanas y las abuelas, la hijas y las nietas…ahí están, con los portones
cerrados, sellados, en el único día festivo, el 23 de septiembre, el Día de la
Merced, en el que se permite a las familias de los presos traspasar la frontera
del presidio, la frontera del odio, para abrazar las vidas tan queridas,
secuestradas en las tripas de ese monstruo ávido, de mil estómagos, que es el
franquismo.
A las
puertas cerradas de la cárcel de Burgos del 23 de septiembre de 1963 está
Natalia, nuestra Natalia, que ya no lleva a su Pepona en un hatillo, se quedó
sentada, cuidada como una reina, en un butacón del salón de la casa familiar,
se ha convertido en un símbolo de supervivencia del que los padres de Natalia
no se saben desprender. Ahora lleva a su hijo, que no tiene un año, en sus
brazos, sujeto en su cadera, que balbucea el nombre de su padre, Vicente, al
que todavía no conoce. Natalia está a las puertas de la prisión más triste de
España desde casi el alba. Lleva una bolsa llena de viandas para compartir con
su marido, uno de los presos del expediente Grimau, que está recluido desde
hace casi un año. Natalia está impaciente, porque ve que las puertas no se
abren y comienza a revolverse en la cola.
-Compañeras,
¿qué pasa?, esto no es normal. Deberían haber abierto las puertas a las nueve
–grita interrumpiendo los murmullos entrecortados del silencio. Aumentan los cuchicheos,
pero nadie responde. Los niños y las niñas comienzan a revolverse. Y Natalia
arenga.
-¿Qué
sucede?, ¿por qué no nos dejan entrar?, este Día de la Merced es nuestro,
tenemos derecho a ver a nuestros hombres y a que nuestros hijos jueguen con sus
padres…
Natalia
se sale de la cola y va resuelta a la puerta a preguntar qué sucede, por qué no
abren ya.
El
funcionario le informa lacónico y con tono desabrido que las puertas
permanecerán cerradas, que no se permitirán visitas. Y Natalia grita, grita
fuerte, muy fuerte… arenga a las mujeres y pide explicaciones. Se organiza un
revuelo tan grande a la puerta de la cárcel, que sale un funcionario de mayor
rango a informar a las familias. Se han suspendido las visitas porque los
presos se han declarado en huelga de hambre y se niegan a ir a misa. Y sin
misa, no se celebra el Día de la Merced. Se han suspendido todas las
actividades oficiales del día. Las autoridades salen de la prisión, se quieren
escabullir como sabandijas, sin mirar a las mujeres ni a los niños, evitando
cualquier contacto visual o físico con ellas. Nadie se para a hablar con ellas excepto
en Obispo de Burgos, que las escucha y se escuda en la dirección de la prisión,
diciendo que él no puede hacer nada, que si los presos no acuden a la misa es
muy difícil que se pueda celebrar la festividad de la Virgen. El Obispo, el
todopoderoso Obispo de Burgos, dice que no puede hacer nada.
Natalia
sabe que los presos de la prisión de Burgos se han organizado para reclamar
derechos. Los presos comunistas han decidido exigir mejoras, que tienen que ver
con todos los órdenes de la vida en prisión, mejoras para el cuerpo y para el
alma, mejoras como que se respete la libertad religiosa de cada uno, porque
proporciona dignidad humana, una dignidad necesaria para soportar la reclusión,
significa ganar un pequeño espacio de libertad dentro de los muros húmedos del
penal más gris de España.
Natalia
está organizada desde hace tiempo. Pertenece al Partido Comunista de España
desde que su marido, Vicente, fue hecho preso y es una de las personas más
activas en la organización de las mujeres de los presos para asistir
solidariamente el bienestar de los reclusos políticos en las cárceles. Natalia
intuía que el Día de la Merced podía pasar algo. Pero lo que ha sucedido,
aplicar un castigo tan ruin sobre las familias negándoles la posibilidad de
abrazar a sus seres queridos, negándoles el único contacto físico directo al
año a los padres con sus hijos, a las mujeres con sus espesos, a las hermanas
con sus hermanos, a las madres con sus hijos…¿cabe más crueldad?...
Ella,
Natalia, deja a su hijo sentado en el suelo un momento y saca una tela blanca
doblada. La despliega rápidamente y escribe con una barra roja de carmín: “Hoy
día de la Merced no nos han dejado ver a nuestros padres”. Los niños portan la
pancarta, había más de cincuenta niños y niñas ese día, todos queriendo llevar
un trocito de la tela.
Rápidamente
se improvisa una pequeña protesta y las protestonas, con sus hijos y sus hijas
de la mano, cargando sus bolsos llenos de comida para una fiesta frustrada,
deciden ir a pasear su grito, su exigencia, su dolor, su sed de Justicia, por
las calles de Burgos, en ese día festivo tan señalado en el calendario del
franquismo. Deciden irse a comer al mismísimo centro de la ciudad, mostrando su
disgusto y su rabia delante de la puerta de la Catedral.
Llegan
hasta el Paseo del Espolón, el lugar donde las familias acomodadas de Burgos
acuden a tomar el aperitivo los días festivos como ese. Y son increpadas y la
policía las acosa, las empuja y las amenaza. Un comisario de policía de aspecto
fúnebre, con dentadura temblona, las exigen que se callen porque están llamando
a atención, pues eso pretenden llamar la atención lo más posible, para eso
están ahí, le contestan airadas y la policía carga, las empuja, las quieren
asustar.
Ellas
resisten, son fuertes, son osadas, son jóvenes y saben que la Justicia y la
razón están de su parte. Y se dispersan, pero vuelven a juntarse otra vez en el
Paseo del Espolón. No pueden con ellas. Visualizaron el dolor del miedo hace
mucho tiempo. Hoy vuelven a vencer su miedo y siguen desfilando entre empujones
con su pequeña pancarta, sosteniendo a sus hijos y a sus hijas, acarreando las
bolsas de comida, que tendrán que volver a llevarse cada una a su destino.
La
memoria sabe que ese hecho existió. Sabe que un grupo de mujeres se
manifestaron por las calles de Burgos, bravas, decididas, con sus hijos y sus
hijas durante el Día de la Merced de 1963. La memoria sabe que exigieron el
derecho a la caricia, el derecho a estrechar el amor entre los padres presos y
los hijos y las hijas, y las esposas y las madres y las hermanas, exigieron el
derecho humano a la visita, al calor, a compartir el tiempo, unas migajas de
tiempo nada más con los seres queridos privados de libertad. La memoria sabe
que esa fue la primera manifestación de protesta que hubo en la ciudad de
Burgos desde que esta población castellana fue aplastada por la victoria del
águila negra. La memoria lo sabe, porque hay mujeres que todavía recuerdan que
actuaron, porque además hay un testimonio gráfico que lo corrobora, un
fotógrafo inmortalizó el momento y envió la imagen a Francia. A través de los
canales del Partido Comunista de España llegó a un periódico de ese país, que
la publicó junto a una crónica detallada de los hechos de esa jornada
histórica.
Natalia
Joga me relató esta historia, asistida por Vicente Llopis, su marido y
apuntador de su frágil memoria, un día de finales de verano del año 2015. No olvido
esa tarde, porque Vicente miraba a Natalia, su Nata, como él la llamaba, con
arrobo, con un amor y una dulzura que me conmovió. Vicente LLopis ya ha
fallecido y ha dejado a su Nata al albur de las vueltas que puedan dar sus
recuerdos. La memoria de Natalia era ya perezosa y se escondía a menudo.
Gracias a las palabras clave que Vicente pulsaba con habilidad y conocimiento
total de los mecanismos que hacían retornar a su Nata, compartiendo una cerveza
fría en el jardín de su casa, ella consiguió encender la luz de sus recuerdos
dos veces más para mí, que tuve la suerte vital de conocer de la viva voz de
esta mujer Roja los hechos que relato.
******
Natalia clandestina
Natalia
tiene varias vidas, y todas ellas las vive con fuerza, con determinación,
incluso con una especie de alegría revolucionaria.
Nuestra
Natalia sabe que la alegría es una manera de no rendirse y así actúa. Para los
presos es muy importante ver a las mujeres fuertes y alegres. Para los hijos es
fundamental también ver a sus madres alegres, los niños no deben aprender el
odio, piensa con firmeza Natalia, nunca el odio. Ella, todas ellas, se
esfuerzan en explicar a los hijos la realidad de su familia, quienes son ellos
y por qué sus padres padecen cárcel, por qué son presos políticos y lo que eso
significa.
La
alegría sirve de canal y proporciona a Natalia el ímpetu suficiente para llevar
a cabo acciones peligrosas, impensables para una mujer cualquiera de su época,
acciones clandestinas que casi sitúan a Natalia en el perfil de una espía de
novela negra. Eso sí, una espía peculiar, que acude a las acciones que la
encomiendan con su pequeño hijo en brazos.
Cuando
vuelven a Madrid después del agitado Día de la Merced, un grupo de mujeres de
los presos deciden ir a ver al Abad de Monserrat, que es un cura progre, le
llevan un cuadro pintado por Agustín Ibarrola, que también está en la cárcel,
para pedirle que interceda por los presos. A la Iglesia siempre hay que darle su
diezmo para que ayude. El Abad está dispuesto y escribe una carta que se
publica con posterioridad en el diario francés Le Monde. Natalia, que ha tenido una educación católica, es la
encargada de acudir a esa entrevista con el Abad, que le facilitará los contactos
necesarios para que la misión que le van a encomendar salga bien.
En
Barcelona Natalia recibe un encargo importante de El Partido a través de La
Peque, Tomasa Cuevas, es una acción peculiar y peligrosa. Natalia será la
encargada de sacar un documento, una carta de apoyo a los presos políticos, que
pide la amnistía, un documento importante en el que se detalla la situación
dramática de los presos políticos en España y el maltrato al que son sometidos,
las palizas, la insalubridad de las cárceles, la ignominia de estar privados de
libertad solo por sus ideas políticas. Esa carta lleva estampada la firma de
más de 1.500 intelectuales españoles, que la signan de su puño y letra y que
tiene que llegar al mismísimo Papa de Roma, a Juan XXIII.
El
encargo consiste en llevar las firmas al Papa, vía París. Le entregan una
maleta con doble fondo donde guarda la carta con las preciadas firmas de los
intelectuales, y además recibe 100 pesetas para el viaje. Durante un par de
semanas estuvo aprendiendo algo de francés, para poder defenderse en París, y
allí llega con su maleta y su hijo en brazos. El ajetreo del viaje y los
nervios, la angustia del miedo agarrada al estómago hacen que el cuerpo de Natalia se revuelva y
se pasa el viaje en los váteres del tren, con descomposición y vómitos. Ella
nunca ha salido de España, y menos en esas condiciones, con las firmas en el
doble fondo, y con su hijo en brazos, que en realidad es su mejor tapadera.
Aunque no lleva a su hijo con ella por ese motivo, sino porque no tiene con
quien dejarlo.
Cuando
llega a París tiene que reunirse con la hija de Pere Albiaca, un viejo
comunista, que es su contacto. Ella es la encargada de llevarla a Roma. La
busca en la dirección que tiene, La Casa de las Flores, y no la encuentra. Se dedica
a vagar todo el día por París y vuelve a casa de ella por la noche. Allí se
encuentran por fin y Natalia puede descansar, que ha tenido un día duro. Por la
mañana parten a Roma en coche. Qué dirá
el santo padre/que viven en Roma/ que le están degollando a sus palomas. Llevan
las firmas en la maleta de doble fondo y el ánimo puesto en una misión que
puede poner en evidencia al Gobierno de Franco si sale bien.
Ya en
Roma se alojan en un hotel y se entrevistan con representantes de muchos
partidos políticos, hasta con uno de la Democracia Cristiana. En el colegio de
España les facilitan la entrada al Vaticano, pero no consiguen ver al Papa.
Dejan la carta con las firmas y se van.
Esta
nueva historia que me cuenta Natalia se mezcla con otras muchas historias de
cartas y firmas de peticiones de amnistía a instancias internacionales, que
hicieron las mujeres de los presos políticos españoles durante los años sesenta
y setenta. He podido leer que la petición más importante que llegó a Juan XIII
fue la de que intercediera para que Franco conmutara la pena de muerte a Julián
Grimau. He podido comprobar que la misiva y las firmas de todos estos
intelectuales, más de 1.500, llevada por Natalia arriesgando su vida y la de su
hijo, no es esta. Esta petición fue posterior y en ella se insistía en
reclamaciones de justicia y solidaridad con los presos políticos españoles, que
seguían padeciendo represión y seguía habiendo presos condenados a muerte un
años después del asesinato de Grimau.
Juan
XIII no llegó a enviar a Franco ninguna petición de indulto para Grimau, que
fue fusilado el 20 de abril de 1963. Sí llegó la del arzobispo de Milán,
Cardenal Montini, que luego sería elegido papa dos meses después, el 21 de
junio, con el nombre de Pablo VI. Las firmas que entregó Natalia en el invierno
de 1964 llegaron a manos del nuevo papa Pablo VI.
*******
Epílogo de lucha
Natalia
Joga es una mujer hermosa, hermosa y fuerte. Morena, con una voz firme. Con los
recuerdos un poco revueltos a veces, pero ahí están, volando libres de vez en
cuando para ayudarnos a entender la grandeza de la historia de estas mujeres
que lucharon tanto por todas nosotras.
Y
lucharon hasta el final, toda la vida. El último capítulo de lucha de la vida
de Natalia Joga se produjo en 2006 ya cuando era muy mayor. Natalia con 78 años
y su amiga Agustina Luengo de 67, se propusieron recuperar la memoria de las
Trece Rosas. Se pasearon por el barrio de Madrid que acoge el cementerio de la
Almudena y la valla en la que fueron fusiladas las Trece Rosas al grito de “Que
mi nombre no se borre de la Historia” recogieron entre las dos 3.200 firmas
para presentar una moción en el pleno del Ayuntamiento de Madrid.
Las
firmas sirvieron para que se pusiera una calle con su nombre. Y más adelante
una placa conmemorativa en el muro del cementerio de la Almudena, en el que
fueron fusiladas un 5 de agosto de 1939 el grupo de jóvenes republicanas. La
placa recuerda los nombres de las Trece Rosas, para que “no se borren de la
historia”, tal como pidió Julia Conesa, una de las fusiladas, a su madre en una
carta que ha quedado para la historia.
Carmen
Barrios Corredera, octubre de 2018.
No hay comentarios:
Publicar un comentario