miércoles, 15 de junio de 2016

La hecatombe o la risa contra el miedo

Un corazón en el muro de Lennon


La risa es un bálsamo contra el miedo. Lo conjura. Es una poderosa herramienta de lucha. Miguel Hernández escribió unos versos en un lindo poema que me encantan y que me vienen a la mente cuando observo cómo las gentes que resisten, que luchan por conseguir un mundo más justo y más igualitario casi siempre lo hacen con una sonrisa en los labios:  "Tu risa me hace libre/ me pone alas/ soledades me quita/cárcel me arranca...".
Ahora en España estamos inmersos en una campaña electoral diferente. Se repiten las elecciones con una particularidad importante: hay una candidatura unitaria llamada Unidos Podemos que recoge el impulso esperanzado de todas las personas que se han hartado de que les recorten la vida, les expropien los derechos y les devalúen la existencia. Esta candidatura concurre bajo el lema "La sonrisa de un país", un hermoso lema cargado de esperanza que alude al poder de la risa que nos hace libres para oponernos a lo injusto, nos pone alas para remontar las dificultades, soledades nos quita porque luchamos unidas en pro de conseguir el bien común en torno a un conjunto de aspiraciones compartidas y cárcel nos arranca, porque son muchas las personas a las que esta democracia recortada quiere sancionar o encarcelar: Bódalo es un ejemplo, los más de trescientos sindicalistas pendientes de juicios son otro ejemplo sangrante. 
El cuento que va a continuación va de eso, de la pugna entre la risa y el miedo. Intenta ser una metáfora de lo que sucede, espero haberlo conseguido. 
La fotografía que lo acompaña la realicé en el Muro de John Lennon en Praga, una auténtica belleza artística, producida gracias a la cooperación de muchos grafiteros y grafiteras que han querido dejar allí su colorida huella.

La hecatombe
Los periódicos anunciaban una hecatombe. Repetían, como un mantra, que el mundo se terminaría el 26J si el equipo formado por la unión de los morados, los rojos, los verdes y otros colores difíciles de describir -por su mezcla imaginativa y heterogénea- conseguía alcanzar la cima. Los diarios de la mañana describían las siete plagas bíblicas, que asolaban un país del Cono Sur, para poder explicar lo que sucedería. Los de la noche, en cambio, fijaban como ejemplo los horrores descritos en el mismísimo infierno de Dante, que según ellos se había instalado en la cuna de la civilización europea, para alertar del desastre. Sin duda exageraban, pero ya se sabe que la noche todo lo oscurece.
Luego, más adelante, nos enteramos que se terminaría, no ya el mundo, sino el mundo conocido, el que había existido hasta ese momento, pero eso sería más adelante.
El caso es que por esos días las gentes caminaban temerosas por las veredas, pegadas a la pared para evitar despeñarse y sin hacer demasiado ruido, porque la amenaza de algo definitivo parecía cierta e ineludible. Nadie en su sano juicio podía escapar a una sensación de fin de temporada. Pero no el fin de temporada que da paso a las rebajas en los centros comerciales, ese que te incita a correr para no quedarte sin tu camiseta preferida. No. Era un fin de temporada mucho peor, porque los periódicos en su obsesión describían un fin de temporada total: el final, una hecatombe.
Así transcurrieron los días. Unos días marcados por incertidumbres extremas y escasos resquicios por los que una persona cualquiera pudiera escurrirse para escapar por el pasillo de la esperanza. Pero ninguna exagerada impostura puede mantenerse eternamente.
Una mañana hubo un punto de inflexión en la percepción del miedo a la hecatombe. Nadie sabe muy bien cómo se produjo, pero todo apunta a que el nivel de desesperación y temor que se infundía fue tan pronunciado, que necesariamente tuvo que comenzar a aflojar un poco. Una tensión prolongada de temor extremo o explota ya, o tiende a desinflarse.
Y eso fue lo que sucedió. El aire de ese globo de miedo comenzó a escaparse, como casi siempre, gracias a una carcajada. Fue la risa.
Fue una risa contundente, cargada de inteligencia, una risa de reflexión, ese tipo de risa que producen los hallazgos inesperados; una risa de felicidad y fuera de control, que se escapó libre, aleteó como una idea luminosa y se fue a posar sobre el papel de un dibujante que deliraba rematando el boceto que tenía que entregar para el periódico de la mañana. Ese tipo de risa fue la que torció el curso de los acontecimientos, porque se propagó como un virus eficaz e incontrolado por el cuerpo social sin contención alguna. La risa es un bálsamo contra el miedo, es un abanico lleno de colores que airea los malos pronósticos y termina por diluirlos en un mar de relatividad. Cuando se pronostica el miedo absoluto se suele terminar en otra parte.
El viñetista se atrevió a conjurar el miedo a la hecatombe componiendo su propia interpretación descabellada del escenario que describiera Dante. Y es que la realidad es muy rica, y lo que para unos son demonios con el pelo de colores, para otros son solo personas que comienzan a cuestionar lo que se ofrece.
Aquella risa descontrolada fue una luz cegadora, un disparo de nieve -como pronosticara un tal Silvio- en una noche oscura. Iluminó algunas mentes que comenzaron a reír, primero con cierta timidez y hasta disimulo, pero después los rostros, las bocas, los pechos, las cinturas, las caderas, las manos y los pies de miles, de millones de seres se fueron contagiando de una alegría tal que iba a romper todos los pronósticos.
Efectivamente después de aquél 26J nada iba a ser igual. Se terminó el mundo conocido y nació otro diferente, más esperanzador. Nació un mundo que oponía la dulzura de la risa al miedo. Un mundo tejido con el compromiso y la cooperación de todas esas gentes de pelos de colores que se atrevieron a trepar muy alto, hasta la cima de la montaña más elevada para poder mirar unidas lo que les rodeaba con la suficiente perspectiva. Un mundo alumbrado por gentes que se resistieron a navegar por la vida a solas, con lo justo, en embarcaciones precarias y sin seguro, como lo hacen las hormigas en una cáscara de nuez, que intentan sin éxito sortear las siempre procelosas aguas del mal menor. Nada que ver con una hecatombe.
Carmen Barrios