viernes, 29 de abril de 2011

20 de noviembre

El cuento que pego esta semana está realizado a partir de un dibujo de Astrid Saalmann (estupenda pintora y muy querida amiga). Ella me propuso el juego de inventar un texto a partir de la ilustración que me proporcionaba. A mi se me ocurrió esta historia que es pura ficción, pero que está hilvanada con vivencias reales que me contó mi padre. Vivencias de una época cercana, tan cercana que todavía palpita. Una época de silencios, en la que se trabajaba para mejorar el futuro con valentía, con honradez y con gran generosidad. 
Algunos trabajaban y resistían, y se oponían a la dictadura franquista con herramientas como la edición de un periódico histórico, el Mundo Obrero, un medio que hace poco ha cumplido ochenta años. Desde que comenzara a editarse en la República, siempre ha visto la luz a pesar de las dificultades. 
Sirva este cuento de homenaje a todas las personas que han hecho posible que esta cabecera haya permanecido y continúe poniendo un punto de crítica a la realidad que nos aturde.
Dibujo de Astrid Saalmann




20 de noviembre.
La casa estaba en penumbra. Reinaba una tranquilidad propia de un sábado por la tarde, pero era jueves. Sólo se oía la respiración rítmica de Clara, que dormitaba recostada en el sofá con las piernas apoyadas sobre la mesita baja del salón. Estaba encogida, se había quedado traspuesta sin taparse, justo después de comer. El ruido del teléfono rompió el silencio y ella salió de su breve siesta malhumorada por la interrupción y con la saliva humedeciendo todavía la comisura derecha de sus labios. Seguro que eran otra vez esos vendedores de las compañías multinacionales que se conectaban de un continente a otro a cualquier hora para intentar colocar sus “ofertas”. La tenían frita, al cabo del día levantaba el auricular cuatro o cinco veces,  siempre para responder lo mismo: -“No, la señora Clara Caspueñas ya no vive aquí, se mudó…”-.  Pero daba igual, seguían llamando y llamando. ¡A ver de qué se trataba esta vez!
-¿Quién llama?!!!, -preguntó sin disimular su irritación-.
-¿La señora Clara Caspueñas?, -inquirió la voz al otro lado del teléfono-. Cuando estaba a punto soltar su frase favorita y colgar, su interlocutor se  adelantó diciendo: “Buenas tarde, mi nombre es Jaime Hurtado, llamo de la Tintorería ‘Los Tapices’, tenemos unas prendas en nuestro establecimiento que…”.
El teléfono se deslizó entre las manos de Clara y cayó al suelo con estrépito. Desde el auricular se oía la voz lejana del tintorero: ¿señora?, ¿señora?...¿Me oye, señora?, hasta que un piiiiiiiiiiiii continuado se confundió con los sollozos entrecortados de Clara.
Jaime Hurtado era un hombre metódico. Había sido contratado hacía una semana por los hijos del dueño -recientemente fallecido- de la tintorería para que hiciera inventario, antes de poner en venta el negocio. Ya tenía todo casi listo: las cuentas cuadradas, las máquinas en perfecto estado de uso y el almacén casi vacío. Únicamente quedaban un par de prendas colgadas al fondo del mostrador de los pedidos. Se trataba de una americana oscura de buen paño, bien confeccionada, nada que ver con las chaquetas actuales. Las costuras de la solapa eran impecables y el forro suave y cálido, llevaba estampada la etiqueta inconfundible de la casa Laínez. Le llamó la atención, ya no se veían prendas como aquélla, sobre todo porque Laínez, una de las camiserías más famosas de Madrid -situada en la misma Puerta del Sol-, hacía casi treinta años que fue comprada. Uno más de los establecimientos con solera que habían sucumbido al asedio de los grandes almacenes. Los hijos del viejo sastre vendieron el negocio por un buen dinero. Jaime conocía la sastrería, porque su padre prefería hacerse una buena americana en Laínez a comprarse diez baratas en cualquier otra tienda. De niño acudió tantas veces a acompañarle a tomarse medidas, que cuando vió la chaqueta colgada de la barra de la tintorería notó una familiaridad tal, que lo indujo a preocuparse de forma especial por esa prenda. 
Casi pendiendo del mismo soporte, enganchado con una pequeña percha anexa, había un delicado vestido camisero de niña. Sencillo, sin botones, de un ténue color amarillo muy suave, confeccionado con un mimo que solo las manos de una madre o una abuela podían haber concluido un trabajo tan exquisito. Llevaba un par de días dando vueltas para localizar al propietario o propietaria de las dos prendas, que tenían grapada la misma referencia de día y hora -20 de noviembre de 1975, 10,10 de la mañana-. En el libro de pedidos de ese año halló el nombre de la persona que las había depositado para limpiar aquel lejano día, un día señalado, que en cierto modo había marcado la historia del páis. La casualidad quiso que justo un 20 de noviembre de treinta y tres años después descolgara el teléfono para intentar dar con Clara Caspueñas, el nombre que se correspondía con la referencia del pedido.
Clara miraba cómo el teléfono se quejaba, con un pitido que parecía un grito de dolor eterno, tirado en el suelo sin atreverse a cogerlo. Tintorería ‘Los Tapices’. Esas tres palabras unidas, pronunciadas un jueves 20 de noviembre eran un puñetazo a su estabilidad. Toda su vida había girado alrededor de esa fecha infausta. Clara tenía sesenta y cuatro años, llevaba dos prejubilada  de la librería de la familia y cada uno de los 20 de noviembre que habían transcurrido desde 1975 se esforzó por obviar esa fecha. Treinta y tres años haciéndose la distraida, incluso arrancando ese día del calendario para saltarlo cuando llegaba, habían sucumbido a una llamada telefónica y a tres palabras: Tintorería ‘Los Tapices’. Por fin colgó el teléfono. Estaba segura de que volvería a sonar, así es que lo desconectó. Se puso a caminar de un lado a otro del salón, mentalmente recorrió la distancia que separaba su casa del número 36 de la calle Lope de Rueda, donde estaba situada la tintorería. Rememoró como ese fatídico 20 de noviembre salió sobre las diez menos cuarto de la mañana con la intención de llevar al tinte la mejor chaqueta de Ricardo, su marido, y el vestido nuevo que su hija Lidia ensució el 15, día en que cumplía ocho años.
La llamada de la tintorería había conseguido volver a situar con frescura en su cabeza los acontecimientos encadenados que se sucedieron esa semana.
El sábado anterior habían estado celebrando el cumpleaños de Lidia con sus padres. Lo recordaba como un día muy agradable. Tras la comida dieron un paseo por el parque de El Retiro donde Lidia disfrutaba persiguiendo a las palomas y jugando con su abuela a recoger hojas y adivinar la especie a la que pertenecían. Recogieron muchas hojas, algunas un poco malogradas ya por lo avanzado del otoño, pero sirvieron de pretexto para que pasaran el resto de la tarde catalogándolas en un cuaderno que Lidia cuidaba como un tesoro. ¿Qué habría sido de aquél cuaderno? 
La abuela Jacinta y el abuelo Pablo, sus padres, eran la única familia de tenían, porque su marido carecía de padres, hermanos, o parientes cercanos que le quisieran, era uno de tantos huérfanos de los vencidos.
Ricardo nunca olvidó. Estaba metido en una frenética actividad clandestina contra el general golpista Franco, que se encontraba a punto de morir tras casi cuarenta años de gobernar el país con una férrea dictadura. Ocupaba sus noches enfrascado en la confección de un especial del periódico Mundo Obrero en el que se anunciaba en portada la muerte del dictador, que era inevitable e inminente -lo sabían de muy buena fuente-, a pesar de que los fontaneros del régimen se esforzaban en dilatarla lo más posible, aplicando al cuerpo del enfermo las más avanzadas técnicas de prolongación de su agonía, con la intención de atar lo mejor posible el día después. La espera les estaba causando muchos problemas, porque tenían que editar el periódico y querían colocar en la portada un ¡¡Franco ha muerto!! en una tipografía contundente. Pero como no terminaba de morirse, tuvieron que optar por un titular menos exacto para acudir a su cita con los lectores. En esos momentos tenían en Madrid muchos “buzones” a los que se les entregaba el “paquete” con el periódico en un lugar prefijado con fecha y hora exacta y al minuto, y tenían que cumplir.
Con el título de “¡Se acabó Franco!”, ocupando en letras grandes toda la portada, el órgano de expresión del clandestino Partido Comunista de España debía estar listo para inundar Madrid justo en el momento en el que trascendiera el deceso del dictador. Un contratiempo en la noche del sábado por poco da al traste con sus planes: la máquina multicopista, que tenían situada en el piso franco de Carabanchel alto en el que se imprimían los ejemplares del periódico, se rompió cuando sólo llevaban impresas unas trescientas unidades. ¿Qué hacer? La solución se presentó en forma de aventura macabra. Ricardo recordó que un año antes enterraron a Anselmo, un camarada de la célula, con una multicopista dentro de la caja con la intención de proteger la máquina de una más que posible redada de la policía. La viuda dio su consentimiento entre hipos entrecortados por el llanto y con el compromiso de los camaradas de acudir a rescatar el aparato en cuanto pasara el peligro. Entre unas cosas y otras había transcurrido todo un año sin que nadie hiciera la más mínima intención de acercarse al cementerio de Navalcarnero, donde reposaban los restos de Anselmo todavía acompañados por la multicopista. Había llegado el momento de rescatar el aparato, era la solución mejor, la más rápida. Cuando Ricardo le contó a Clara su plan para el domingo por la noche, ésta no pudo contener el miedo y le rogó que no fuera. Él le explicó que no tenían otra opción más plausible que aquélla, por descabellada que pudiera parecer.
Salió de casa a eso de las nueve de la noche con su mejor chaqueta, Ricardo siempre decía que esa prenda adquirida en Laínez era como un talismán, estaba convencido de que le protegía como si se tratara de una coraza de guerrero que le hacía inmune a los peligros. Y esa noche iba a necesitar protección más que nunca, porque además del riesgo de poder caer en manos de la policía no le hacía ninguna gracia tener que desenterrar los restos del pobre Anselmo, que un muerto es un muerto, y nunca se sabe lo que puede ocurrir cuando se remueve una tumba, por muy ateo que se declare uno.
Por fortuna todo salió bien, recuperaron la multicopista, que seguía allí pegadita a los pies del difunto, que claro está, ni se inmutó. Entre la noche del lunes y la del martes consiguieron imprimir ciento diez mil ejemplares, que distribuyeron por diferentes puntos de la capital, a cada “buzón” su “paquete”. Todo estaba listo. Ricardo y los dos compañeros del aparato clandestino brindaron por el éxito y por la más que posible muerte del dictador justo la tarde antes, un miércoles 19 de noviembre en una tasca de la calle Mayor, aparentando la despedida de soltero del más joven.
Efectivamente, el 20 de noviembre murió Franco, el dictador, pero una mala pasada del destino hizo que su marido se fuera de esta vida también ese mismo día y sin tiempo para saborear una noticia que había estado anhelando desde que era niño. Nada más dejar a Lidia en el colegio, fue atropellado por un autobús con los frenos averiados en un paso de peatones cercano a la librería que regentaba, mientras cruzaba distraído leyendo la primera página del diario Pueblo. Su cuerpo quedó tendido en el asfalto, totalmente desfigurado por el tremendo impacto, una imagen que Clara se propuso conjurar desde el instante en que se enteró de lo sucedido.
Nunca volvió a pisar la Tintorería ‘Los Tapices’. En lo más íntimo de su corazón se culpaba de la muerte de su marido. Ella se empeñó aquélla mañana en llevar a limpiar la chaqueta, porque se obsesionó con que despedía tufo a tierra de cementerio, a pesar de que Ricardo le dijo que no hacía falta, que no olía a nada, que sólo tenía un poco de polvo que se iría con un buen cepillado. Si la hubiera llevado puesta…, se lamentaba.
La llamada de la tintorería había tenido un efecto inesperado. Era cómo si la hubieran zarandeado desde le pasado. Se armó de valor. Volvió a conectar el teléfono y llamó a su hija. Quedaron una hora después frente a la tintorería.
Jaime Hurtado estaba a punto de irse cuando oyó golpear con insistencia la puerta del establecimiento. Una vez superado el asombro que le produjo conocer  la historia de Clara Caspueñas, acompañó a las dos mujeres hasta el final del cuarto de pedidos en el que estaban colgadas las dos prendas. Clara apretó fuertemente la mano de su hija y comprendió que aquélla chaqueta puede que en efecto tuviera algo mágico, se podía decir que casi abrazaba el frágil vestidito que pendía de su percha en un gesto permanente de firme protección. Cómo es el destino. Durante treinta y tres años esas dos prendas habían permanecido unidas, eran testigos mudos de un pasado que ya no volvería. Había llegado la hora de celebrar por fin la muerte del dictador en esa familia.
Le dieron las gracias a Jaime Hurtado por su empeño de no dejar cabos sueltos. Cuando salieron de la tienda Clara tuvo la agradable sensación de que había cerrado de una vez el capítulo más duro de su vida.

domingo, 17 de abril de 2011

Espacio muerto

Hoy pego un cuento que tiene que ver con la memoria histórica de nuevo, pero con la más reciente. Relata un hecho de ficción que bien podría suceder. Lo he colgado también en la página de Fuentetaja,  www.cuentosdeochoadiez.blogspot.com

Mujer señalada



La luz entra por la ventana del salón repartiendo destellos suaves sobre un desorden de  cajas repletas de objetos por colocar. Isabel no quiere agobiarse, por eso se ha tumbado un momento en el sofá. Se ha quedado dormida sin darse cuenta, el cansancio del traslado no perdona. Su rostro parece un poco crispado, como si sus sueños se empeñaran en interrumpir una vez más su descanso. Hace muecas en seco, y gira la cabeza de un lado a otro cerrando los ojos con fuerza. Hace días que repite un mal sueño, una pesadilla de la que se creía ya curada. Pero el pasado es tozudo y siempre vuelve. Se ve a sí misma sentada en una silla, una de esas sillas de madera rígida, con respaldo y sin reposabrazos. Está desnuda, tiene las manos atadas a la espalda, y no quiere abrir los ojos. Una omnipresente luz azulada la ciega si los abre y un olor espeso a sudor lo impregna todo, hasta el punto de que casi puede paladearlo en su boca. Tiene los pies descalzos sobre el suelo frío y húmedo. Cuando está a punto de oír los gritos, Lía, su gata gris, se ha puesto a runrunear en su oído y la ha traído de vuelta.
Isabel se ha despertado justo para salvarse de los insultos y de los golpes del pasado. Respira hondo y se acaricia la cara. Se palpa el cuerpo para reconocerse, para comprobar que se encuentra en un ahora distinto, que está vestida y no desnuda, y cerciorarse bien de que solo era ese sueño que se empeña en ocupar su cabeza en los días de otoño, para caer en su ánimo inexorable como la lluvia o las hojas de los árboles.
Cuando se tranquiliza, se levanta, se hace un café y abre las ventanas del salón para respirar un poco de aire. Camina por el pasillo de su nueva casa rumbo a la habitación del fondo, donde quiere colocar una pequeña sala de estar. El efecto eco de sus pasos es lo único que escucha cuando entra allí. No soporta el eco de las estancias vacías y se ha propuesto dejar la habitación del fondo colocada esa misma tarde, porque es la más oscura de la casa y la más triste, da a un patio interior rectangular, un poco lúgubre y sucio. Abre la ventana para mirar y se pregunta porqué llamarán patio de luces a un tubo como ese, es un espacio muerto, poco accesible. Carece de puertas y, para entrar, hay que saltar por la ventana de los pisos bajos. Cuando está apoyada en el quicio, la gata Lía se sube para acariciarse con ella. Mira que eres mimosa, Lía, -le dice- justo cuando la gata se desequilibra y cae al patio. 
Un fuerte maullido de dolor espanta a Isabel, que grita pidiendo ayuda para su gata. Al momento se enciende la luz del bajo derecha y ve como un anciano se asoma y hace ademán de saltar al patio para socorrer a Lía. 
-Por favor señor, tenga cuidado, bajo corriendo y salto yo por la ventana-, grita desde su ventana.
-No pasa nada, estoy acostumbrado…-escucha de lejos mientras sale corriendo escaleras abajo sin cerrar la puerta de su casa-.
Cuando llega, la puerta del bajo derecha está entreabierta y pasa hasta el fondo del pasillo. Es un piso lúgubre, con muebles demasiado grandes y escudos de armas de la policía y la guardia civil que penden de las paredes. Una lámpara de araña llena de polvo corona la estancia.
La decoración le provoca repelús, no ha olvidado. Y no solo es por los sueños, cuantos más años cumple más convencida está de que tiene que recordar bien todo lo que pasó, aunque le duela. Quiere ser capaz de situar cada hecho, cada agravio, cada golpe, cada terreno conquistado y vuelto a perder, cada momento de lucha. Pero lo quiere hacer serena, no con la angustia que provocan los sueños, sino con la templanza del análisis reposado de lo sucedido en el pasado, un pasado que hay que conjurar, porque es un espacio sin cerrar. Sabe que la historia ha engullido sin explicación una época demasiado reciente con la complacencia de un acuerdo asentado sobre el sello del silencio. Aunque ese recuerdo haga arder de nuevo cada una de las cicatrices que motean sus pechos de marcas de cigarro. Su piel es testigo, conserva huellas imborrables del precio que algunos pagaron para llegar a este presente acordado.
Sale de sus pensamientos y ve al vecino intentando sortear de nuevo la ventana para entrar en su sala de estar. Lleva a Lía en brazos, está como desfallecida, y el viejo intenta acurrucarla para que no sufra.
-No se preocupe creo que está solo un poco magullada. Es una gatita linda, suave como una manta de armiño, pero fuerte, seguro que sobrevivirá, ya sabe, estos bichos tienen siete vidas…-dice él, acariciando la cabeza de la gata con parsimonia.
-Muchas gracias -contesta Isabel mientras tiende las  manos para recoger a Lía del regazo del vecino- con esto del traslado está como desorientada y se ha caído al vacío. No he llegado a tiempo a sujetarla. Le agradezco mucho su ayuda y su rapidez…
-No tiene importancia, señora… 
De pronto, cuando le mira a los ojos mientras se presenta como “Isabel, la nueva inquilina del quinto izquierda”, nota algo inquietantemente familiar en su vecino. Tras las gafas de pasta, reconoce los mismos ojos redondos y pequeños de comisario Cantesa. Todavía conserva esa mirada casi infantil, donde solo conviven el espacio muerto de la frialdad absoluta y la crueldad de los depredadores. Los ojos de “El Niño”, como le apodaban los presos, no han envejecido. Aunque pasaran cien años, nadie podría olvidar la mirada de su torturador.
Isabel aprisiona a Lía instintivamente, con los brazos casi agarrotados por la incertidumbre. El viejo comisario la mira con insistencia, y en sus ojos puede apreciar que el vacío comienza a estar ocupado por la inquietud. Cantesa mueve los ojillos enmarcados por las gafas de pasta intentando apartar la mirada de Isabel. ¿La habrá reconocido? Ella contempla de cerca su cara y por primera vez en muchos años se siente fuerte. Los ojos de “El Niño” recrean el vacío del miedo moteados por los reflejos dorados de la “araña” que ilumina la estancia. No habla, solo retrocede unos pasos para alejarse de Isabel.
Isabel cruza el pasillo buscando la puerta con determinación. Ya no es igual que cuando hacía el recorrido entre su celda y el “despacho” del comisario. Ahora sabe que esta vez será la última. Cantesa está muerto, el vació intenso del miedo le ha dejado petrificado envuelto por la luz pastosa del salón. 

domingo, 3 de abril de 2011

Cuento melancólico para las tardes de lluvia

Es tres de abril. La tarde se ahoga en una lluvia persistente. Estoy sentada escribiendo, miro por la ventana y veo un Madrid plomizo, que ha decidido aparcar la primavera soleada. Para acompañar la melancolía de la tarde, cuelgo un cuento a tenor del día, con una foto un poco más luminosa. 



La fotografía habla de una pareja entregada al Tango, en una placita sonora como pocas, de un rincón del barrio Gótico de Barcelona. Está realizada el verano pasado y el cuento es de septiembre. Nació de la observación de un hecho que se sucede los domingos de buen tiempo en el templete de El Retiro.

Tango

Es domingo y se encuentra otra vez ante el espejo. El calor de primeros de julio es sofocante en Madrid, una ciudad en la que el asfalto ha ganado tanto terreno, que hasta los bancos que se colocan en las aceras son de cemento. Por fortuna, su casa está situada en un lugar privilegiado. Vive en uno de esos pisos antiguos y de techos altos de la calle Alfonso XII, frente al parque de El Retiro. Fabio se mira al espejo de su habitación, envuelta en una ténue penumbra que evita que el calor de las seis de la tarde inunde la estancia. Su desnudez se refleja en un escorzo de claroscuros que le proporcionan el aspecto de uno de esos santos envejecidos y enjutos pintados por El Greco. 

Todavía conserva ese porte altivo y elegante de dandy, que con la ropa adecuada sigue haciendo de él un hombre atractivo a pesar de que ya pasa de los setenta años. Los domingos por la tarde, vestirse se ha convertido en un ritual. Primero los calzoncillos de hilo fino, suaves como la seda. A continuación la camisa de popelín azul claro y el traje de lino crudo, que tanto le favorece. Los zapatos, lo último. Cuero fino de tafilete crema, con cierto tacón para marcar bien los pasos. Está listo, esta vez no se pondrá su pañuelo anudado al cuello, ni su sombrero. No quiere parecer excéntrico, ni anticuado. Cuando el reloj de pared del salón da las siete de la tarde sale por la puerta de su casa. Camina sin prisas hasta la entrada del parque más cercana y se dispone a dar un agradable paseo hasta el templete de El Retiro, donde acude los domingos por la tarde, desde hace un par de meses, a bailar el tango. 

Un grupo de amigos argentinos ha tenido la feliz idea de juntarse allí a danzar como los malditos y, desde mediados de mayo, cada tarde de domingo crece la pasión por el tango y gana adeptos, convirtiendo el templete en un salón de baile improvisado donde no importa acudir sin pareja, porque cualquiera puede encontrar alguna persona con la que deslizarse unos pasos sin importar edad o condición.  

Conforme se acerca al lugar, y las frases de los tangos de Gardel se intuyen en el aire, siente como surge alitas en sus pies y prende en su cuerpo la ligereza de un Hermes dotado de habilidades imposibles para su edad. Todo vuelve a ser como antes. Sube las escaleras del templete casi sin pisar los peldaños, elevado por la música y con la idea fija de volver a sujetar la cintura de Claudia, su Claudia.

Fabio recuerda la primera vez que subió a aquel templete. Ocurrió en 1981, una lluviosa tarde de otoño cuando estaba recién llegado de Argentina.   Entonces todavía era un hombre relativamente joven. Su país se había tornado rancio. La muerte campaba por las calles vestida de etiqueta, enfundada en rigurosos trajes grises de chaqueta y corbata y conduciendo un coche americano en el que trasladaba a los “chupados” a un lugar fuera del tiempo y del espacio. Cualquiera podía ser cazado, hasta un profesional de éxito como él.  Pero sobrevivió y la oportunidad de venir a España para hacerse cargo de la herencia de su tío abuelo Justo le abrió la puerta a una nueva vida. Así llegó a aquella casa magnífica, donde se acomodó, cayendo en las dulces garras de una derrota existencial que le invitaba a ver pasar los días y a olvidar.  

Su vida en España había sido fácil, más bien rutinaria. Cuando se jubiló, esas rutinas que imponía el trabajo se rompieron, dando lugar a una soledad casi sofocante, y donde el pasado ha vuelto a colarse por la puerta de atrás de su consciencia. Un mundo perdido en lo más recóndito de su memoria vuelve a incordiar sin misericordia y se pasea  por la almohada de su cama como si no hubieran transcurrido casi treinta años de aquello. El presente se torna oscuro y regresa a un lugar fétido, donde ruidos de desgarro cierran el futuro a cal y canto. Oye gritos perdidos, portazos y golpes en medio de una nada podrida, de la que se salva únicamente si ella aparece para rescatarlo del horror, y llevárselo prendido de su frágil talle a un lugar iluminado con farolillos de colores, donde la música mece los cuerpos de los jóvenes en medio de la plaza de un barrio porteño. Después yace tendido sin poder recuperar el dominio sobre sí mismo durante horas. El día en que lo secuestraron los milicos se rompió su vida, su equilibrio. Su reloj vital se paró en aquellos pasos de tango, en ese lugar perdido de un Buenos Aires muy lejano. Aferrarse a ese recuerdo dulce le permitió sobrevivir en los peores momentos de su cautiverio y ahora vuelve para librarle de nuevo de sus pesadillas.

Los domingos de tango le han devuelto esa silueta frágil, sujeta con una leve presión en la curva de la cintura, que se desvanece entre sus dedos con cada latido y su contacto vuelve a acariciar su paso por la vida. Bailar retorna el tacto a sus pies, fragancias a su olfato y ha puesto en fuga el ruido de su cabeza, ahora ocupada por una melodía envolvente que guía sus pasos.

Se mira las palmas de las manos con detenimiento. No puede controlar el leve temblor que las agita justo antes de saltar a la pista. Alza la vista, se clava en su pupila una figura recortada por la luz del atardecer que le hace vibar como si tuviera 17 años. Es ella, está ahí, tan menuda, tan armoniosa como siempre, con el pelo recogido en una coleta alta, con ese perfil inconfundible. Es real, se ha escapado de sus sueños de puntillas para que nunca más dance solo. Lleva los zapatos negros de pulsera y tacón cuadrado que él le regaló “para bailar el tango fundiditos en uno”, -le susurró él al oído el día que se los entregó-. 

Comienza a sonar la música, la voz inconfundible de Alberto Montero convoca la melancolía con voz callosa, casi radiofónica, de otra época, mientras avanza hacia ella resuelto a volver a sujetar su talle con el tacto de algodón de los que sufren: “La lluvia de aquella tarde/ nos acercó unos momentos/ corriste, me saludaste y no te reconocí/ En el hall de un gran cinema/ te cobijaste del agua/ entonces vi con sorpresa/ tu incomparable perfil…”. A medida que se acerca, su cuerpo viejo recupera la fortaleza de los inmortales:

-“Hola, Claudia, querida, cuánto tiempo…¿bailás?…”.

-“Claro que sí, a eso vine viejo,… pero mi nombre es Elsa”. La muchacha le mira a los ojos y se deja conducir por los brazos de Fabio, que sigue pronunciando el nombre de Claudia  muy bajito, en un susurro apagado por la música. Fabio es famoso entre las mujeres que acuden al templete. Es un bailarín excepcional, concienzudo, cadencioso, que sabe marcar cada ritmo y guiar a su pareja con un impulso leve, pero con la firmeza de los danzarines experimentados. 

Todas quieren bailar con él, porque tiene ese aire distinguido de los hombres que saben regalar una elegancia felina en cada movimiento y a pesar de su avanzada edad despliega una agilidad precisa que las conduce por la pista como si flotaran, acariciando la superficie del pavimento con la punta del pié. Además, la sospecha de un amor perdido le hace misterioso y tierno, encarna a la perfección el espíritu del tango.

-¿Quién es Claudia? -se preguntan todas-.

-¿Por qué insiste en negar su nombre? -se pregunta él-.

-¿Con cuántas mujeres tendrá que bailar el viejo para darse cuenta de que Claudia no es ninguna de ellas? -se preguntan algunas-.

-¿Cuántas veces tendrá que sacarla a bailar para que recuerde su nombre?

-se pregunta él-.

-¿Por qué se muestra así, tan desdeñosa?-  

Es él, Fabio, su pareja de tango, su amor verdadero, ¿acaso no recuerda ella las tardes infinitas de aquél verano de 1955, cuando se prometieron amor eterno?