sábado, 28 de septiembre de 2013

Las palabras sí importan

La resistencia












El cuento que pego a continuación es una metáfora sobre la importancia que le da el poder al control del lenguaje y al significado de las palabras, algo que podemos comprobar cada día al abrir cualquier periódico o al escuchar las noticias de radio o televisión. 

La fotografía que lo acompaña ha hice en París en una plaza cercana al centro Pompidou. Me encantó esta imagen de los artistas callejeros que animan a la resistencia ante las injusticias. En ella se reconoce la figura de Víctor Laszlo (el tercero según se mira desde la izquierda), el personaje revolucionario perseguido por los nazis en Casablanca, cantando la Marsellesa a voz en cuello. A su derecha y a su izquierda hay otros personajes que no reconozco, pero que representan distintas épocas de lucha en Francia, la revolución francesa, la época actual, la resistencia contra los nazis y el mayo del 68. Al menos esto es lo que yo he interpretado.

Tanto el cuento como la fotografía han sido publicados también en la web de información www.nuevatribuna.es en la sección de cultura. 


SIN PALABRAS

Hacía ya muchos años que en ese país habían desaparecido las palabras. Estaban secuestradas, presas en algún lugar oculto, controlado férreamente por los más poderosos. Nadie podía tener palabras, y mucho menos utilizarlas. Estaba prohibido hablar, o escribir. Solo un pequeño grupo de poderosos a los que denominaban “Los sabios” estaba autorizado a usarlas para nombrar las cosas según su conveniencia. Para los demás, poseer palabras y usarlas se había convertido en un delito castigado con la pena máxima.



Las personas se comunicaban con gestos y ya nadie leía. Los únicos libros y revistas que se publicaban tenían espectaculares ilustraciones que abusaban de los colorines, pero estaban desprovistos del más mínimo atisbo de lenguaje escrito. Por la radio solo se emitía un hilo musical permanente, cuajado de monotonía, que convertía cualquier estancia en una vulgar sala de espera. La televisión vomitaba imágenes superpuestas, que salían de la pantalla como si se tratara de una gran cascada repleta de irrealidad.



Al no utilizar el lenguaje, la memoria colectiva se estaba perdiendo y la mayoría de las personas se comportaba con una mansedumbre propia de las ovejas de corral. Las calles eran lugares ordenados, en donde las gentes se desplazaban en un silencio solo interrumpido por las bocinas de los coches o los gemidos turbios de los tubos de escape de las motocicletas.

Ya nadie recordaba lo que había pasado.

Nadie, excepto una mujer casi centenaria que había decidido desobedecer desde el principio y que se dedicó a recopilar y a conservar palabras. Para que no la descubrieran guardó todas las palabras que tenía almacenadas en su cerebro en una especie de armario gigante que construyó camuflado bajo la pared del salón de su casa. El armario estaba lleno de cajones ordenados alfabéticamente y en cada uno de ellos había depositado las palabras que se iniciaban por la letra que daba nombre al cajón. 

Así, en el cajón dedicado a la letra “A” estaban guardadas “alforja”, “alambre”, “almíbar”, “arbusto”, “araña”, “ameno”, “amor”, “amistad”, “alucinante”, “alevoso”, “aire”…, y miles de palabras más, todas las que ella había podido recordar. Lo mismo sucedía con el cajón dedicado a la “S” o con el de la “M” o con el de la “T”. Había consagrado su vida entera a escribir todas las palabras en pequeños trocitos de papel y a la tarea inmensamente peligrosa de conservarlas. 

Ella tenía predilección por el cajón destinado a la letra “P”, porque dentro de él se encontraba la palabra “pesadilla”, una palabra que parecía inocua, pero que llegó a convertirse en un término revolucionario. Esta fue la primera palabra proscrita por las autoridades. La palabra “pesadilla” fue prohibida el día dos de octubre del año 2015, justo cuando ella cumplió treinta años, por eso lo recordaba tan bien.

La palabra “pesadilla” se decía mucho por aquellos entonces, la gente no paraba de repetirla para describir la situación que se vivía y las autoridades terminaron por prohibir el uso de esa palabra, como si así todo mejorara de forma automática y se dejara de vivir en una “pesadilla” por arte de magia.

La mujer casi centenaria que decidió desobedecer desde el principio recuerda ahora que comenzaron las señales de alarma muy pronto, pero que casi nadie se daba cuenta de ello. Los maniquíes de los escaparates empezaron a fabricarse sin boca, sobre todo los que representaban la figura de las mujeres. Se convirtió en una moda, todos los maniquíes femeninos se creaban sin boca. Aquello era una premonición, pero nadie lo veía. Luego vinieron todos los demás, los que representaban a los hombres o a los niños y a las niñas.

Otra de las señales fue que se popularizó abusar de los eufemismos y dejó de llamarse a las cosas por su nombre. Por ejemplo, nadie denominaba “culo” al “culo”, las gentes se dejaron arrastrar por la moda estúpida de llamarle “pompi”. Y no digamos ya cosas importantes como “hambre”, no se pronunciaba, se sustituía por “necesidad”. Como si el hambre dejara de existir por cambiarle en nombre.

El hecho fue que la situación se hizo insostenible para las autoridades y como vieron que no era suficiente con cambiar el nombre de las cosas, decidieron que lo mejor para conservar su poder era prohibir las palabras, terminar con ellas. Y así se inició toda una campaña de reeducación brutal, donde se emplearon todos los métodos. Simplemente el lenguaje pasó a mejor vida. Todas las palabras fueron recluidas, secuestradas, prohibidas.

Cuando la mujer casi centenaria recordaba la secuencia de los acontecimientos le entraban unas ganas tremendas de gritar palabras a voz en cuello a los cuatro vientos y de abrir todos los cajones del armario de su salón para que volaran libres y salieran por los ventanales como las mariposas que anuncian la primavera, buscando el aire fresco para inundar las calles.

El momento de la liberación de las palabras estaba cerca. Había soñado con ese momento  muchas veces y tenía que hacer realidad sus propios sueños. No podía irse a la tumba con ese anhelo cosido a su hígado.

Dentro de cuatro días, el dos de octubre de 2085, iba a cumplir cien años y había llegado la hora de comenzar a luchar. Se haría un regalo. Su pequeña revolución consistiría en abrir los cajones del armario de las palabras y los ventanales del salón para colocarse en el centro de la galería con un megáfono, dispuesta para gritar una por una todas las palabras según el orden en que habían sido prohibidas: “pesadilla”, “hambre”, “educación”, “consuelo”, “solidaridad”, “física”, “boca”, “amor”, “revolución”, “igualdad”, “cuerpo”, “matemáticas”, “literatura”, “sangría”, “chorizo”, “resistencia”, “carne”, “libertad”…así miles y miles de ellas, hasta la última que nombraría, que sería la palabra “pensar”.

El momento de la liberación de las palabras estaba cerca.

Carmen Barrios







sábado, 14 de septiembre de 2013

Un cuento sobre Alicia

Ella, él y el conejo.


























Tras el largo paréntesis de las vacaciones pego un cuento sobre Alicia, una Alicia que se ha hecho mayor y que quiere recuperar lo que de verdad importa, lo que da sentido a su vida por encima de todas las trampas que ofrece la seguridad. 

Es un relato sobre lo que significan el deseo y la libertad, y cómo se añoran cuando se han expulsado de la vida y se han sustituido por la monotonía del deber.


La fotografía que lo acompaña está realizada en una calle de Barcelona. Como siempre, uno de esos magníficos artistas urbanos ha estado ahí y se ha comunicado conmigo para ayudarme a crear este relato.


Tanto el cuento como la fotografía han sido publicados en la sección de cultura de la web de información www.nuevatribuna.es.


Alicia

Cuando creció, Alicia comenzó a sentir una admiración muy grande por el sastre de su pueblo. Tanta, que se casó con él, era lo normal. Confeccionaba las mejores casacas y los sombreros más bellos y elegantes de la comarca. Su madre decía que el sastre era un hombre serio, que pondría el orden necesario en su vida y la haría bajar de las nubes de una vez por todas.

Y Alicia se dejó llevar. Ella veía que las personas que acudían a la sastrería terminaban transformadas por completo. Como si fuera cosa de magia, todo el que adquiría una casaca o un sombrero en el establecimiento del sastre sufría una metamorfosis asombrosa, que le catapultaba hacia un estado de dicha cerana al nirvana y salía de allí casi levitando.

Sin embargo, en ella nunca se produjo semejante milagro. Desde que Alicia atravesó el dintel de la puerta de la sastrería, convertida en esposa del sastre, camina con los pies bien pegados al suelo y por fin es una persona de orden, que trabaja y ayuda a su marido con dedicación, como quería su madre, pero cuando intenta sonreír, le sale una mueca inexpresiva que no se parece en nada a una sonrisa.

Hace ya bastante tiempo que no ríe. Sus ojos están empañados por la luz artificial del taller del sastre: solo ven el tibio sol de primera hora una vez cada siete días, los domingo por la mañana muy temprano, cuando acude con su marido al oficio de la iglesia. Casi todo su tiempo lo dedica a cortar telas, armar patrones, ordenar ovillos de hilo y planchar las piezas ya confeccionadas. Cuando intenta una sonrisa, es incapaz de dotar a sus labios de la flexibilidad necesaria para borrar de su cara la rigidez que atenaza sus facciones. El perfil de su boca está cosida por una hilera fina de arrugas, que parecen un festón de vainica doble. Ella, que tenía los labios tersos y rojos, luminosos como la piel de una manzana de caramelo, tan llamativos que hacían morir de envidia a la Reina de Corazones.

Han pasado los años, y se siente cansada y vieja. Alicia se ha dado cuenta de que la admiración y la dedicación no tienen nada que ver con el amor. El sastre es un hombre trabajador, sí, y le ha dado todo, sí, y le admira, sí. Pero el amor es otra cosa. 

El amor era eso que sentía caer sobre su cuerpo en forma de lluvia fina que acariciaba su cabello y humedecía su rostro y sus brazos, cuando agitaba las ramas de los árboles en compañía del conejo. 

El amor era eso que se manifestaba como un cosquilleo alegre, que subía a lo largo de sus piernas hasta la cara interna de los muslos, cuando permitía que el conejo rodeara sus pantorrillas con los tallos de las hojas de la hiedra fresca, creando espirales imposibles. 

El amor era eso que aparecía escondido entre las antenas delicadas de los caracoles, que recorrían la piel de su vientre hasta la frontera de sus pechos, cuando el conejo los colocaba allí para celebrar una carrera olímpica de animales que llevan su casa a cuestas. Saboreaba el amor, y lo notaba dentro de su garganta al caer la tarde, cuando bebía con el conejo la melaza dulce de las campanillas gigantes, que crecían como una jungla rebosante de colores en el interior del bosque.

Alicia sabe ahora que, en realidad, siempre estuvo enamorada del conejo. Le recuerda bien. Sus ojos tiernos y locos de animal desorbitado, sus largas orejas como antenas de algodón de azucar, sus patas carnosas y mullidas y el tacto suave de sus mejillas febriles nunca la han abandonado. Añora tanto las tardes de correrías por el bosque y las escandalosas tertulias interminables del té de las cinco en compañía del conejo, que ha decidido dejar las telas, los patrones y los ovillos de hilo y salir corriendo para recuperar su vida.  

Carmen Barrios