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Ella, él y el conejo. |
Tras el largo paréntesis de las vacaciones pego un cuento sobre Alicia, una Alicia que se ha hecho mayor y que quiere recuperar lo que de verdad importa, lo que da sentido a su vida por encima de todas las trampas que ofrece la seguridad.
Es un relato sobre lo que significan el deseo y la libertad, y cómo se añoran cuando se han expulsado de la vida y se han sustituido por la monotonía del deber.
La fotografía que lo acompaña está realizada en una calle de Barcelona. Como siempre, uno de esos magníficos artistas urbanos ha estado ahí y se ha comunicado conmigo para ayudarme a crear este relato.
Tanto el cuento como la fotografía han sido publicados en la sección de cultura de la web de información www.nuevatribuna.es.
Alicia
Cuando creció, Alicia comenzó a sentir una
admiración muy grande por el sastre de su pueblo. Tanta, que se casó con él,
era lo normal. Confeccionaba las mejores casacas y los sombreros más bellos y
elegantes de la comarca. Su madre decía que el sastre era un hombre serio, que
pondría el orden necesario en su vida y la haría bajar de las nubes de una vez
por todas.
Y Alicia se dejó llevar. Ella veía que las
personas que acudían a la sastrería terminaban transformadas por completo. Como
si fuera cosa de magia, todo el que adquiría una casaca o un sombrero en el
establecimiento del sastre sufría una metamorfosis asombrosa, que le
catapultaba hacia un estado de dicha cerana al nirvana y salía de allí casi
levitando.
Sin embargo, en ella nunca se produjo semejante
milagro. Desde que Alicia atravesó el dintel de la puerta de la sastrería,
convertida en esposa del sastre, camina con los pies bien pegados al suelo y por
fin es una persona de orden, que trabaja y ayuda a su marido con dedicación, como
quería su madre, pero cuando intenta sonreír, le sale una mueca inexpresiva que
no se parece en nada a una sonrisa.
Hace ya bastante tiempo que no ríe. Sus ojos
están empañados por la luz artificial del taller del sastre: solo ven el tibio
sol de primera hora una vez cada siete días, los domingo por la
mañana muy temprano, cuando acude con su marido al oficio de la iglesia. Casi
todo su tiempo lo dedica a cortar telas, armar patrones, ordenar ovillos de
hilo y planchar las piezas ya confeccionadas. Cuando intenta una sonrisa, es
incapaz de dotar a sus labios de la flexibilidad necesaria para borrar de su
cara la rigidez que atenaza sus facciones. El perfil de su boca está cosida por
una hilera fina de arrugas, que parecen un festón de vainica doble. Ella, que
tenía los labios tersos y rojos, luminosos como la piel de una manzana de
caramelo, tan llamativos que hacían morir de envidia a la Reina de Corazones.
Han pasado los años, y se siente cansada y
vieja. Alicia se ha dado cuenta de que la admiración y la dedicación no tienen
nada que ver con el amor. El sastre es un hombre trabajador, sí, y le ha dado
todo, sí, y le admira, sí. Pero el amor es otra cosa.
El amor era eso que sentía caer sobre su cuerpo en forma de lluvia fina que acariciaba su cabello y humedecía su rostro y sus brazos, cuando agitaba las ramas de los árboles en compañía del conejo.
El amor era eso que se manifestaba como un cosquilleo alegre, que subía a lo largo de sus piernas hasta la cara interna de los muslos, cuando permitía que el conejo rodeara sus pantorrillas con los tallos de las hojas de la hiedra fresca, creando espirales imposibles.
El amor era eso que aparecía escondido entre las antenas delicadas de los caracoles, que recorrían la piel de su vientre hasta la frontera de sus pechos, cuando el conejo los colocaba allí para celebrar una carrera olímpica de animales que llevan su casa a cuestas. Saboreaba el amor, y lo notaba dentro de su garganta al caer la tarde, cuando bebía con el conejo la melaza dulce de las campanillas gigantes, que crecían como una jungla rebosante de colores en el interior del bosque.
El amor era eso que sentía caer sobre su cuerpo en forma de lluvia fina que acariciaba su cabello y humedecía su rostro y sus brazos, cuando agitaba las ramas de los árboles en compañía del conejo.
El amor era eso que se manifestaba como un cosquilleo alegre, que subía a lo largo de sus piernas hasta la cara interna de los muslos, cuando permitía que el conejo rodeara sus pantorrillas con los tallos de las hojas de la hiedra fresca, creando espirales imposibles.
El amor era eso que aparecía escondido entre las antenas delicadas de los caracoles, que recorrían la piel de su vientre hasta la frontera de sus pechos, cuando el conejo los colocaba allí para celebrar una carrera olímpica de animales que llevan su casa a cuestas. Saboreaba el amor, y lo notaba dentro de su garganta al caer la tarde, cuando bebía con el conejo la melaza dulce de las campanillas gigantes, que crecían como una jungla rebosante de colores en el interior del bosque.
Alicia sabe ahora que, en realidad, siempre
estuvo enamorada del conejo. Le recuerda bien. Sus ojos tiernos y locos de
animal desorbitado, sus largas orejas como antenas de algodón de azucar, sus
patas carnosas y mullidas y el tacto suave de sus mejillas febriles nunca la
han abandonado. Añora tanto las tardes de correrías por el bosque y las
escandalosas tertulias interminables del té de las cinco en compañía del conejo,
que ha decidido dejar las telas, los patrones y los ovillos de hilo y salir
corriendo para recuperar su vida.
Carmen Barrios
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