domingo, 21 de diciembre de 2014

La violencia contra las mujeres, como la gota malaya, no cesa



El relato que pego a continuación ha nacido de un poema ya publicado en estas páginas. Alude al tema de la violencia contra las mujeres, un hecho triste que no cesa, se repite con la cadencia dañina  y dolorosa de la gota malaya. Cada mujer que cae tendida sobre la tierra, como consecuencia de la violencia machista, es una herida que desgarra el corazón del cuerpo social. 

La fotografía que compaña el cuento se titula "Mujer en volandas" y la realicé en una calle de Lisboa, un día luminoso de primavera.

Tanto la fotografía como el relato han sido publicados en la web de información www.nuevatribuna.es en la sección de cultura.

Debajo pego el poema del que ha nacido este relato.

Náyade. (relato nacido de un poema)

 Hay palabras hermosas cuyo significado nunca aprendemos a conocer del todo, que se pegan a la superficie de los sueños como el caramelo derretido a la piel de una manzana colorada. Eso es lo que le pasó a Lina con la palabra “Náyade”. Desde que podía recordar, esa palabra estaba unida a ella. Las náyades llenaban sus ensueños de la infancia, cuando se reconocía entre las ninfas suaves y mágicas como una más. Se veía emerger sin esfuerzo del interior de un lago de aguas plateadas, como uno de esos seres mitológicos que pueblan los cuentos milenarios. Se imaginaba como una náyade de cabellos largos y negros, envuelta en pétalos de nenúfar, siempre ágil y rodeada de alegres truchas viajeras y escurridizas.

Las ninfas y las truchas jugaban alegres en los remolinos de los ríos que inundaban su fantasía de niña, dando vueltas y más vueltas como molinillos agitados por la mano del viento. En ocasiones, cuando despertaba de sus sueños salía de las sábanas empapada y con la cabeza ocupada por un mareo persistente, como si de verdad hubiera pasado toda la noche sumergida en un carrusel de espuma a lomos de las aguas. Tenía la misma sensación que los marineros cuando pisan tierra después de llevar varios días embarcados, sufren un mareo que les mueve el suelo bajo los pies como si todavía pisaran la cubierta de un barco.

El paso del tiempo, que todo lo trastoca, fue borrando poco a poco el rastro de estos sueños mágicos.

Desde que se casó, las noches de Lina están ocupadas por una realidad negra como la boca de una sima perdida en lo más profundo de las aguas, que se traga su cuerpo derrotado hasta la madrugada y lo escupe agotado y cubierto por una baba espesa y pringosa al tocar el alba. 
Cuando se tiende en la cama, permanece rígida e inmóvil como el esqueleto seco de una jibia, para intentar pasar desapercibida. Un miedo recurrente la visita cada noche y la mantiene atenta a todo lo que sucede a su alrededor, pendiente del menor gesto, del mínimo crepitar de las sábanas, del ínfimo movimiento del individuo que yace a su lado, pero nunca alcanza a evitar el tormento. Él se obstina en poseerla por la fuerza abrigado por la oscuridad, succionándola hasta engullirla dentro de su cascarón, áspero y oscuro como la piedra de pizarra. Su marido se transforma cada noche en un mejillón de río, un ser bivalvo que coloniza su cuerpo y se adhiere a ella con el vigor penetrante de un parásito.

Lina se ha dado cuenta demasiado tarde de que una náyade ha vuelto a ocupar sus noches, pero esta náyade de su edad adulta nada tiene que ver con aquéllas ninfas alegres de su infancia. Ella se ha convertido en el alojamiento estable de un huésped abusador, que lastra sus tobillos con la pesadez de un yunque y la mantiene sumergida en el fondo de un río invadido por el lodo, del que ya no puede salir a la superficie ni para exhalar un poco de aire.


Nayade 
Tengo la cabeza ocupada por Náyade.
¿Es una o un?
Deseo que Náyade
sea ninfa del río,
como en un cuento mitológico,
un ser frágil, ágil, suave, mágico.
Pero no lo es.
Es un parásito,
un huevo alojado en las branquias de un pez,
que torna en concha negra
y se prende al lodo del fondo del río.
Náyade
no es un ser frágil, ágil, suave ni mágico.
Náyade es Náyade.
Una palabra hermosa
empapada de realidad.

viernes, 14 de noviembre de 2014

Duelo entre la risa y el miedo

Dar el salto








La sátira y la burla, la risa, "cuando lo impregnan todo permiten una liberación del alma que invita a torcer el brazo del miedo y puede, incluso, llegar a alterar las relaciones de dominación". De eso va el cuento que pego hoy, de la fuerza de la sátira para cuestionar el poder y de cómo reacciona este.

En mi cuento, como, por desgracia, tantas veces en la vida (solo hay que echar un vistazo a lo ocurrido en México con los 43 muchachos estudiantes de magisterio asesinados, hecho que inspira este relato), el poder reacciona perdiendo la razón y ejerciendo la más brutal de las represalias, tan brutal que puede servir de catalizador de un cambio, que no sería posible si la semilla de la rebelión no estuviera ya sembrada. 

La fotografía que lo acompaña la realicé en una calle de Madrid, retraté uno de esos cierres metálicos cargados de señales, que a menudo pasan despercibidos a nuestros ojos. Si tenemos la suerte de saber profundizar con la mirada podemos encontrar toda una maravillosa fuente de expresión en cualquier rincón de nuestras calles. 

Tanto el cuento como la fotografía han sido publicados en la web de información www.nuevatribuna.es en la sección de cultura.


Libreto satírico

“El muñeco” fue el primero en caer abatido sobre el fango pringoso de la fosa. Como una marioneta a la que hubieran mutilado de un tijeretazo limpio, su cuerpo se aflojó sin resistencia cuando una bala le rompió el corazón, abriendo un orificio bruno a la altura del bolsillo izquierdo de su camisa, por el que penetró la muerte para evacuar su vida durante el tiempo que se tarda en emitir un suspiro.

“El muñeco” era conocido por una afición a las representaciones clásicas que nadie entendía, porque a su rostro redondo como el de un bebé de juguete no le iban nada bien los personajes graves y solemnes del teatro shakesperiano que se empeñaba en representar. Hasta que un día, cambió de registro. Llevó al escenario un libreto satírico que sorprendió a todo el mundo.

El éxito desbordó a “El muñeco” y a sus compañeros del grupo de teatro de la escuela superior, causando un regocijo exultante entre sus vecinos que competía con el nacimiento de un eco mortal de ira entre los integrantes del Cártel de la Comarca Alta.

El libreto satírico de “El muñeco” contenía un mensaje sencillo pero liberador, espontáneo y franco como la risa de un niño, que se propagó entre las gentes con la eficacia de un virus. Los diálogos de la obra se repetían en los corrillos de los bares y de las plazas como si se tratara de los versos del más popular de los corridos. Palabras y expresiones que llevaban lustros sin escucharse, que estaban proscritas por la presión de las circunstancias impuestas por un poder en la sombra, pero salvaje, volvieron a escucharse con un tono jocoso y socarrón, el tono de la sátira y de la burla, que cuando  lo impregna todo permite una liberación del alma que invita a torcer el brazo del miedo y puede, incluso, llegar a alterar las relaciones de dominación.

Los integrantes del Cártel de la Comarca Alta comenzaron a notar a su paso el zumbido de un desprecio agudo, celebrado entre risas, eso sí, que interpretaron como lo que significaba.

En una reunión presidida por un temor antiguo, que se resiste a los cambios, sentenciaron a muerte al grupo de osados comediantes capitaneados por “El muñeco”.

Cuando finalizó la que iba a ser la última de las representaciones del ya triunfal libreto satírico, los jóvenes se evaporaron. Pasaron de las tablas del teatro a cavar sus propias fosas en la vereda de un monte desmochado.

Todo sucedió muy rápido, en una noche pastosa, salpicada por una llovizna que terminó en tromba, desaparecieron para siempre veintitrés muchachos en un infierno de fango que devoró sus cuerpos, pero que no pudo ocultar semejante evidencia del horror. 
El hueco profundo e insondable de tantas ausencias alumbró el principio del fin de una era de pánico, dominada por el poder del código del silencio.

Carmen Barrios

viernes, 26 de septiembre de 2014

Los árboles de Madrid mueren de melancolía

Lágrimas rojas

























Los árboles de Madrid tienen una extraña enfermedad. Este verano se suicidaron dos ejemplares aplastando en su caída a dos ciudadanos, uno en el parque de El Retiro y otro en el distrito de Vallecas. Además, en algún que otro barrio han caído más árboles sin causar víctimas, afortunadamente. 

Los jardineros madrileños alertan de que el estado de los árboles de la capital no es bueno. Y no lo es, como tantas otras cosas, debido a los recortes, que también están afectado al estado de la floresta, que se cuida poco, porque no hay personal suficiente, se riega mal y no se vigila con el cuidado y el mimo que se requiere. Como en tantos otros asuntos importantes en nuestra ciudad, el equipo de gobierno municipal, con su alcaldesa al frente, ni se inmuta. Deben pensar que obviando los problemas se van a solucionar solos o que simplemente dejan de existir. 

La muerte de los árboles es una metáfora sangrante de lo deteriorada que está Madrid, cuyas calles están sucias e incluso algunas huelen mal y muchos parques se ven abandonados. Los mandatarios madrileños solo limpian las calles comerciales, porque conciben el espacio urbano como una gran centro comercial y no como un lugar para la convivencia de los ciudadanos.

Las informaciones aparecidas sobre el desplome de los árboles me sugirió el relato que pego a continuación.

La fotografía está realizada en una calle de París. Me venía muy bien la imagen de este joven que llora lágrimas de sangre, ante una  señal de prohibición de paseo de viandantes. Muchos madrileños estamos a punto de llorar lágrimas de sangre al contemplar el estado de abandono y de desidia que tiene nuestra ciudad. 

Urge un cambio, sería de agradecer a todas la izquierdas de este Madrid, que se pusieran de acuerdo para Ganar Madrid y arrebatársela de una vez a esta derecha depredadora, privatizadora, neoliberal, desidiosa y meapilas que nos gobierna.

Tanto la fotografía como el relato también han sido publicados en la web www.nuevatribuna.es en la sección de medio ambiente.


Va el relato:

LA CIUDAD EN LA QUE MUEREN LOS ÁRBOLES



La ciudad en la que fallecen los árboles tiene la piel de las aceras tatuada con millones de hojas muertas, que caen abatidas sobre el asfalto como los cabellos de los enfermos terminales, sin que medie el esfuerzo del viento. Los árboles comenzaron a enfermar cuando se olvidaron de ellos. Las calles, los parques y las plazas ofrecen un aspecto deslucido y sucio, y están teñidos por el color gris de la desidia. Los humos tóxicos, que vomitan vehículos y chimeneas, impregnan el ambiente de una brisa espesa, que se pega a cualquier superficie como el tul de una mortaja.

Los más viejos recuerdan que un día anodino y sin fecha apareció caído el árbol más longevo de la ciudad, un ciprés tetracentenario situado en el centro del cementerio de las personas ilustres. Nadie conoce las razones por las que cayó el ciprés, pero el hecho cierto es que ese magnífico ejemplar se desplomó sin previo aviso sobre las tumbas desgastadas, causando un caos de raíces resecas, tierras removidas y lápidas reducidas a cascotes justo a la hora en la que se ocultaba el sol.

El derrumbe del ciprés tetracentenario marcó el inicio de una era de pánico en la ciudad. Desde entonces, miles de árboles sufren el mismo destino dramático que el ciprés del cementerio, se desmoronan desde sus alturas sin avisar, sin contar con nadie, originando desastres continuos y muertes de ciudadanos por aplastamiento en una sucesión de bajas forestales y humanas, que nadie entiende.

La ciudad se ve triste y desangelada, anegada por las ausencias, como si fuera el decorado de una película que ha sido sentenciado hace décadas al abandono. Las gentes evitan caminar por las calles, y si no tienen más remedio que salir, lo hacen con celeridad, corriendo de portal en portal para evitar pasar cerca de cualquier árbol. Los ancianos y los niños han dejado de frecuentar los parques y los jardines, que recuerdan el escenario yermo de una batalla, con ejemplares abatidos y con las raíces desnudas como tripas resecas, expuestas al viento sobre una cuenca de tierra revuelta.

Los árboles que permanecen en pie han entrado en un estado de letargo indolente. Como si estuvieran en un otoño perpetuo, sobreviven con las copas y las ramas calvas y sin hojas ni brotes que testimonien el mínimo atisbo de vida.

Un grupo de jóvenes ha comenzado a hacerse preguntas sobre tanta muerte arbórea y humana sin sentido. Han exigido a los mandatarios municipales, que hacen como si nada, que averigüen qué les sucede a los árboles, por qué han renunciado a renovar su vestuario cada primavera y caen desplomados cuando menos se espera.

La primera reacción de los mandatarios fue meter la cabeza debajo de los papeles, escondiéndose en sus despachos como topos temerosos ante el avance de la luz. Pero los jóvenes no han dado tregua, y las autoridades municipales han tenido que buscar soluciones ante la turba de personas que ha acudido a manifestar su indignación a la puerta del Consistorio.

Finalmente se ha contratado a un equipo de especialistas en botánica, que tras tomar muestras de los ejemplares que todavía están en pié y analizar con cuidado la situación en la que se encuentran, han dado su diagnóstico: la floresta sufre, tiene estrés, no se siente querida, ni atendida, no se podan sus ramas, no se abona ni se riega su suelo como se debe, sus hojas respiran malos humos, y para colmo, los niños y las niñas ya no juegan al corro de la patata rodeando sus troncos centenarios ni los enamorados registran en sus cortezas el testimonio eterno de su amor.

Los botánicos afirman con inquietud que los árboles no están físicamente enfermos, y que por lo tanto no se caen, sino que se tiran, se suicidan, ponen fin a sus vidas, así, de repente, como se hacen estas cosas, sin previo aviso.

Los botánicos han concluido que la enfermedad de los árboles tiene nombre: se denomina Melancolía.

Carmen Barrios



miércoles, 3 de septiembre de 2014

Náyades en las paredes

Mujer en volandas


























Esta "Mujer en volandas" acudió al objetivo de mi cámara una tarde de junio, mientras paseaba por una calleja de Lisboa. Me llamó la atención, porque parecía una Ninfa de los bosques suspendida en la pared de un edificio en ruinas. Me gustó su fragilidad, y su ritmo de estática bailarina eternamente pegada a un muro condenado al derribo.

La poesía que acompaña esta fotografía habla de la tensión perpetua entre el poder de la magia y el mazazo de la realidad. 

Imagen y poesía vuelven a caminar unidas, para dar coherencia a la expresión de un run run que se debate a menudo en nuestras mentes.


Náyade

Tengo la cabeza ocupada por Náyade.
¿Es una o un?, 
me preguntas tu,
mientras mi mirada 
coquetea con el brillo sonrosado del ocaso.


Deseo que Náyade
sea ninfa del río,
como en un cuento mitológico,
un ser frágil, ágil, suave, 
mágico.
Pero no lo es.

Es un parásito,
un huevo alojado en las branquias 
de un pez,
que torna en concha negra
y se prende 
al lodo del fondo del río.

Náyade
no es un ser frágil, ágil, suave 
ni mágico.
Náyade es Náyade.
Una palabra hermosa
bañada de realidad.



domingo, 13 de julio de 2014

Poema de la hora dulce

Contorno de luz










Estoy aquí

Hoy estoy aquí,
un poco yo,
un poco tú.

Hoy estoy aquí,
un poco pies pequeños,
un poco manos grandes.

Hoy estoy aquí,
un poco trenzas,
un poco barba.

Hoy estoy aquí,
un poco nalga,
un poco pierna.

Hoy estoy aquí,
un poco miel,
un poco crema.

Hoy estoy aquí,
un poco dentro,
un poco fuera.

Hoy estoy aquí,
en la hora dulce
del espacio lento.

miércoles, 9 de julio de 2014

Tentación





 Pego un poemita sobre la tentación con su foto.
Marilyn



Tentación


Tentación acaricia
mi estado de realidad,
con la yema de los dedos
dibuja la frontera de mi indecisión.

Cubre mis labios
con la luz azul de las ensoñaciones,
los humedece,
y salpica de dudas
el hueco de mi libertad.

jueves, 26 de junio de 2014

Una carta y una petaca de licor para la anciana Dolores


Dolores se mece sobre el río






El cuento que pego a continuación es una historia de amor, de ternura y de espera. Es también un relato sobre la derrota en el pasado y la determinación para sobreponerse a ella en el presente. 

Cuento una historia totalmente ficticia que se me ocurrió viendo la fotografía de una petaca de licor del ejército rojo, que me mostró un amigo. La había sacado en un mercadillo de Palermo, y cuando la vi, comencé a imaginarme una vida para esa petaca de licor de un soldado ruso en Europa. Como tengo querencia por los asuntos relacionados con nuestra memoria, situé a mi soldado ruso en la guerra civil española, un brigadista en el lado de los buenos, el de los republicanos, que es mi lado, el lado de los míos, el lado de los que defendían la legalidad democrática, el lado de la dignidad, el lado de la igualdad, de la justicia y de la libertad. 

La fotografía la saqué en Praga, en un atardecer suave en uno de esos puentes maravillosos sobre el río. Me ha parecido que podría ser un retrato imaginario de Dolores, una de las protagonistas de mi cuento.

Tanto el cuento como la fotografía han sido publicados también en la web de información www.nuevatribuna.es en la sección de cultura.


La petaca

Manuela lleva una semana arrastrando los pies para acudir al trabajo. La han escogido para hacer inventario en la sede central de Correos, un edificio histórico con aires de fortaleza que ha sido vendido a una gran compañía del sector de las telecomunicaciones. En un principio no le pareció mal pero, desde que le anunciaron que tenía que bajar al sótano del edificio con el auditor para catalogar con detalle lo que allí queda, una desazón áspera como una roncha enrojecida se instaló en la boca de su estómago formando una corona de ascuas. Siempre que su úlcera arde sabe que algo extraño está a punto de suceder. Este trabajo ya resulta para ella una labor penosa en sí, porque certifica la venta de Correos al sector privado y estampa el sello de liquidación a una lucha que todos han perdido, como para encima tener que soportar los rigores físicos de una dolencia que, en su caso, siempre ha estado asociada con la llegada a su vida de acontecimientos inevitables, que suelen torcer el presente y volver su mundo del revés. Para colmo, el sótano de Correos es un lugar poco frecuentado y sobre el que se cuentan historias fantásticas y raras.

Nunca había estado allí, ni sola ni acompañada, pero en cuanto el encargado de la auditoría y ella comienzan a avanzar por el largo pasillo, que desemboca en la sala principal, Manuela advierte que es un lugar singular. Con cada paso, mastica la sensación ácida de que allí planean las sombras de acontecimientos mal resueltos.

El sótano está a unos cuantos metros bajo tierra, parece una especie de búnker empotrado en el subsuelo a una profundidad que casi compite con las calderas del infierno. Su apariencia lúgubre y su decrepitud se ven multiplicadas por una iluminación muy precaria, tenue, que apenas alcanza para ubicar con claridad los límites del espacio y otorga a los escasos objetos, que se distinguen a duras penas, una apariencia incorpórea de siluetas espectrales en medio de un gran teatro oprimido por un raro vacío.

Al aproximarse a la pared del fondo, distinguen una estantería con archivadores. Cuando comienzan a retirar unos cuantos para ver su contenido se percatan de que el tabique tiene un hueco grande que comunica con otra sala. Deciden empujar la estantería con cuidado para acceder a ese lugar y, casi sin darse cuenta, caminan unos cuantos pasos hacia el más allá, hacia una etapa del pasado  que permanece secuestrado en el tiempo. La estancia es colosal y se encuentra llena de estantes ocupados por cartas y paquetes cubiertos por el polvo denso de una desolación que cuenta con más de medio siglo de olvido. Los objetos acomodados allí parecen pequeños cadáveres momificados, dispuestos en las repisas por orden alfabético y por fechas de recepción. Los matasellos oscilan entre 1938 y 1955 y todos tienen el sello de un águila imperial de gesto adusto y ojos carroñeros, sobre cuya cabeza reza el lema “España, Una, Grande, Libre”. Manuela y el auditor están atónitos, observan que muchas de las cartas provienen de cárceles o campos de reclusión e internamiento. ¿Qué hacen allí esas cartas todavía? ¿Es que nunca llegaron a sus destintatios? Se preguntan. En ese instante, ante sus ojos, se está desnudando una de las sentencias del olvido.

Manuela percibe con claridad la importancia de esas cartas. Allí parece que se amontonan miles de documentos que atestiguan la existencia de una voluntad cruel, encaminada a interrumpir la comunicación entre los vencidos y sus parientes, para infligir más miedo y desesperación, e introducir en las gentes la incertidumbre sobre el destino último de sus seres queridos. En esos anaqueles todavía duermen los relatos de miles de vidas al límite que no consiguieron tocar con sus palabras el ánimo de sus allegados para trasladar o encontrar un poco de consuelo y, sobre todo, para notificar cuál fue su destino.

A medida que digiere la magnitud del hallazgo, un dolor agudo, que pugna con todo ese tiempo malogrado, se clava en sus entrañas y mortifica a Manuela con la idea firme de que esas cartas y esos paquetes tienen que ver la luz, aunque sea con 80 años de retraso. En el interior de ese sótano respira todavía un número indeterminado de alientos contenidos y su deber es intentar recomponer el friso desbaratado de tantas historias silenciadas. Mientras Manuela se deja llevar por un susurro inaudible instalado muy dentro, que la impele a extender la mano y coger un pequeño paquete, el auditor de la compañía niega de forma insistente con la cabeza:

-¿Qué hace usted? ¡¡¡Eso ni tocarlo!!!, no es cosa nuestra. Damos parte y ya-, la increpa alterado mientras inenta sujetar la mano de Manuela con fuerza, mirándola inquisitivamente a los ojos, porque ha leído en ellos la extraña determinación que se ha apoderado de su subordinada.

Manuela, sin embargo, no le oye, solo se escucha a sí misma, a esa voz interior que la anima a actuar y al fuego de su estómago, que arde y que la impulsa con fuerza a desvelar el contenido de ese paquete. El remitente parece ruso, Pavel Mikhailov pone, la dirección desde la que está enviado es la de un campo de concentración, Castuera -en Extremadura- y su destinataria es una tal Dolores Aranda, C/ Olmo, 5, 2º-A, escalera principal; la fecha del matasellos es del 24 de julio de 1939.

Mientras lo abre con mucho cuidado, como si acariciara la mano diminuta de un niño recién nacido, comienza a sentir una desconocida sensación de melancolía antes de extraer lo que se oculta en su interior: una petaca de metal, recubierta de cuero negro, sobre el que resalta una estrella roja de cinco puntas y el símbolo del martillo y la hoz perfilado en relieve sobre el corazón de la estrella. Además, el paquete también contiene un papel doblado en cuatro, que parece una carta. Sin vacilar ni un instante, despliega el escrito y lo lee en voz alta para acallar las amenazas del auditor, que no para de gritarla que mantenga eso en su sitio, que se está buscando una sanción o incluso que la despidan, que su trabajo es otro, que no está allí para leer el correo, ni mucho menos para encargarse de eso, que es una irresponsabilidad, que si se ha vuelto loca, que…:

Mi querida Dolores, me apresaron hace unos diez días y tengo las fuerzas muy mermadas. En este campo, en Castuera, en La Serena, estamos recluidos miles de hombres hacinados y hambrientos, el calor es agobiante y la sed nos derrota. Por la claridad de esta carta, ya te habrás dado cuenta de que no la escribo yo, ya sabes lo torpe que soy todavía con el español. Un capitán de artillería me está haciendo el favor de poner estas letras en claro para que sepas que sigues en mi corazón, que el recuerdo de tus ojos profundos acariciando mi alma y de tus manos suaves sobre mi vientre es lo más valioso que me llevo de este viaje por una vida que me ha dado la satisfacción de sentir que he hecho cosas que merecían la pena, como entregarme a ti y a la lucha por la libertad de esta tierra. Sé que todo acabará pronto, este recinto es un moridero. Por eso quiero pedirte que sigas, que no te rindas, que continúes, que camines y que no te detengas, y siempre riendo, con los ojos y con la boca, con el corazón y con las manos, ya sabes cuánto me gusta tu risa. Te envío lo único que me queda, esa petaca en la que te di a probar, por primera vez en tu vida, un trago de vodka que te supo a fuego del infierno, pero que transformó tus mejillas en dos soles abrasadores y alegres en medio de tu rostro. Por favor, guárdala, así siempre que poses tus labios en su boquilla los sentiré como besos de seda sobre mi propia boca”. Pavel Mikhailov, 22 de julio de 1939.

Cuando termina de leer, el auditor ya se ha perdido camino del ascensor. Manuela permanece muy quieta durante algunos minutos, como si pudiera ver la silueta de Pavel sin fuerzas casi para sostener el último aliento, reclinado sobre el hombro del Capitán de artillería que le hacía de amanuense. Comienza a respirar hondo para calmar las brasas de su estómago y es consciente de que la única forma de aplacar el vértigo que la invade es cumplir con el rito que fue interrumpido tantos años atrás: entregar esos paquetes en su destino. Empezará por el que sostiene en las manos.

Es casi media mañana cuando sale a la calle con el paquete de Pavel bien resguardado dentro de su bolso y camina con la ligereza de quien sabe que, por una vez, puede suavizar un daño suspendido en un limbo del pasado.

Sobre la una del medio día llama al timbre del 2º piso del número 5 de la calle del Olmo. Una voz femenina le abre la puerta del portal después de escuchar parte de su relato y asegurarle que sí, que esa es la casa de su abuela Dolores. Cuando alcanza el descansillo del segundo piso una mujer de unos cuarenta y cinco años, alta y con la piel muy clara, la espera en el rellano. Manuela se presenta, le tiende el paquete y ella la invita a pasar.

- Pase, pase, por favor, pase y siéntese –le dice mientras le indica el sofá con una expresión entre alegre y expectante-. Voy a buscar a la abuela, que está en su cuarto, es muy mayor, ¿sabe?, pero tiene una salud de hierro…y un ánimo…, fíjese, acaba de cumplir 98 y está tan fresca…y dice usted que le trae un paquete fechado en 1939. ¿Está usted segura?
Y, mientras Manuela le tiende el paquete para que ella misma lo vea, exclama:-¡¡¡qué barbaridad!!!, pues sí que ha tardado en llegar el paquete…pero parece que ha sido abierto…

-Sí -se apresura a explicar Manuela- cuando encontramos toda esa correspondencia almacenada allí, en una especie de cuarto grande del sótano de la central de Correos, no sé, un impulso que no pude controlar me llevó hasta este paquete y, tras ver su contenido y leer la carta de Pavel para su abuela, que está dentro, perdóneme, pero no lo pude evitar, me asaltó una emoción enorme y… en fin, que decidí que este reparto histórico tenía que llegar a su destino,...yo, en fin, que no sé…

-Sí, sí, la comprendo, no se preocupe, a mi me habría pasado algo parecido…bueno voy al cuarto de la abuela, a ver si la ayudo a salir –afirma mientras su voz se pierde al fondo del pasillo.

Al poco rato aparece en el salón llevando de su brazo a una anciana sonriente, de rostro casi transparente, que la saluda estrechando su mano con parsimonia y mientras se sienta en una butaca, que la sujeta muy derecha, comienza a expresarse con calma:

-Señorita…dice mi nieta que trae usted un paquete para mi…de Pavel…Pavel…Pavel…,¿está segura?

-Lo puede ver usted misma -asegura Manuela mientras le tiende el paquete-, también hay una carta para usted, que va dentro.

La anciana se coloca sus gafas y lee el remite repitiendo el nombre de Pavel varias veces, como si cada repetición le permitiera dibujar en su mente una parte del rostro del ruso hasta recomponer su estampa por completo. Cuando sus manos liberan la petaca de su tosco envoltorio una sonrisa juvenil, como de niña pillada en falta, ilumina toda su cara y por un momento parece que Dolores ha vuelto a los veinte años. Le pide a su nieta que lea la carta en alto, porque tiene los ojos empañados por un brillo de emoción que actúa de velo y, según confesa, las palabras navegan sin control sobre el papel como si fueran barquitos de vela. Escucha con atención cada frase. Cuando su nieta concluye se ha declarado un incendio en sus mejillas, que están teñidas por un rojo intenso, tal como describía Pavel en su carta.

-Ya sabía yo que era imposible que Pavel me hubiera abandonado,...ya sabía yo que era imposible…lo sentía muy dentro, siempre lo he sentido pegadito aquí, a mi lado, siempre a mi lado –expresa con sosiego, mientras entorna los ojos para posar sus labios en la boquilla de la petaca con mucha placidez, como si en ese acto se estuviera fundiendo en un largo beso con su amante ruso.

Carmen Barrios.