sábado, 13 de abril de 2013

De fantasmas y vidas robadas



El relato que pego a continuación habla de fantasmas y vidas robadas. De personas que se evaporaron al nacer, que fueron robadas a sus madres para comerciar con sus vidas. 

¿Puede existir un hecho más cruel que arrebatarle el hijo recién nacido a una mujer y decirle que ha muerto?

Miles de familias españolas han abierto un proceso de búsqueda de sus hijos, búsquedas complicadas porque es un largo proceso de robos que se remonta mucho en el tiempo. 

Esta práctica comenzó tras el final de la guerra civil robándole los hijos a las presas republicanas con el fin de reeducarlos. Después, continuó como un negocio del que se lucraban una red de médicos sin escrúpulos y monjas que les ayudaban. Los últimos casos registrados son de robos realizados a medicados de los años 80 del siglo XX.

La fotografía que acompaña el relato está tomada en una calle de Madrid y remite a todos esos pasos que están dando las madres y los hijos e hijas para encontrarse.

Tanto el cuento como la fotografía han sido publicados en la web 
de información www.nuevatribuna.es en la sección de cultura.


La mujer que ha visto un fantasma

La mujer que ha visto un fantasma llega a su casa con la duda clavada como un puñal en el centro de su pecho y una expresión inconfundible de dolor marcada en el rostro. Mientras deja las llaves encima de la repisa que hay sobre el aparador del salón mantiene un diálogo consigo misma que la impedirá pensar sobre ningún otro asunto que no sea lo que acaba de ver en el autobús.

La mujer que ha visto un fantasma recuerda a la perfección el cuello del hombre que iba sentado en el autobús en la fila de delante de ella. El espacio comprendido entre el perfil donde finalizaba el lóbulo de su oreja y nacía el cuello de la camisa ha conectado su memoria con el paisaje eterno que ha identificado a los varones de su familia durante generaciones. El pequeño trozo de piel que ha tenido delante de sus ojos durante el recorrido mostraba una marca con la forma de una pequeña hoja de perejil que si no fuera por su color marrón oscuro, típico de una huella en la piel de nacimiento, parecería el adorno alegre de una receta culinaria.

La mujer que ha visto un fantasma es madre de dos mujeres que le alegran la vida. Pero tenía enterrado en un hueco de su memoria, tran profundo como una sima en el mar, la carita enrojecida y llorosa del primer hijo que parió: un varón que no sobrevivió a su primera noche en este mundo. El muchacho fue su primogénito y la hermana Sor María, que la atendió durante el alumbramiento, le dijo a la mañana siguiente que había muerto por un problema respiratorio. A ella le costó creerlo, porque en el momento del parto escuchó a su hijo saludar la vida con un llanto firme y lo vio bien estirado boca abajo, sujeto de los pies por las manos recias del médico, fuerte como el tallo fresco de un olivo. Pero después le mostraron su cuerpecito desmadejado, envuelto en una manta de tonos crema de hospital, y le pareció tan vulnerable e indefenso que consumió sus dudas entre el cansancio y las fiebres del posparto.

La mujer que ha visto un fantasma ha rescatado de las profundidades de su memoria el recuerdo que más le duele, la carita enrojecida y llorosa de su hijo al nacer, adornado con una marca en su cuello con la forma de una pequeña hoja de perejil, la huella de nacimiento que ha identificado a los varones de su familia durante generaciones.

La mujer que ha visto un fantasma ha comentado muchas veces con sus hijas el rosario de noticias sobre niños robados al nacer que llenan los telediarios y los periodicos y ahora se siente sacudida por la misma angustia vital que ha visto retratada en los rostros de las familias que sospechan que han podido ser víctimas de un hecho tan cruel.

La mujer que ha visto un fantasma ha llegado hoy a su casa con la duda clavada como un puñal en el centro de su pecho, una duda que comienza a ahogarla en el pozo infinito de los sucesos inexplicables. Se repite a sí misma que el hombre que ha visto en el autobús con la huella inconfundible de una pequeña hoja de perejil es imposible que sea su hijo. Si lo fuera, sería el primer varón de su familia, adornado con el código de caducidad de la hoja de perejil, que supera la edad de quince años.

La mujer que ha visto un fantasma mantiene una expresión inconfundible de dolor marcada en el rostro, porque se da cuenta de que lo único que puede hacer para poder digerir sus dudas es recorrer el mismo camino todos los días hasta dar con el hombre del autobús. Hoy ha entrado a formar parte del grupo de todas esas familias que sospechan haber sido víctimas de un hecho muy cruel y su deber es buscar la verdad, aunque piense que son muy remotas las posibilidades de que el hombre que ha visto en el autobús sea su hijo.
Carmen Barrios