domingo, 8 de abril de 2018

El pis del jengibre




Mirar desde la piedra




























Pego un relato un poco surrealista, de esos que a veces fluyen desde las entrañas de una, acomodando las palabras lo mejor posible para favorecer el entendimiento. La materia de los sueños tiene un acomodo difícil en el papel en blanco, que es real y se puede palpar con las yemas de los dedos. El papel digital es otra cosa, permite plasmar las idas y venidas de las imaginaciones con mayor holgura experimental.

La fotografía que acompaña el relato es también confusa, es como si la piedra quisiera hablar con los ojos. En realidad la ciudad nos mira desde dentro, a través de esos ojos de cemento que son testigo de tantas realidades confusas y desesperadas o no. Capturé esta imagen en una calle de Madrid, la ciudad que amo y que me habla desde cada uno de sus rincones. No deja de sorprenderme cuando camino.

Este relato ha sido publicado también en la web www.nuevatribuna.es en el siguiente enlace: http://www.nuevatribuna.es/articulo/cultura---ocio/el-pis-del-jengibre/20180409145218150629.html


El pis del jengibre


Desde el día del mazazo se aficionó a las infusiones de jengibre. Lo tomaba para mear la desdicha y la pena, para deshacerse de los mocos pringosos que inundaban su cabeza con una ponzoña que le impedía alzar la vista. Acudió a la reina de las palabras para que la ayudara a sanar. Era una experta en enseñar a digerir las vivencias vestidas de crueldad, que se atascan en el organismo y son capaces de provocar un daño hondo como una sima.
La reina de las palabras le aseguró que para curar su dolencia tenía que vomitar frases enteras, palabras y más palabras, deslenguarse por la boca para sacar el último hilo de la madeja que comprimía sus entrañas hasta quitarle el aliento, y tomar litros y litros de caldo de jengibre:  “Las infusiones de jengibre son mano de santo, sirven para todo, lo mismo te activan la circulación y las defensas que te ayudan a expulsar la rabia y la locura en forma de meados”…jajajajjajaj se rió ella por primera vez desde la hora del desastre al oír eso… “lo digo en serio, insistió, ya verás lo bien que te sienta”.
Ahogar las penas en jengibre en lugar de hacerlo en alcohol, jajajaj, tenía su gracia, pensó. En cierta forma podía servir para guardar el equilibrio en un camino de alambre impuesto desde la unilateralidad de todo lo incomprensible. “Si me obligan a transitar por una soga que atraviesa un abismo que me puede tragar -se dijo- mejor hacerlo guardando el equilibrio y ligera de humores”. Esa fue una de sus primeras reflexiones tras el desastre.
El desastre, la naturaleza del desastre, era lo que no comprendía. En todo caso, no iba a caer en la provocación y el camino fácil que allana el odio. En su educación emocional el odio era un sentimiento ausente, nunca le enseñaron a odiar. ¿Para qué servía odiar? Su abuela siempre decía que el odio es un arma destructora de ida y vuelta, una vez que se es capaz de odiar, se instala dentro del cuerpo como una enfermedad incontrolable, que puede volver a brotar en cualquier momento, para retornar como un bumerán furioso y cortar la propia cabeza. Aplicando la sabiduría de su abuela, que tantas veces la había salvado, decidió que no estaba dispuesta a nadar en la piscina tibia y confortable del odio. Optó por comprender.
Comprender había sido su mejor arma desde la infancia. Encender todas la luces de su cabeza para alumbrar el camino por el que tenía que transitar quisiera o no. Tras el shock, se daba cuenta de que hay ocasiones en la vida en las que se extravía el rumbo de forma impuesta por un accidente del destino, y se entra en lugares extraños y no buscados. Son espacios pardos, plagados de detalles que se clavan como alfileres hiriendo las pupilas de la percepción de la realidad, espacios en los que anidan entes con disfraz de antiguos fantasmas, agazapados en el rincón más perdido e inexplicable del ser al que se ama y que en ocasiones raras pueden saltar encima sin previo aviso, para devorar la fuerza y arrastrarnos por un embudo del que solo era posible salir bebiendo toneladas de infusión de jengibre y recurriendo a las palabras.
Necesitas palabras para hilar un relato -le susurraba la reina- palabras para compartir, palabras para sanar, palabras solidarias en forma de caricias que ayudan, palabras desesperadas y lúcidas, palabras para enfocar la rabia, palabras para domesticar el odio, palabras para regar la vida que necesariamente tiene que venir, palabras que saben a jengibre y a veces se pegan en el paladar como frutos amargos, pero remontan la garganta y fluyen a través del cuerpo hasta llegar al filtro de los riñones, la herramienta que sirve para mear esos fantasmas que no son tuyos y eliminar así hasta la última gota de ponzoña.  
Cuando llegó a esa conclusión le entró la risa floja, drenar las desdichas a base de jengibre, eliminar la grasa del alma y del cuerpo, liberar la mente de mocos, restaurar las funciones del ánimo con el caldo de un tubérculo deforme. Lo deforme para restaurar lo conforme.
Mear océanos de jengibre tenía un encanto mucho mayor que dejarse caer desde la cuerda floja en la que se había convertido su vida de un minuto para otro y también era mucho más barato que acudir a un terapeuta. El pis elevado a la categoría de héroe que salva a la chica. El pis de jengibre para sanar el alma, para lavar la risa y que pueda volver a fluir.

Carmen Barrios Corredera