domingo, 16 de diciembre de 2012

Una pesada carga


Pego un cuento que no es un cuento, casi es la pura realidad, que supera tantas veces la ficción que sobrecoge. Esta semana leí una noticia en el periódico que me dejó helada, muda, sin aliento. 

La noticia ha dado paso a este relato corto que cuenta la historia de una mujer joven que decidió traspasar, o la obligaron a ello (eso no lo contaba la información) miles de límites físicos y seguramente psíquicos. Ella hacía la función de transporte de cocaína, su cuerpo fragil de mujer de veinte años era el propio recipiente del transporte. 

Llegó al aeropuerto de Barcelona en muy malas condiciones, porque la cocaína ya había pasado a su sangre.

En este mundo hay personas que tienen que perder la propia vida para intentar tener una mínima oportunidad de vivir, y se arriesgan y se juegan todo a una carta: la del comercio más brutal, en la que solo ganan los de siempre. 

La fotografía que pego con el relato la hice en una calleja de Nápoles y muestra la figura maltratada de una mujer con los brazos abiertos, completamente entregada a un destino, ¿a cuál?


Este relato corto ha sido publicado también en la web: www.nuevatribuna.es en la sección de cultura.


Con los brazos abiertos





Una pesada carga

La mujer joven que parece un cadáver tiene el pelo castaño y los ojos brillantes, con ese tipo de brillo que empaña la mirada de los enfermos cuando la fiebre supera todas las previsiones. Sale del finger que une su avión con el vestíbulo de llegada al aeropuerto de Barcelona pasadas las seis de la mañana hora española, y camina como si su cuerpo pesara una tonelada, igual que un paquidermo de doscientos años, aunque es ligera y frágil como una hoja de violeta. Atraviesa la puerta y llega a la cola de control de pasaportes un poco encorvada, pero intentando esbozar una sonrisa fresca.

La mujer joven que parece un cadáver andante viene de Colombia y oculta una carga demasiado pesada para aguantar un vuelo transatlántico. Es la primera vez que sale de su pueblo, un lugar pantanoso a orillas del Amazonas en el que la vida de las mujeres pobres vale menos que una moneda que da vueltas en el aire.

La carga que lleva oculta es demasiado pesada para un cuerpo tan frágil. Pesa tanto, que la mujer policía que está al cargo de la fila del control de pasaportes se da cuenta de que el encorvamiento en el cuerpo de la mujer joven no es normal para su edad.

La policía del control de pasaportes tiene un ademán firme, como una figura de acero dentro de su uniforme azul y ve el miedo y la desesperación en el brillo que empaña la mirada de la mujer joven. La aparta de la fila y la lleva a un cuarto contiguo donde se hacen los registros reglamentarios.

El cuarto para el registro es un lugar frío y sin ventanas, en el que solo hay una silla desnuda y una especie de camilla cubierta con una sábana blanca de las que se usan en las consultas médicas. La mujer policía comienza su trabajo y nota como la mujer joven tirita sin control mientas le hace el cacheo reglamentario. Cuando la policía del uniforme azul pasa su mano por el contorno del pecho de la mujer joven percibe que tiene un dolor que supera todas las previsiones, un dolor que galopa desbocado por el cuerpo de la mujer joven, que afloja las rodillas y está a punto de caer sobre el pavimento.

La mujer joven que parece un cadáver tiene que ponerse derecha y es obligada a desvestirse. Lo hace muy despacio, porque casi no puede mover los brazos y desabrocha los botones de la blusa amplia que la cubre con una lentitud que impacienta a la policía del uniforme azul. La blusa cae al suelo y la policía que parece una figura de acero dentro de su uniforme azul ve que en la parte baja del sostén de la mujer joven se atisba una gasa empapada de un líquido viscoso y rojizo que tapa una herida sin cerrar. La mujer policía la conmina a quitarse el sostén y al levantar la gasa con mucho cuidado descubre con horror cómo una especie de rebaba de bolsa de plástico asoma por la boca de la herida sin cerrar bajo los pechos de la mujer joven.

La mujer joven que parece un cadáver andante mira a los ojos de la policía del uniforme azul y sabe que está muerta, todavía más muerta que antes de subirse a ese avión, porque no podrá entregar la pesada carga que transporta en su interior, un kilo y 180 gramos de cocaína pura guardada en unas bolsas que simulan unas prótesis mamarias ocultas bajo la carne de sus pechos.

Carmen Barrios 





viernes, 30 de noviembre de 2012

Cuento para el inicio del invierno


Hoy pego un cuento sobre el maltrato. El 25 de noviembre fue el día internacional contra la violencia de género y como cada año miles de mujeres se concentraron en las plazas de España para recordar a todas las vícitimas de la violencia machista. Este año han muerto 56 mujeres a manos de sus parejas o ex parejas, en una cadencia de asesinatos y de violencia que no ceja. 

El cuento que va a continuación tiene un final poco habitual, lo sé. Pero necesitaba escribir otro final para la víctima de mi relato, porque tuvo una infancia feliz y parece de justicia que sacara las fuerzas necesarias para sobrevivir, de la manera que fuera. Este relato se ha publicado también en la web www.nuevatribuna.es, en la sección de cultura.

La fotografía que acompaña el relato ya la publiqué en este blog. La hice en Lisboa el invierno pasado y la mirada de esta mujer a través del cristal del tranvía es tan melancólica, tan sugerente, tan inteligente y tan evocadora que venía como un guante para ilustrar este cuento corto.


La mujer del tranvía

CUANDO ERA PEQUEÑA

Cuando era pequeña me encantaba recorrer el patio trasero de la casa de mi abuela en busca de dos viejas tortugas que conocían todos los secretos de la familia desde hacía generaciones. Al menos, eso contaba mi tío. Él decía que esos bichos ya estaban allí cuando era niño, y que tenían la misma conducta monótona, salían de vez en cuando a dar un paseo tranquilo por el patio y en cuanto se despistaba uno, ¡zas!, volvían a esconderse y no se sabía de ellas en mucho tiempo, tanto que se le olvidaba a uno que existieran. Eso contaba mi tío.

Cuando era pequeña disfrutaba rebuscando en el arcón de la habitación de mi abuela. Sobre todo me gustaba sacar la caja de los “Juegos Reunidos Geyper”. Cuando veía el rostro alegre y sonriente de ese niño que estaba allí dibujado en la tapa, con esas letras grandes sobre fondo amarillo, y sacaba los dados de colores, la ruleta resplandeciente, el parchís y la oca, me inundaba una alegría que me hacía cosquillas en los pies. “Juegos Reunidos Geyper”. Recuerdo muy bien cómo abrazaba la caja con fuerza, y corría hacia la mesa redonda de las faldillas de lana de color granate donde se sentaba mi abuela, con los pies bien calentitos al abrigo del brasero, para que jugara conmigo un parchís interminable. Yo siempre pensaba que la mesa camilla era muy rara, mientras las piernas ardían de calor, la espalda se quedaba fría y rígida como el mármol pulido a la intemperie, pero a mi abuela debía gustarle, porque se pasaba allí sentada, bien abrigadita, todos los días del invierno.

Cuando era pequeña me entraba una risita incontrolable cuando me dejaban acariciar a los cachorritos de la perra Pata. La perra Pata no era muy agraciada, era más bien fea, con las orejillas caídas, las patas cortas y el cuerpo en blanco y negro, con manchas más propias de una vaca que de una perra, pero miraba con unos ojillos dulces y brillantes, tan tiernos como los de señora mayor que ha vivido mucho. Era un animal dócil que se hacía querer, se dejaba montar a caballito y no rechistaba cuando la poníamos ridículos sombreros en la cabeza.

Cuando era pequeña me rodeaba un mundo amable, un mundo fácil, hecho a la medida de los niños, feliz, sin complicaciones.

El tiempo ha pasado lento como una maldición, y hace demasiado que dejé de perseguir tortugas. Dónde vivo no hay patio trasero, ni jardín, y mi tío y mi abuela solo existen en mi recuerdo. Cuando entro por la puerta de mi casa procuro no hacer ningún ruido. Soy sigilosa como una pelusa de salón, me desplazo casi levitando como los fantasmas por encima del parquet, porque no quiero importunar lo más mínimo al hombre que vive con migo. Se esfumaron los Juegos Reunidos a los que jugar a distraerse, me empeño tanto en pasar desapercibida que lo único a lo que aspiro es a que él no note mi presencia, esa es mi principal distracción. Tampoco acaricio a ninguna perra Pata. Y lo peor es que nadie me acaricia a mí. Desde hace años solo recibo los golpes y los gritos del hombre que está sentado en mi sofá. Mi piel está reseca y árida, curtida por el desamor y por la falta de cariño. El día en que me casé con ese hombre me quedé sola y desamparada para el resto de mi vida. Hoy he cumplido cincuenta años y he decidido dejar de sufrir.

Por fin él tiene todo el silencio que se merece.

Ahora, mientras contemplo su rostro rígido e inmóvil, apoyado en el reposacabezas del sofá, vuelvo a ver pasear a las tortugas por debajo de mis pies, la perra Pata se mueve en blanco y negro, toda zalamera, para que la acaricie y el cubilete amarillo de los Juegos Reunidos Geyper está ahí, tirado de nuevo sobre la mesa camilla de mi abuela. Pero nadie juega, todo está quieto.

Carmen Barrios.



viernes, 16 de noviembre de 2012

Cuento para el día de la protesta


Pego un cuento para conmemorar el día de la protesta más grande que ha conocido mi ciudad, Madrid. La jornada de huelga general del 14 de noviembre ha sido un día de protesta como hacía mucho tiempo que no se recordaba en Madrid y en muchas ciudades de España. Ciudadanos de todas las edades y condición han participado en la organización y en el apoyo a la huelga general y a las manifestaciones. 

Durante todo el día 14 los ciudadanos ocuparon las calles de las ciudades, clamando a voz en cuello en contra de los recortes y los retrocesos que quiere imponer la derecha en el gobierno. Las protestas y manifestaciones han sido pacíficas, solo enturbiadas por actuaciones provocadoras y desproporcionadas de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, como la carga policial que se produjo de madrugada frente a la sede de Lope de Vega de CCOO de Madrid, donde la policía llegó a entrar dentro de la sede del sindicato, persiguiendo y acosando a los integrantes de los piquetes informativos hasta el auditorio Marcelino Camacho en un acto indigno e intolerable de difícil encaje en un Estado de derecho democrático como el español.

Pego un cuento para conmemorar este día histórico y también una fotografía que tiene un punto amargo y melancólico, y que simboliza muy bien el momento en el que estamos, con seis millones de personas sin empleo y malviviendo,  pero a punto de salir del estatismo para romper las lunas de los escaparates y recuperar lo que nos están hurtando.

Muñequita linda



Un año antes de la protesta más grande…

Un año antes de la protesta más grande que ha conocido mi ciudad, la vecina del cuarto derecha preparaba deliciosas comidas en el colegio de la plaza. Los alumnos la adoraban, porque era una cocinera de sonrisa generosa con un talento exquisito para los macarrones con chorizo. Además, era especialista en el arte de escuchar. Sabía con exactitud la cantidad de canela necesaria para darle sentido a una conversación y cuánta azúcar poner en el corazón de los despechados de catorce años, por lo que siempre tenía candidatos de sobra para ocupar el puesto de pinche. 

Un año antes de la protesta más grande que ha conocido mi ciudad, los alumnos del colegio de la plaza acudían con normalidad a las clases y también a las excursiones programadas, tenían profesores de apoyo y calefacción en invierno en cada aula. Los días de música eran una fiesta para los oídos, porque las notas se colaban por todas las rendijas de la escuela y ayudaban a resolver con ritmo los problemas de matemáticas. La profesora de plástica construyó un móvil gigante y de colores brillantes con sus alumnos de tercero, que se colocó en medio del patio de la escuela para proyectar sombras de colores con los primeros rayos del sol de media mañana.  

Un año antes de la protesta más grande, los alumnos del colegio de la plaza celebraron una fiesta del otoño para recoger las hojas caídas en el huerto de la escuela y arropar las semillas de violeta con un manto fino de posos de café. Los más pequeños realizaron inventario de todo lo plantado y alertaron a su maestra de que en primavera no podrían disfrutar de la dulzura de las florecillas de té, pues las semillas se habían olvidado en un descuido de última hora.

Un año antes de la protesta, los profesores de apoyo cumplían la misión más delicada en el colegio de la plaza, pues debían sujetar con manos firmes y verbo templado al alumno que tropezaba y ayudarle a caminar con soltura por todas las veredas. En ocasiones, era preciso recurrir al valor y al ingenio del mismísimo Aquiles para despertar la atención de los muchachos, y conseguir que entraran en Troya bien resguardados en el vientre de un caballo de madera con las bridas cosidas con letras del abecedario.

Un año antes, los padres de los alumnos del colegio de la plaza tenían respaldo y confianza, y trabajo, y un hogar calentito, y armonía, y también tenían un centro de salud al que acudir si era preciso. Funcionaba el hospital a pleno rendimiento y el centro cultural de la Calle Mayor ofrecía obras de teatro los sábados por la tarde. Estaban despreocupados y apenas prestaban atención a las noticias que vaticinaban un desastre en las finanzas.

Un día antes de la protesta más grande que ha conocido mi ciudad, la cocinera del colegio de la plaza se encuentra sentada en la puerta de la sucursal de un banco. Lleva ocho días durmiendo allí, con otras veinte personas que están a apunto de perder su casa, igual que ella. Los alumnos del colegio de la plaza se acercan por las tardes a llevarle leche caliente con canela y ahora son ellos los que se han convertido en especialistas en el arte de escuchar. Hace varios meses que no enciende los fogones en el colegio. Su cocina se esfumó con todos sus enseres, la insignificante cifra de su salario fue tachada en el último presupuesto general del Estado, igual que el salario del profesor de apoyo, y el de la maestra de música. La profesora de plástica tuvo que emigrar a un país muy frío, en el que cuelgan carámbanos de sus móviles y ya no proyectan sombras de colores, porque el sol apenas se atreve a abrir las cortinas plomizas del Otoño para evitar que el invierno se cuele antes de tiempo.

El colegio de la plaza ya no tiene calefacción, fue tachada en la lista del mismo presupuesto general del Estado. El centro de salud y el Hospital se están fuera del presupuesto, pues se han vendido a precio de saldo al mejor postor del negocio sanitario y los niños del colegio de la plaza se han quedado sin atención médica, y sus padres también y sus abuelos, y el vecino del tercero, y el del sexto y el del quinto, y también Rosa, la florista, y todos y cada uno de los vecinos del barrio.

Un día antes de la protesta más grande que ha conocido mi ciudad los padres y los alumnos del colegio de la plaza se reunieron en el patio del centro. Tomaron la decisión de apoyar la protesta porque no quieren ver a la cocinera con talento para los macarrones con chorizo tendida sin casa en la puerta de un banco. No quieren prescindir del ingenio ni de la valentía de Aquiles. No pueden permitir que desaparezcan los profesores de apoyo, ni los de música y quieren que vuelva del frío la profesora de plástica. Exigen agua para regar el huerto del patio del colegio de la escuela y que el presupuesto del Estado vuelva a incluir la inversión en calefacción para las aulas. Igualmente reclaman que el centro de salud y el hospital vuelvan a ocupar su lugar en el presupuesto y mantengan las puertas abiertas para quien lo necesite.

El día de la protesta más grande que ha conocido mi ciudad todos los vecinos del barrio del colegio de la plaza han ocupado las calles y gritan muy alto para salvaguardar su propia dignidad.

Este cuento también ha sido editado en la web www.nuevatribuna.es

viernes, 26 de octubre de 2012

Historia de un desahucio


Hoy pego un cuento triste. Es triste porque está sacado de la realidad más cruda. Cuenta la historia de un hombre real, con nombre y apellidos, un hombre llamado José Miguel Domínguez que se ha suicidado en Granada, en el barrio de la Chana, justo antes de que le desahuciaran. No tengo que contar, que este hombre representa a muchos españoles asfixiados por los recortes, es un ejemplo extremo de la soledad, el desamparo y la pérdida de autoestima total a la que están llegando muchas personas a causa de la crisis. Una crisis que estamos pagando justo los que no la hemos provocado y que se está llevando por delante nuestro Estado social, nuestros derechos y muchas de nuestras esperanzas. Este relato tembién ha sido publicado en la web www.nuevatribuna.es en la sección de cultura.
Además he publicado un artículo sobre el tema titulado "Pagarás con tu vida" en la revista digital www.fundacionsistema.com en la sección "Al día".

La fotografía que lo acompaña está realizada en una fachada de Madrid, en la Calle de La Cabeza, y antes de que se rompiera el cartel que representa a Alfred Hitcot se podía leer: "Gracias por no pensar".







Una extraña sonrisa

El hombre que se ahorcó en el patio de su casa era moreno y estaba solo. Era un hombre de mediana edad y apareció así, ahorcado en el patio de su casa, una mañana de mediados de octubre. No había llegado a comenzar casi el otoño cuando decidió poner fin a su vida sin previo aviso.

El patio de la casa del hombre que se ahorcó está en Granada, en medio de un barrio muy popular que se llama la Chana. Todos los vecinos conocían al hombre que se ahorcó, pero nadie sabe las razones por las que lo hizo.

El hombre que se ahorcó en la Chana tenía una papelería en la que todos los días despachaba la prensa a los vecinos del barrio. Era conocido y popular, porque sonreía a menudo, con ese tipo de sonrisa jovial que conservan algunos solteros empedernidos.

La mañana de mediados de octubre en la que puso fin a su vida, fue el primer día en veinte años que el hombre que se ahorcó en la Chana no abrió su papelería. Los vecinos no pudieron comprar el periódico aquel día y se preocuparon sinceramente al ver el cierre del local echado hasta el suelo en plena mañana.

El hombre que se ahorcó en la Chana era conocido y popular, pero nunca hablaba de sus problemas. Por eso, nadie sabe las razones por las que lo hizo. Se ahorcó de repente, como se hacen estas cosas, sin previo aviso.

Los vecinos han llenado la calle de la casa del ahorcado, quieren acompañar a su hermano, que vive en la casa de enfrente y no oyó nada. 
Tampoco le oyó nunca quejarse de nada. Vivían uno frente al otro, pero el hombre que se ahorcó estaba soltero y era muy celoso de su intimidad.

Los vecinos comentan que el hermano del hombre que se ahorcó le encontró vestido con su mejor camisa blanca y con los pantalones que había llevado, cinco años atrás, cuando fue su padrino de boda. Los vecinos también comentan que su hermano le encontró colgando de la cuerda completamente estirado, descalzo y con una extraña sonrisa.

Cuando el juez estaba procediendo a levantar el cadáver, se presentaron en la puerta del patio de la casa de la Chana dos agentes de la ley, que venían a ejecutar una orden de desahucio. Los agentes pudieron comprobar con el juez que el desahuciado era el hombre que se ahorcó en el patio de su casa. Al registrar su cuerpo encontraron la orden de desahucio inminente guardada en el bolsillo superior de su mejor camisa blanca.

Ahora todos, hasta el último vecino de la Chana, conocen las verdaderas razones por las que puso fin a su vida el hombre que se ahorcó. Justo esta mañana de mediados de octubre cuando todavía no había llegado a comenzar casi el otoño.


 

domingo, 21 de octubre de 2012

Cuentecito otoñal


Pego un cuentecito otoñal que tiene un puntito de humor amargo y negro, como el presente. Es una historia contada con frialdad, la misma frialdad que domina estos momentos de crisis en los que muchas personas se buscan la vida como pueden, y terminan allá donde se lo permitan las circunstancias, ejerciendo sus habilidades en donde menos lo esperan. 

La fotografía que lo acompaña abusa de la simbología feminista, para delatar la fuerza y la honestidad que acompaña a aquéllas que se enfrentan a su destino con la mayor dignidad de la que son capaces. 


Manos de tacto de arena


Azul cobalto

La mujer de las manos suaves está a punto de llegar a su nuevo empleo. Estaba en el paro, perdió su empleo cerca de cumplir los cincuenta y cinco, y nunca, ni en el más loco de sus pensamientos hubiera podido imaginarse que encontraría una ocupación así. Durante casi veinte años ha sido profesora de matemáticas, y la idea de enfrentarse a su edad a un trabajo manual como el que le ha salido, le da un poco de vértigo.

Ella nunca ha trabajado con las manos. Es la primera vez que depende de ellas para ganarse la vida. Siempre ha confiado en su intelecto, comprobando de sobra sus buenas dotes para la enseñanza, y ahora se siente un poco sobrepasada por el paso que ha dado aceptando este empleo. Y además, está sorprendida, porque le han ofrecido un buen dinero, no creía ella que trabajar con las manos estuviera tan bien pagado. Necesita trabajar igual que la garganta del sediento necesita un buen trago de agua.

No era consciente de que tenía un gran potencial en sus manos, de que sus manos eran especiales hasta que se lo dijo su vecina, la del tercero izquierda. Una mujer marcada por la mala suerte, que ahora está completamente impedida. Se rompió los dos brazos al caerse de lo alto de una escalera mientras colgaba las cortinas del salón, o al menos es lo que ella cuenta.

La mujer de las manos suaves se quedó paralizada cuando su vecina le pidió que la sustituyera en su empleo, ocupando su puesto en la barra del bar “Azul”, porque le pareció que ya no tiene edad para hacer un trabajo como ese. La necesidad y la insistencia de su vecina en valorar sus manos, algo físico a su edad, la decidieron a aceptar. Sabe que puede parecer una tontería, pero que alguien se fije en algo físico y tan a la vista y aparentemente anodino como son las manos, pues la sorprendió y, por qué no decirlo, a la vez, se sintió muy halagada, y más viniendo la apreciación de una mujer tan experimentada en su oficio como es su vecina.

La mujer de las manos suaves acaba de entrar en el bar de copas “Azul”, un sitio que a ella le ha parecido especial, con una iluminación cobáltica que envuelve los objetos y las personas en un ambiente de ensoñación un poco irreal. Tiene que ocupar el lugar de su vecina, el segundo puesto si se mira desde la puerta. Sabe de sobra que es su sustituta, pero nadie se dará cuenta, porque nadie la ve. Está sentada en el interior de la barra, en una habitación pequeña pero cómoda. El cubículo tiene una portezuela circular en el tabique, que cuando se abre libera una especie de pequeño ojo de buey que da al otro lado de la barra, situado a la altura de la entrepierna de los clientes y por el que se puede intuir el ritmo del local. Dentro del habitáculo hay una luz roja en la parte superior, que se encenderá en cuanto un cliente solicite el especial “Azul cobalto” con suplemento.

La luz roja parpadea de repente, y al abrir el agujero ve cómo se va aproximando una bragueta de pantalón gris de una tela que parece de buen paño de lana fría. Por fin va a poder probar si está capacitada o no para ejercer este trabajo. Ella sigue sin tenerlas todas consigo, porque nunca ha trabajado con las manos y su experiencia en este tipo de oficios es nula. 

La mujer de las manos suaves se enfrenta a su primer cliente con la expectación y la incertidumbre de una primeriza. Porque eso es lo que es. Y va a actuar como tal. Con mucho cuidado y con un movimiento cadencioso y lento, saca un poco la mano por el agujero y palpa la entrepierna del señor que está de pié al otro lado. Desde su posición ve perfectamente el brillo de la bragueta y tiene el espacio suficiente para trabajar con comodidad. A medida que acaricia la pequeña protuberancia que nota bajo la tela, se va produciendo una hinchazón que la sonroja un poco, porque la erección del hombre que está de pié al otro lado llena su campo de visión. Con un movimiento instintivo se moja la yema de los dedos y los pasa con parsimonia por encima de la piel caliente del cliente, que ya ha taponado por entero el agujero y aprieta su cuerpo con fuerza contra él.

El señor que está de pié al otro lado ha pedido la consumición especial “Azul cobalto” con suplemento y ha comenzado a experimentar un cosquilleo muy placentero en sus partes bajas, que ha relajado al instante sus facciones graves, como delata el espejo situado frente a él. El cliente se mira en el espejo con la copa en la mano y se muerde un poco los labios cuando nota cómo le acarician con una suavidad y un relajo que nunca había experimentado. Como si el tiempo no importara nada, se deja llevar por esas manos de tacto de arena fina y olvida por completo el asqueroso día de despidos que ha tenido en la oficina.

La mujer de las manos suaves trabaja sin prisas, con una cadencia ascendente y descendente que va haciendo palpitar al cliente. Ella no puede verlo, pero el señor que está de pié al otro lado intenta mantener a duras penas la compostura. Acodado en la barra, aprieta los labios, deja escapar un suspiro profundo, y presiona contra el agujero cada vez con más ímpetu. Su respiración comienza a agitarse, se estira, se pone en tensión y ahoga un grito mudo, que se traga con el último sorbo del coctel “Azul cobalto”, la especialidad del local. La mujer de las manos suaves tiene toallitas de bebé justo debajo del agujero, porque le han explicado que los clientes deben salir de allí limpios y sin rastro, pero se detiene todavía unos instantes para contemplar el resultado de lo que considera un trabajo bien hecho.

La mujer de las manos suaves no puede verlo, pero el hombre que está de pié al otro lado tiene los ojos brillantes, y una expresión de satisfacción en su cara que le hace candidato a ser cliente fijo del segundo puesto en la barra, según se mira desde la puerta del local hacia dentro.
  

sábado, 6 de octubre de 2012

Obsesión

Marilyn




Me encontré con esta fotografía un día de otoño, mientras paseaba por una de esas calles del Rastro de Madrid que parecen  empeñarse en detener el tiempo cada domingo. Era casi mediodía, y los encargados de los puestos comenzaban a recoger los objetos que no se habían vendido. Estaba chispeando y la luz era matizada y perfecta. Cuando fui consciente de la imagen que me servía el azar, disparé una fotografía al instante. Y retraté a Marilyn así, sugerente y bella en el soporte de un aparador callejero lleno de objetos casuales para su exposición y venta. 
Esta fotografía me gustó tanto, que decidí perseguir por ahí la imagen de Marilyn. Ella está continuamente presente en nuestro imaginario, su rostro se ha convertido en una especie de clásico, forma parte de nuestra cultura visual y se ha convertido en un objeto de consumo más. 
De este empeño por perseguir a Marilyn como icono, nació también el cuento que pego a continuación. Lo he acompañado con otras imágenes de la diva que he ido recogiendo por ahí. 
El cuento lo ha publicado también la web: www.nuevatribuna.es en su sección de cultura.
Obsesión
Caminaba despacio. Parecía un día como todos los demás. Rutinario. Cinco minutos antes había salido del metro y recorría un trayecto conocido de la ciudad, el que la conducía cada mañana a su trabajo. Pero hoy era distinto. Tenía una extraña sensación. Era como si el entorno hubiera cambiado. El sol iluminaba un deseado día de primavera y los muros de las calles resplandecían con mensajes y colores brillantes que percibía por primera vez. Llegó a la plaza de Chueca y decidió sentarse en uno de los bancos bañados por el sol. Nunca lo había hecho a esa hora, porque suponía un retraso que tendría que pagar saliendo más tarde, pero hoy no pudo evitarlo. Se sentó a contemplar el espectáculo que ofrecía la plaza.
Una mujer llevaba un vestido de encaje, un tejido sutil que resaltaba sus pezones sonrosados bajo la transparencia de una tela que no ocultaba nada a la vista de los otros. Se acercaba hacia ella con un cadencioso contoneo y se avergonzó al darse cuenta de que no podía desviar la vista de los pechos de la mujer, que sonreía ante ella de forma complaciente. Se sintió turbada e incómoda, pero deseaba tocarla. La mujer se sentó a su lado y como si hubiera leído sus pensamientos, acarició su mano y la colocó con delicadeza sobre uno de sus pechos. Ella la miró intensamente a los ojos y se dio cuenta de que conocía esa cara. Hacía más de un año que perseguía su imagen por todas partes…
Destellos azules
Sudaba, daba vueltas sobre sí misma y se agitaba. Notó una mano que acariciaba su rostro y una voz tranquilizadora que la susurraba desde el lado de la consciencia. “Cariño, despierta…, ¿qué te pasa?, despierta amor, tienes una pesadilla…” -decía la voz-. Violeta por fin abrió lo ojos. Leo, su amante, sonreía e intentaba tranquilizarla con la voz muy calmosa. Tardó un rato en situarse y en comprender que salía de un extraño sueño. La cara de su amante ocupaba todo su campo de visión y poco a poco se fue borrando ese rostro de perfectos labios carnosos entreabiertos y coronados por un lunar en la parte baja de la mejilla izquierda, que eran una invitación al deseo.
Concentración
Mordió los labios de Leo con ansia, y los succionó como si necesitara beber un trago de vida tras otro. El deseo que sentía era tan intenso que sin mediar más gestos se colocó a horcajadas sobre el cuerpo de su amante, que al sentir su comportamiento animal cayó también preso de una excitación imparable. Violeta le sujetaba debajo de ella, le asía con las piernas y le presionaba con fuerza. Cuando comenzó a notar que él se inflamaba paró en seco. Ella le miraba a los ojos y veía atónita cómo el rostro de la mujer de su sueño se superponía al de su amante conforme aumentaba su grado de excitación. Había entrado en un estado como de trance, casi onírico, paseaba entre el sueño y la vigilia de la mano de Eros, que conducía su deseo espeso de una forma un poco despiadada. Pegó su mejilla a la de su amante y comenzó a narrarle su extraño sueño al oído, acariciándole el lóbulo de la oreja con cada palabra. Colocó sus pechos a la altura de la boca de su amate y por fin se sentó sobre él moviéndose en círculos. Cuando notó que se derretía, le mordió de nuevo los labios y volvió a ver el rostro de la mujer. Sólo veía su boca, roja, casi en forma de corazón, y oía gemir a Leo muy, muy lejos, como si sus gemidos vinieran de otra habitación. Cayó exhausta sobre su cuerpo y permanecieron así durante unos minutos. No sabría precisar cuántos. Cuando recobró el sentido, se dio cuenta de que Leo se había quedado adormilado debajo de ella y le despertó con suavidad. Leo la miraba con extrañeza. ¿Acaso notaba algo diferente en ella? Se daba cuenta de que incluso había perdido la noción del tiempo, olvidándose por completo de que tenía que ir a trabajar. Se notaba rara. Era consciente de que se habían despertado sus instintos más primarios al imaginarse el contacto con otra mujer, pero no se trataba de una mujer cualquiera. La imagen que había visto en su sueño era la de Marilyn Monroe, esa actriz de otra época elevada ya a la categoría de icono, que volvía de forma recurrente a la actualidad con cualquier pretexto.
Reflejo
Violeta llevaba casi un año recopilando imágenes de Marilyn. Salía con su cámara a dar paseos por la ciudad con el objetivo de retratar escenas de la vida cotidiana en las que apareciera la musa. Sentía curiosidad. Le llamaba la atención la presencia casi permanente de la imagen de una actriz que murió hacía más de medio siglo. Pero hasta ese momento, no era consciente de la obsesión que comenzaba a dominarla. Tembló. Se puso de pié y sin decir una palabra salió de la habitación y caminó descalza hasta el baño. Se metió en la ducha y abrió el grifo del agua fría. Gritó cuando el agua helada recorrió su cuerpo, pero lo necesitaba. Necesitaba sentir que se despertaba de verdad. Necesitaba sentir la realidad, la fría realidad.
Salió de su casa con prisas, llegaba muy tarde a la oficina. Leo la despidió en la puerta con un beso, que a ella casi le dolió. Sus ojos demandaban explicaciones que tendrían que esperar, porque Violeta necesitaba pensar.
El trayecto en el metro estuvo plagado de visiones irreales. No sabía si era producto de la hora, pero el vagón estaba lleno de gente peculiar. Una mujer de unos cincuenta años, pero vestida como si tuviera dieciocho y se trasladara a un concierto de Janis Joplin, atravesó el vagón tirando de un baúl de mimbre que se deslizaba sobre unas ruedas de colores. Un hombre, con la barba hasta la cintura, regalaba poemas con dibujos de flores a los presentes. Dos niñas saltaban a la comba en el centro del vagón y su abuela las aplaudía. Era extraño, más que el metro parecía el parque del Retiro un domingo por la tarde, a esa hora en la que los desocupados, los excéntricos y los observadores se pasean sin pudor y parece que puede llegar a suceder cualquier cosa. Pero lo que más llamó su atención fue una mujer que leía un libro en inglés titulado Cuadernos de Marilyn, y cuya portada era una imagen en blanco y negro de la actriz tumbada en un diván y vestida con una especie de tul casi transparente. Otra vez el fantasma de Marilyn y ella sin su cámara.
En venta
Se apeó en su estación y subió a la superficie a la carrera. Enfiló por la calle Barquillo a paso ligero. Giró a la izquierda por Augusto Figueroa y cuando llegó casi a la altura de la Bardencilla, se quedó petrificada delante del escaparate de una tienda de ropa de mujer. La imagen era surrealista. Un maniquí con cuerpo femenino estaba ataviado con el vestido de encaje transparente de su sueño, pero las redondeces del cuerpo de mujer terminaban en una grotesca cabeza de cervatilla, que hacía de la composición un llamativo reclamo. No pudo seguir. Se quedó parada mirando el escaparate, preguntándose por qué aquél curioso vestido había terminado formando parte de su sueño, si nunca lo había visto antes. No solía subir por Augusto Figueroa, porque tenía un tramo de obras que hacían de la calle un recorrido incómodo y polvoriento. Para evitarlo, últimamente, subía por la calle paralela, pero como hoy tenía prisa…
Ese lunar...
Sus prisas se quedaron en nada. Decidió no ir a trabajar. Permaneció un buen rato delante del escaparate, contemplando la espléndida tela y rememorando el redondeado cuerpo de Marilyn tal y como lo había visto en su sueño. Paseó despacio hacia la plaza de Chueca, con la intención de sentarse en el mismo banco que ocupó en su sueño. Una vez allí se acomodó esperando que apareciera Marilyn y se colocara a su lado. Naturalmente no sucedió nada parecido. La fría realidad dista mucho de parecerse a los sueños, se dijo, aunque las visiones que había tenido en el metro y ese escaparate tan surrealista presagiaran un día especial. Y tenía que reconocer que sí había pasado algo. Ella era distinta, se sentía distinta. Un poco confusa, pero con más capacidad para dirigir su destino. Sentada en ese banco se sintió libre, dueña de sí misma por primera vez en demasiado tiempo. Se había dejado enredar en una vida que la encorsetaba y en la que cada vez se reconocía menos a sí misma. La imagen de Marilyn en su sueño había producido una especie de zarandeo en el interior de su cabeza. Ahora lo veía más claro. No era tanto una obsesión, como una proyección, una especie de brisa liberadora. Perseguir la imagen de la actriz había permitido que ella se expresara de otra manera y le había proporcionado la oportunidad de descubrir otro camino. Cuando paseaba por la calle y observaba a la gente, cuando se detenía ante un muro lleno de imágenes imposibles, cuando percibía la transformación de su ciudad a través del objetivo de su cámara era más ella. Buscar a Marilyn se había convertido en un camino que la llevaba derechita hacia sí misma y a reconocerse en una actividad que de verdad la llenaba. Decidió que abrazaría su obsesión y le daría un beso en la boca.

martes, 18 de septiembre de 2012

Cuento para un atardecer de septiembre



Esta tarde de mediados de septiembre parece que va a cambiar el tiempo en Madrid. Sopla un ligero vientecillo, diríase que animado por los acontecimientos. Las vacaciones, para los que abandonamos esta ciudad, que nos agota y nos fascina, se han quedado ya en un lugar de la memoria cercana a los sueños. Las vacaciones forman ya parte del recuerdo. 

Los recuerdos ocupan un espacio en la memoria y en ocasiones se descolocan y no los encontramos, pero siempre están ahí, bailan con nosotros como las niñas que juegan al molinillo, no paran de dar vueltas y más vueltas hasta que quedan atolondradas. De ahí la fotografía que ilustra esta entrada. 

La fotografía acompaña un relato de recuerdos, que comencé a escribir antes del verano y lo he terminado ahora. Bien pudieran ser míos o de cualquier otro, a saber, son recuerdos, que ya se sabe quedan descolocados en la memoria y dan vueltas y vueltas en la cabeza, como esas niñas que juegan al molinillo hasta que quedan atolondradas...y cuando paran...suspiran un recuerdo y continúan dando vueltas y más vueltas hasta que ya no tienen más aliento...y entonces los recuerdos se escriben...o acaso...¿se sueñan?

Juego del molinillo
Ella

“Ella quiso quedarse/ cuando vio mi tristeza/ pero ya estaba escrito/ que aquella noche/ perdiera su amor”. Siempre que mi abuela cantaba ese bolero se trasladaba a un lugar muy oscuro y muy íntimo de su pasado. Yo era solo una niña, pero notaba una melancolía en su voz, que se percibía acuosa, al descender desde sus ojos a su garganta las lágrimas que se tragaba mientras la letra de “Ella” fluía libre hasta salir de su boca.

Cuando eso ocurría, teníamos por delante un día nublado, auque el sol estallara radiante  en el cielo y su luz se abriera paso sin miramientos a través de los cortinones del salón. Recuerdo que mi abuela no era una persona que pareciese triste. Solía ser habladora y comunicativa, casi alegre, pero siempre tenía un punto de amargura en la mirada. Al entonar esa canción, una sombra cargada de recuerdos y espesa como el tiempo caía sobre sus ojos, que se apagaban como la miel fría.   

Mi hermano y yo dormíamos algunas noches en casa de los abuelos. Recuerdo que era un lugar frío, un caserón sin calefacción, de techos muy altos y largos pasillos, con estancias grandes que se quedaban congeladas desde los primeros días del otoño. Nuestra habitación, a la que llamaban “Soria”, tenía una cama doble, en la que pasábamos la noche bien apretaditos el uno junto al otro para no quedarnos tiesos como las momias. 

Allí hacía tanto frío, que cuando asomábamos la boca por encima de la montaña de mantas que nos ponía mi abuela salía un vaho crudo, como si estuviéramos en una de esas neveras industriales donde se conservan las piezas de carne abiertas en canal. La imagen no es mía, es de mi hermano, que se metió a carnicero y siempre que recordamos juntos esas noches de invierno en la habitación de Soria acude a esa descripción macabra para recrear el ambiente gélido que reinaba en aquélla estancia. 

El frío regía también las relaciones entre mi abuelo y mi abuela. Ellos dormían en habitaciones separadas y distantes. Cada uno en un extremo del largo pasillo. Durante las noches sin luna era frecuente oír los sollozos entrecortados del abuelo ante la puerta de la habitación de la abuela. Le oíamos lamentarse, suplicar y llorar, imploraba con un hilo de voz que abriera la puerta, la añoraba. Deseaba sentir sus caricias y sus besos. El abuelo susurraba que necesitaba respirar su aliento y acariciar su piel, aunque solo fuera un instante. Pero ella era inflexible. La puerta se había convertido en un muro de piedra. Nunca le permitía entrar.

Una noche, mi hermano salió al pasillo para ir al cuarto de baño y lo encontró allí, arrugado sobre las baldosas desnudas como si fuera un bulto abandonado en medio de una nada de paredes interminables y puertas cerradas. Estaba arrodillado y encogido, hecho un guiñapo. Tenía el rostro ensombrecido por la barba incipiente y los ojos brillantes por el llanto. Mi hermano lo levantó como pudo y lo llevó a su cuarto. El abuelo se recostó en su cama y comenzó a hablar despacio, como si saliera de un trance:

-Desde que ocurrió aquello..., ella dejó de quererme- dijo con las palabras ahogadas en la garganta.

-¿Qué ocurrió?, preguntó mi hermano. Y cuánto se arrepintió de haber hecho esa pregunta, porque los ojos del abuelo se clavaron fijos en dirección al techo y comenzaron a palpitar como dos globitos teñidos de rojo, que fueran salir despedidos de sus órbitas en cualquier momento.

-Algo terrible, fue justo al final de la guerra. Perdimos la guerra, ¿sabes?, y yo, yo…hice algo, la obligué a hacer algo que...no se puede contar…nene yo…-

-Pero abuelo, de eso hace mucho tiempo-. Le interrumpió mi hermano para intentar aliviar su sufrimiento y cortar la confesión que estaba a punto de salir de los labios del abuelo. A mi hermano le dio miedo escuchar aquello tan terrible que había sucedido. No quiso saber qué pasó, de qué se culpaba. No hay nada peor que una culpa enquistada. Mi hermano se espantó al ser consciente de que si era partícipe de ese secreto, la sombra de amargura que enturbiaba la mirada de mi abuela podía saltar sobre su rostro y cubrirlo a él para siempre de la misma tonalidad parda que empañaba sus ojos.

-Ella no me ha perdonado. Se quedó así, vacía, sin ganas de quererme. Solo canta esa canción…la canta para…la canta para…-siguió repitiendo el abuelo como una letanía sin fin, hasta quedarse sin voz, dormido como un niño viejo y cansado en los brazos de mi hermano.

A la mañana siguiente mi abuela volvió a cantar esa canción: “Ella quiso quedarse, cuando vio mi tristeza..”. Por el pasillo oí suspirar a mi abuelo al escucharla. Comprendí que siempre cantaba esa canción para él, y siempre al día siguiente de la noche sin luna en la que él suplicaba sus besos. 


lunes, 30 de julio de 2012

La piel a tiras




La piel a tiras



La piel a tiras


Aunque sea de papel,
nos arrancan
cada día
la piel a tiras.

Aunque sea de papel,
nos roban
cada día
el tiempo a jirones.

Aunque sean de papel,
nos cierran
cada día
las ventanas al saber.


Pego un poema y una fotografía alusivos a lo que nos sucede en estos tiempos de recortes... parece que "lo quieren todo", como decía una de las camisetas que se ven estos días en las manifestaciones contra los recortes que está habiendo por toda España. Lo quieren todo, hasta nuestra piel.