lunes, 1 de febrero de 2016

Los fantasmas de la infancia

Dentro de la cabeza

Como digo en este cuento "la infancia es un lugar al que se viaja de forma instantánea o no se llega nunca". A veces una melodía, una frase, un color...sirven para conectarnos con nuestro pasado de forma inmediata y sin que lo hayamos planificado nos vamos de viaje sin maleta, con el único equipaje de nuestra propia memoria. Eso es lo que le sucede al protagonista de mi cuento. 

La fotografía que lo acompaña la realicé no hace mucho en una calle de Madrid. Un día, paseando por detrás de la Gran Vía, me topé con este magnifico mural. Otra vez un artista urbano me ha prestado su imaginación para ilustrar mi relato. Gracias.

Tanto el cuento como la fotografía también están publicados en la sección de cultura de la web de información ww.nuevatribuna.es  pinchando el enlace: http://www.nuevatribuna.es/articulo/cultura---ocio/fin-ha-muerto-dracula/20160201192909124965.html

“Por fin se ha muerto Drácula”

La noticia le hizo sonreír. Se enteró parado en un semáforo, cuando leyó un mensaje en el móvil que decía: “Ya puedes dormir tranquilo, por fin se ha muerto Drácula”. La frase tenía su gracia. Respondía a unas claves que solo podía compartir con su hermana, que con su mensaje había obrado el milagro de sacarle de sus ventas y sus agobiantes números de beneficios semanales. La frase le conectaba con su infancia con la inmediatez de un mando a distancia. Esas palabras, que se pronunciaban en un suspiro, le trasladaron a un lugar amplio y revuelto como el desván de la mansión de los Plaff. La infancia es un lugar al que se viaja de forma instantánea o no se llega nunca.

Tenía diez años cuando vio por primara vez una película de Drácula. En sesión matinal, del domingo por la mañana, 25 pesetas dos superestrenos en el cine del barrio. Aquel día su hermana y él vieron una de romanos -de la que no recordaba el nombre- y “Pánico en el transiberiano”, su primer contacto con el terror cinematográfico, con el de la vida real ya había tenido algún roce. Se recuerda en la segunda fila comiéndose la pantalla y hecho un ovillo, con las piernas encogidas y apretadas sobre el tórax y con las manos delante de los ojos, viendo a través de los dedos entreabiertos cómo la sangre empapaba el celuloide, y chorreaba tanto que parecía que iba a inundar la sala.

El cine estallaba en gritos de pánico cuando Cristopher Lee, el mejor Drácula que ha pisado un plató, llenaba la pantalla con los ojos rojos y palpitantes como los globitos de los emoticonos de los móviles y con la boca abierta, mostrando unos colmillos de sable, que a él le parecía que se salían de la pantalla y le arañaban el cuello. Menos mal que estiraba una mano y su hermana se la cogía con fuerza para devolverle al mundo de los vivos. No habría podido superar el impacto de esa película sin su hermana.

Drácula se apoderó de sus sueños desde aquella mañana de domingo y los habitó de forma frenética y en cinemascope durante unos meses plagados de insomnios y miedo a la oscuridad. En cuanto se metía en la cama y cerraba los ojos, aparecía el vampiro y llenaba el techo de su habitación, que se convertía en una pantalla gigante que le engullía. Era frecuente que a Drácula le echaran una mano “el chino” y un tal Kafka, que competían dentro de su imaginario del terror a ver cuál de los tres le arrastraba hasta el fondo oscuro de una enorme caja negra. Cuando el pavor se hacía insoportable, salía temblando de debajo de sus sábanas y reptaba sin hacer ningún ruido hasta la habitación de su hermana, un lugar en el que, no sabía por qué, los monstruos no podían entrar.

-“Bonita, bonita…por favor, ¿me dejas dormir contigo esta noche?”- le preguntaba a su hermana en un susurro. La mayoría de las veces ella se removía entre las sábanas y con una especie de gruñido afirmativo le hacía un hueco en la cama. Aunque recuerda que en alguna ocasión, cuando ella tenía la noche cruzada, le tocaba dormir en la alfombra. Su hermana era muy suya. Pero a él no le importaba, cualquier cosa antes que quedarse en su habitación peleando toda la noche con sus particulares fantasmas.

Cuando se abre el semáforo, circula dos minutos hasta el primer hueco que encuentra, estaciona el coche y vuelve a leer el mensaje que le ha puesto su hermana: “Ya puedes dormir tranquilo, por fin se ha muerto Drácula”. Cuarenta años después se ha muerto por fin uno de sus fantasmas. El de los ojos sanguinolentos y los dientes de sable no volverá a salir de su ataúd. Esta vez lo han clavado allí dentro para siempre. La radio, la televisión, los periódicos, todos le han dado por muerto y hasta le han rendido homenajes. Sin duda, si a alguien le rinden homenaje eso es lo definitivo. Ya está bien muerto. Pero qué pasa con los otros dos, qué pasa con “el chino” y el tal Kafka, le consta que siguen haciendo de las suyas. Cuando sus retratos colgaban en la pared de su habitación ya habían muerto hacía tiempo. Y ahí estaban, dando por saco cada noche jugando al corro de la patata con el vampiro. Estaba seguro que si ahora cerraba los ojos los vería tan nítidos como si los tuviera delante.

Qué jodidos sus padres, mira que poner los posters de Ho Chi Ming y de Frank Kafka dibujados en negativo para decorar su habitación…cómo no iba a soñar por la noche, si todavía le tiemblan las piernas cuando se acuerda de ellos. Y encima, si algún amigo subía a jugar con él a casa y le preguntaba por los señores de los retratos de su habitación no podía decirles nada sobre ellos. En esa España tener retratos de Ho Chi Ming y Frank Kafka era como gritar a los cuatro vientos que esa casa era un nido de comunistas, como efectivamente eran sus padres, pero él sabía que eso era algo que nadie debía conocer. Por eso disimulaba, siempre decía: “no sé creo que son un ‘chino’ que hace pelis y un escritor romántico que le gusta a mi madre, pero no recuerdo sus nombres”.

Su infancia no fue como la de la mayoría de los niños de su época. Él vivía dos vidas, la de dentro de casa y la de fuera. Igual que su hermana, pero ella era distinta, no le afectaban tanto las restricciones de la clandestinidad. O al menos no lo mostraba. La clandestinidad. Vaya palabra. Sus padres eran militantes comunistas, y eran clandestinos claro, porque en aquella época en España todavía se cantaba el himno nacional, con la letra de Pemán, antes de entrar a la escuela. Y los comunistas estaban prohibidos, eran los diablos rojos por antonomasia. Ser comunista era muchísimo peor que ser un vampiro.

Para colmo, sus héroes nunca coincidían con los de los otros niños. Recuerda que una vez en el colegio dijo a sus amigos que su héroe favorito era Gagarin, Yuri Gagarin. Todos respondieron al unísono: 

-¿Gaga…qué? ¿Qué dices, Franchu? ¿Quién es ese?-.

-Jolines, pues un astronauta soviético, fue el primer hombre en llegar a la Luna-.

-¿Venga ya Franchu, tú estás chalao, o qué? Si los que han llegado a la Luna son los americanos, ¿en qué mundo vives, Franchu?-…Cuando sucedía algo así, inmediatamente se daba cuenta de que había metido la pata. Le invadía un complejo de culpa que le ponía coloradas las orejas y le salía por los mofletes a llamaradas, y a continuación sentía un miedo terrible a que ese pequeño desliz se convirtiera en una pista para llevar a sus padres a la cárcel. Sabía de sobra que “soviético” era una palabra prohibida, su madre se lo había dicho cientos de veces.

Sentado en su coche se da cuenta de que aquello era un peso muy grande para un niño. Por lo menos para él, que de pequeño era muy sensible y un poco asustadizo. También se da cuenta, y esto lo habló ya una vez con su hermana, que cuesta mucho sacudirse la clandestinidad de encima. Las huellas del miedo que uno pasa de pequeño no se borran así como así.

Al releer por tercera vez el mensaje de su hermana ha entendido mucho mejor su significado.

-¡Ánimo Franchu!, ya solo nos quedan el “chino” y el tal Kafka -se dice para sí- y esos están chupaos, total no son más que dos zombis-.

Carmen Barrios