domingo, 17 de abril de 2016

El olmo marca un lugar para la memoria


El banco de Tomás


Recupero un cuento que escribí hace tiempo. Una relato que se enreda en los recodos oscuros de nuestra memoria histórica. No es una historia que se refiera a alguien en especial, nadie me contó nada parecido. A la luz de todo lo que se va conociendo, bien pudiera ser la historia común de muchos de los asesinados y desaparecidos, y también de alguno de los asesinos, que han sabido convivir con su odio asesino fresco en su interior sin arrepentirse y sin llegar a sentir empatía o compasión ni por los muertos ni por sus familias, que todavía les buscan una generación tras otra.

Todavía son demasiados los pueblos y lugares de España en los que los asesinos o sus descendientes conocen o intuyen los lugares en los que están los cuerpos de los republicanos ajusticiados y se niegan a revelarlos o a contribuir a que se abra la tierra y se proceda al reconocimiento de las víctimas.

La fotografía que acompaña el texto la realicé este verano en un precioso jardín botánico que hay en el centro de Coimbra, un lugar especial que es un auténtico canto a la naturaleza y a la biodiversidad forestal, que alberga preciosos árboles y flores traídos de muchos lugares del mundo. En uno de sus rincones, abrigados por una penumbra casi permanente, se encontraba este banco cubierto de un musgo espeso, que parecía el lecho de un semillero.


El olmo

Me gusta el viejo olmo de la era de los “Tomasines”. ¿Cuántos años lleva aquí? Quién sabe,  doscientos, trescientos  años… Toda mi vida he admirando su magnífico tronco, sus ramas recias, la fuerza que emana de su presencia. Aunque desde que tuvo esa enfermedad de los olmos, ¿cómo se llama?, ¿grafiosis?, -sí, creo que se llama así- ya no es el mismo. Ha perdido las hojas y está como yo calvo y anciano, pero aun conserva  su tronco imponente y en primavera todavía se permite el lujo de echar unos cuantos brotes.  Son solo un pequeño fogonazo de luz, que colorean de motas verdes la corteza polvorienta del árbol. Más de uno en el pueblo le dio por muerto hace unos años. 

Se le cayeron todas la hojas y pasó por él un año entero sin un solo brote, y claro, algunos listillos del ayuntamiento quisieron hacerlo astillas, pero los más viejos nos opusimos, faltaría más, ¡si este árbol ha estado aquí siempre! ¿Qué sabrán esos politiquillos venidos a más? Menos mal que conseguimos frenar aquello y lo respetaron. Hace un par de años volvió a tener hojas, ha revivido el pobre y ahí está, en el  mejor sitio del nuevo parque. 

Hay que reconocer que en esto sí que han acertado los del ayuntamiento. El parque nuevo le ha dado vida al pueblo. Lo que son las cosas, la antigua era de los “Tomasines” convertida en parque municipal, con su fuente, su buen estanque, ¡y lo que refresca en verano, el jodío estanque!, pero lo mejor son estos bancos tan cómodos para descansar. 

Está un poco retirado del centro del pueblo, pero el paseo es agradable. Sobre todo ahora en primavera. Da gusto llegarse hasta aquí y sentarse un ratito bajo el olmo,  ya lo dice don Francisco el médico, “no hay nada como un buen paseo para controlar la tensión”. Y yo le hago caso, faltaría más, no se llega los 89 años sentado en un sillón, no señor. 

Con lo que me gusta a mí venir cada día hasta el viejo olmo de la era de los “Tomasines”, me da fuerzas. Respirar su aliento me alarga la vida. 

Hay, los “Tomasines”, los “Tomasines”,…no queda ni uno. 

Tomás, el padre, y los tres hijos, todos muertos…, je, je…y bien enterrados. Lo que es la vida. Ellos tan fuertes, tan leídos, tan bien alimentados…¡mira que tenían buenas tierras los “Tomasines”!…pero se equivocaron. Y anda que no le advertimos veces al viejo Tomás, “por ahí no, Tomás”, “con esos no, Tomás”, ¡Qué pesado se puso Tomás con presentarse a alcalde por los republicanos! ¡Y encima salió! ¿Y cuando se le ocurrió traer un maestro de la capital para la escuela? ¡Pero si aquí siempre dio clase el cura! ¿Y la que lió con los contratos de los jornaleros?... No eran tiempos para eso, Tomás… 
Así acabó, enterrado ahí, debajo del olmo. Él y sus hijos, no dejamos vivo ni al pequeño, no fuera a ser que con el tiempo…El tiempo…, el tiempo…¿Cuánto tiempo ha pasado ya?...¿setenta años? ¡Qué barbaridad! ¡Cómo pasa el tiempo! Y los que les quedan, esos no salen de debajo del olmo, como me llamo Anselmo.

Carmen Barrios