El cuento que pego esta semana está realizado a partir de un dibujo de Astrid Saalmann (estupenda pintora y muy querida amiga). Ella me propuso el juego de inventar un texto a partir de la ilustración que me proporcionaba. A mi se me ocurrió esta historia que es pura ficción, pero que está hilvanada con vivencias reales que me contó mi padre. Vivencias de una época cercana, tan cercana que todavía palpita. Una época de silencios, en la que se trabajaba para mejorar el futuro con valentía, con honradez y con gran generosidad.
Algunos trabajaban y resistían, y se oponían a la dictadura franquista con herramientas como la edición de un periódico histórico, el Mundo Obrero, un medio que hace poco ha cumplido ochenta años. Desde que comenzara a editarse en la República, siempre ha visto la luz a pesar de las dificultades.
Sirva este cuento de homenaje a todas las personas que han hecho posible que esta cabecera haya permanecido y continúe poniendo un punto de crítica a la realidad que nos aturde.
Dibujo de Astrid Saalmann |
20 de noviembre.
La casa estaba en penumbra. Reinaba una tranquilidad propia de un sábado por la tarde, pero era jueves. Sólo se oía la respiración rítmica de Clara, que dormitaba recostada en el sofá con las piernas apoyadas sobre la mesita baja del salón. Estaba encogida, se había quedado traspuesta sin taparse, justo después de comer. El ruido del teléfono rompió el silencio y ella salió de su breve siesta malhumorada por la interrupción y con la saliva humedeciendo todavía la comisura derecha de sus labios. Seguro que eran otra vez esos vendedores de las compañías multinacionales que se conectaban de un continente a otro a cualquier hora para intentar colocar sus “ofertas”. La tenían frita, al cabo del día levantaba el auricular cuatro o cinco veces, siempre para responder lo mismo: -“No, la señora Clara Caspueñas ya no vive aquí, se mudó…”-. Pero daba igual, seguían llamando y llamando. ¡A ver de qué se trataba esta vez!
-¿Quién llama?!!!, -preguntó sin disimular su irritación-.
-¿La señora Clara Caspueñas?, -inquirió la voz al otro lado del teléfono-. Cuando estaba a punto soltar su frase favorita y colgar, su interlocutor se adelantó diciendo: “Buenas tarde, mi nombre es Jaime Hurtado, llamo de la Tintorería ‘Los Tapices’, tenemos unas prendas en nuestro establecimiento que…”.
El teléfono se deslizó entre las manos de Clara y cayó al suelo con estrépito. Desde el auricular se oía la voz lejana del tintorero: ¿señora?, ¿señora?...¿Me oye, señora?, hasta que un piiiiiiiiiiiii continuado se confundió con los sollozos entrecortados de Clara.
Jaime Hurtado era un hombre metódico. Había sido contratado hacía una semana por los hijos del dueño -recientemente fallecido- de la tintorería para que hiciera inventario, antes de poner en venta el negocio. Ya tenía todo casi listo: las cuentas cuadradas, las máquinas en perfecto estado de uso y el almacén casi vacío. Únicamente quedaban un par de prendas colgadas al fondo del mostrador de los pedidos. Se trataba de una americana oscura de buen paño, bien confeccionada, nada que ver con las chaquetas actuales. Las costuras de la solapa eran impecables y el forro suave y cálido, llevaba estampada la etiqueta inconfundible de la casa Laínez. Le llamó la atención, ya no se veían prendas como aquélla, sobre todo porque Laínez, una de las camiserías más famosas de Madrid -situada en la misma Puerta del Sol-, hacía casi treinta años que fue comprada. Uno más de los establecimientos con solera que habían sucumbido al asedio de los grandes almacenes. Los hijos del viejo sastre vendieron el negocio por un buen dinero. Jaime conocía la sastrería, porque su padre prefería hacerse una buena americana en Laínez a comprarse diez baratas en cualquier otra tienda. De niño acudió tantas veces a acompañarle a tomarse medidas, que cuando vió la chaqueta colgada de la barra de la tintorería notó una familiaridad tal, que lo indujo a preocuparse de forma especial por esa prenda.
Casi pendiendo del mismo soporte, enganchado con una pequeña percha anexa, había un delicado vestido camisero de niña. Sencillo, sin botones, de un ténue color amarillo muy suave, confeccionado con un mimo que solo las manos de una madre o una abuela podían haber concluido un trabajo tan exquisito. Llevaba un par de días dando vueltas para localizar al propietario o propietaria de las dos prendas, que tenían grapada la misma referencia de día y hora -20 de noviembre de 1975, 10,10 de la mañana-. En el libro de pedidos de ese año halló el nombre de la persona que las había depositado para limpiar aquel lejano día, un día señalado, que en cierto modo había marcado la historia del páis. La casualidad quiso que justo un 20 de noviembre de treinta y tres años después descolgara el teléfono para intentar dar con Clara Caspueñas, el nombre que se correspondía con la referencia del pedido.
Clara miraba cómo el teléfono se quejaba, con un pitido que parecía un grito de dolor eterno, tirado en el suelo sin atreverse a cogerlo. Tintorería ‘Los Tapices’. Esas tres palabras unidas, pronunciadas un jueves 20 de noviembre eran un puñetazo a su estabilidad. Toda su vida había girado alrededor de esa fecha infausta. Clara tenía sesenta y cuatro años, llevaba dos prejubilada de la librería de la familia y cada uno de los 20 de noviembre que habían transcurrido desde 1975 se esforzó por obviar esa fecha. Treinta y tres años haciéndose la distraida, incluso arrancando ese día del calendario para saltarlo cuando llegaba, habían sucumbido a una llamada telefónica y a tres palabras: Tintorería ‘Los Tapices’. Por fin colgó el teléfono. Estaba segura de que volvería a sonar, así es que lo desconectó. Se puso a caminar de un lado a otro del salón, mentalmente recorrió la distancia que separaba su casa del número 36 de la calle Lope de Rueda, donde estaba situada la tintorería. Rememoró como ese fatídico 20 de noviembre salió sobre las diez menos cuarto de la mañana con la intención de llevar al tinte la mejor chaqueta de Ricardo, su marido, y el vestido nuevo que su hija Lidia ensució el 15, día en que cumplía ocho años.
La llamada de la tintorería había conseguido volver a situar con frescura en su cabeza los acontecimientos encadenados que se sucedieron esa semana.
El sábado anterior habían estado celebrando el cumpleaños de Lidia con sus padres. Lo recordaba como un día muy agradable. Tras la comida dieron un paseo por el parque de El Retiro donde Lidia disfrutaba persiguiendo a las palomas y jugando con su abuela a recoger hojas y adivinar la especie a la que pertenecían. Recogieron muchas hojas, algunas un poco malogradas ya por lo avanzado del otoño, pero sirvieron de pretexto para que pasaran el resto de la tarde catalogándolas en un cuaderno que Lidia cuidaba como un tesoro. ¿Qué habría sido de aquél cuaderno?
La abuela Jacinta y el abuelo Pablo, sus padres, eran la única familia de tenían, porque su marido carecía de padres, hermanos, o parientes cercanos que le quisieran, era uno de tantos huérfanos de los vencidos.
Ricardo nunca olvidó. Estaba metido en una frenética actividad clandestina contra el general golpista Franco, que se encontraba a punto de morir tras casi cuarenta años de gobernar el país con una férrea dictadura. Ocupaba sus noches enfrascado en la confección de un especial del periódico Mundo Obrero en el que se anunciaba en portada la muerte del dictador, que era inevitable e inminente -lo sabían de muy buena fuente-, a pesar de que los fontaneros del régimen se esforzaban en dilatarla lo más posible, aplicando al cuerpo del enfermo las más avanzadas técnicas de prolongación de su agonía, con la intención de atar lo mejor posible el día después. La espera les estaba causando muchos problemas, porque tenían que editar el periódico y querían colocar en la portada un ¡¡Franco ha muerto!! en una tipografía contundente. Pero como no terminaba de morirse, tuvieron que optar por un titular menos exacto para acudir a su cita con los lectores. En esos momentos tenían en Madrid muchos “buzones” a los que se les entregaba el “paquete” con el periódico en un lugar prefijado con fecha y hora exacta y al minuto, y tenían que cumplir.
Con el título de “¡Se acabó Franco!”, ocupando en letras grandes toda la portada, el órgano de expresión del clandestino Partido Comunista de España debía estar listo para inundar Madrid justo en el momento en el que trascendiera el deceso del dictador. Un contratiempo en la noche del sábado por poco da al traste con sus planes: la máquina multicopista, que tenían situada en el piso franco de Carabanchel alto en el que se imprimían los ejemplares del periódico, se rompió cuando sólo llevaban impresas unas trescientas unidades. ¿Qué hacer? La solución se presentó en forma de aventura macabra. Ricardo recordó que un año antes enterraron a Anselmo, un camarada de la célula, con una multicopista dentro de la caja con la intención de proteger la máquina de una más que posible redada de la policía. La viuda dio su consentimiento entre hipos entrecortados por el llanto y con el compromiso de los camaradas de acudir a rescatar el aparato en cuanto pasara el peligro. Entre unas cosas y otras había transcurrido todo un año sin que nadie hiciera la más mínima intención de acercarse al cementerio de Navalcarnero, donde reposaban los restos de Anselmo todavía acompañados por la multicopista. Había llegado el momento de rescatar el aparato, era la solución mejor, la más rápida. Cuando Ricardo le contó a Clara su plan para el domingo por la noche, ésta no pudo contener el miedo y le rogó que no fuera. Él le explicó que no tenían otra opción más plausible que aquélla, por descabellada que pudiera parecer.
Salió de casa a eso de las nueve de la noche con su mejor chaqueta, Ricardo siempre decía que esa prenda adquirida en Laínez era como un talismán, estaba convencido de que le protegía como si se tratara de una coraza de guerrero que le hacía inmune a los peligros. Y esa noche iba a necesitar protección más que nunca, porque además del riesgo de poder caer en manos de la policía no le hacía ninguna gracia tener que desenterrar los restos del pobre Anselmo, que un muerto es un muerto, y nunca se sabe lo que puede ocurrir cuando se remueve una tumba, por muy ateo que se declare uno.
Por fortuna todo salió bien, recuperaron la multicopista, que seguía allí pegadita a los pies del difunto, que claro está, ni se inmutó. Entre la noche del lunes y la del martes consiguieron imprimir ciento diez mil ejemplares, que distribuyeron por diferentes puntos de la capital, a cada “buzón” su “paquete”. Todo estaba listo. Ricardo y los dos compañeros del aparato clandestino brindaron por el éxito y por la más que posible muerte del dictador justo la tarde antes, un miércoles 19 de noviembre en una tasca de la calle Mayor, aparentando la despedida de soltero del más joven.
Efectivamente, el 20 de noviembre murió Franco, el dictador, pero una mala pasada del destino hizo que su marido se fuera de esta vida también ese mismo día y sin tiempo para saborear una noticia que había estado anhelando desde que era niño. Nada más dejar a Lidia en el colegio, fue atropellado por un autobús con los frenos averiados en un paso de peatones cercano a la librería que regentaba, mientras cruzaba distraído leyendo la primera página del diario Pueblo. Su cuerpo quedó tendido en el asfalto, totalmente desfigurado por el tremendo impacto, una imagen que Clara se propuso conjurar desde el instante en que se enteró de lo sucedido.
Nunca volvió a pisar la Tintorería ‘Los Tapices’. En lo más íntimo de su corazón se culpaba de la muerte de su marido. Ella se empeñó aquélla mañana en llevar a limpiar la chaqueta, porque se obsesionó con que despedía tufo a tierra de cementerio, a pesar de que Ricardo le dijo que no hacía falta, que no olía a nada, que sólo tenía un poco de polvo que se iría con un buen cepillado. Si la hubiera llevado puesta…, se lamentaba.
La llamada de la tintorería había tenido un efecto inesperado. Era cómo si la hubieran zarandeado desde le pasado. Se armó de valor. Volvió a conectar el teléfono y llamó a su hija. Quedaron una hora después frente a la tintorería.
Jaime Hurtado estaba a punto de irse cuando oyó golpear con insistencia la puerta del establecimiento. Una vez superado el asombro que le produjo conocer la historia de Clara Caspueñas, acompañó a las dos mujeres hasta el final del cuarto de pedidos en el que estaban colgadas las dos prendas. Clara apretó fuertemente la mano de su hija y comprendió que aquélla chaqueta puede que en efecto tuviera algo mágico, se podía decir que casi abrazaba el frágil vestidito que pendía de su percha en un gesto permanente de firme protección. Cómo es el destino. Durante treinta y tres años esas dos prendas habían permanecido unidas, eran testigos mudos de un pasado que ya no volvería. Había llegado la hora de celebrar por fin la muerte del dictador en esa familia.
Le dieron las gracias a Jaime Hurtado por su empeño de no dejar cabos sueltos. Cuando salieron de la tienda Clara tuvo la agradable sensación de que había cerrado de una vez el capítulo más duro de su vida.
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