Deseo selvático/ Javier Castarnado |
El amor en los tiempos del coronavirus
El
deseo crece. Va creciendo despacio. Es una pequeña planta que brota poco a
poco, mientras se contemplan desde la pantalla del móvil. Han quedado a las 21
a tomar algo, y se han preparado para la cita virtual como si se tratara de un
encuentro real vis a vis de una cálida, prometedora y húmeda tarde de primavera.
Hace un mes, apenas se conocían de un par de encuentros casuales. Hoy están
ahí, pendientes de la pantalla del móvil, navegando por las ondas una reclusión
forzada por la pandemia del coronavirus, un bicho minúsculo e impertinente que
complica las suertes del amor, al tiempo que aviva los estragos de las pasiones
contenidas. Se escuchan atentos hablar de esto o aquello, se ríen y estimulan
imaginando rutas aventureras por el mundo, se oyen derrochar palabras hasta
agotarse, como quien despilfarra oro durante un tiempo que parece eterno. Ella
bebe vino rojo y se muerde los labios, se recrea en su rostro de barbudo
vikingo, le observa mientras ve danzar sus manos al ritmo cadencioso que marcan
las palabras, a la vez que nota como el deseo le hace cosquillas en los pies,
como los brotes tiernos de la madreselva. Él bebe cerveza rubia, y al igual que
ella, siente como crece el mismo cosquilleo insolente de la naturaleza entre
los dedos de sus pies. Como si se reflejaran en un espejo, se perciben recostados
en el sofá, acompañados por los ecos cálidos de la bossa nova, como si el salón
de cada una de sus casas tornara de repente en un acogedor local brasileño, un
atardecer eterno de cualquier viernes de sus vidas.
El
deseo va creciendo dentro de sus cuerpos como una planta salvaje que quiere ver
el sol. Ella se dan cuenta. También él. Y es extraño, porque no pueden olerse. Se
ven muy cerca en la pantalla del teléfono y no alcanzan a olfatear sus cuello,
por mucho que se acerquen al cristal, no consiguen absorber la fragancia de
almíbar del otro en un descuido.
Solo
pueden imaginar. Únicamente pueden imaginarse sentados, tumbados, recostados
uno a la vera del otro, enhebrando los dedos entre los cabellos, apartando flequillos
para verse los ojos, pero no pueden acercar la nariz para impregnarse de la
fragancia a sexo lúbrico que inunda ya cada uno de sus cuerpos y riega el
deseo, que crece cada vez más opulento, asomando entre los cojines de uno y
otro sofá, como las plantas trepadoras.
El
deseo va creciendo y se enrosca como una enredadera poderosa que se apropia de
sus cuerpos a medida que se miran, que sonríen, que parpadean, que gesticulan,
ronronean y ponen sonido gutural a sus palabras, y es extraño, porque ninguno
de los dos conoce a qué sabe el tacto de la piel, ni el toque de sus manos, ni
cómo conducir por la curva pronunciada de una de sus caderas desnudas, ni la
tangente que podrían describir al abrazarse mientras ocupan el cuerpo del otro,
ella no sabe calcular si las palmas de las manos de él son lo suficientemente
grandes para sujetar sus pechos por detrás, él no conoce el espacio que pueden
ocupar las de ella al asir con ganas los cachetes redondos de sus nalgas.
El
deseo aumenta su tamaño, y es extraño. Ninguno de los dos escucha la auténtica
cadencia de la voz del otro, cosquilleando desde el oído para recorrer por
completo el cuello en espiral y bajar por la vereda de la espalda, hasta
perderse en los montes del sur de un cuerpo torneado por el descontrol de la
lujuria al que cada uno ansía llegar.
El
deseo se hace grande, enorme, crece como un organismo boscoso dentro de sus
cabezas y ocupa cada vez más espacio en el reducido mundo que rodea ahora sus
cuerpos.
Del
exterior siguen llegando imágenes de calles vacías. Desde que llegó la pandemia
están recluidos, cada uno en su casa, donde les secuestró un confinamiento que
con ritmo meloso torna sus cuerpos en ambrosía confitada. El amor se ha
convertido así en una promesa de viaje al cuerpo de Eros en tiempos de
coronavirus, que irriga el deseo de forma turbulenta, como la lluvia cadente y
constante baña las hojas del Taro, hasta hacerlas tan grandes que conquistan el
corazón de cualquier selva lejana.
El
deseo se ha hecho inmenso, inagotable, tanto que desde las ventanas de la casa
de ella salen enloquecidas ramas selváticas, que buscan encontrarse con las de
él, que también pujan frenéticas para desafiar el tiempo y el espacio. Tejen
juntos una selva de amor y besos, de susurros y palabras, de manos y pies, de
espaldas y torsos, de brazos y piernas, de cabellos ondulados y lisos, de
cuellos y labios, de pubis pegados, de ávidos sexos enroscados, que trasciende
las ondas telefónicas hasta arrancar una metamorfosis perfecta, inundando esta
noche plena de primavera de hojas, ramas y frondosos troncos enlazados.
Eros
sale victorioso. La Natura desborda la calle.
Carmen Barrios
Corredera. Abril de 2020.
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