La luz en los ojos: Anahib Mani dialoga con Ana
Guardione
El
dolor tiene la forma del agua. Rebosa como una lagrima perfecta, una gota con
el peso de una perla transparente que recorre apresurada la mejilla de La diosa de las aguas puras hasta
estrellarse sobre la tela del mantel. Mi amiga Anahib Mani lloró gotas pesadas
como perlas la tarde en que la memoria de su pasado de presa política se asomó
a la luz de sus ojos almendrados de mujer persa.
Anahib
Mani habla con los ojos. Son negros y profundos, dos tomavistas que hace 37
años grabaron los sucesos escalofriantes que vivió en una celda hacinada,
repleta de mujeres demasiado libres para los barbudos Ayatolás de sayón negro,
impulsores del terror fascista que alimenta el islamismo. Impusieron la guadaña
afilada de sus creencias sobre el pueblo persa que demandaba derechos y
libertades en 1982, fecha en la que se desatan matanzas de hombres y mujeres,
más de cincuenta mil, entre los 10 y los 80 años, cuyas vidas se han perdido en
el agujero opaco y espeso, intemporal, de ahogar comunistas.
Anahib,
Diosa de las aguas puras -que eso
significa su nombre-, sobrevivió al horror para contarlo. Y lo cuenta con los
ojos y con las manos, con expresividad dolorida. Con un poso de memoria, que
guarda en un lugar cerrado recuerdos que pugnan por salir de entre las telas
rígidas del frío abrigo del miedo.
Una
tarde de invierno disfrazado de primavera, Anahib Mani proyecta para mí la
sucesión de imágenes que grabaron sus ojos de tomavistas en una cárcel
insalubre, de iluminación precaria y atmósfera pesada, donde el espacio era tan
escaso que las mujeres dormían amontonadas y encogidas unas sobre otras, sin un
milímetro de oportunidad para poder estirarse. De allí se salía para no volver,
o para regresar con las marcas indelebles de la tortura cosidas como un festón
de oprobio y dolor al último rincón del alma, con el único y claro mensaje de
causar un pavor desmesurado y perpetuo a las supervivientes. Una huella de
alerta y miedo escrita en la piel para sí mismas y para quienes las rodean.
Las
imágenes de aquellos días infames daban vueltas por la cabeza de mi amiga
Anahib Mani sin poder salir, encadenadas a una pena encallada como un
retortijón en lo más profundo del ánimo, sin permitir que técnico de sonido alguno
fuera capaz de hacer audible el relato del horror, en forma de palabras
necesarias, de curativas palabras libres para exigir memoria y reparación.
Fue la
comprensión del mismo dolor infringido sobre otras mujeres reprimidas y torturadas
en la cárcel de Ventas, durante la barbarie fascista que sucedió tras la
llegada de la Victoria sobre la República española y que yo relataba para
Anahib, lo que causó una conexión emocional que no reconoce tiempo ni espacio,
porque el color de la tortura y del desprecio hacia las mujeres que levantan su
voz y sus manos para exigir una existencia digna y libre es el mismo en
cualquier lugar del mundo en el que fuerzas del fascio, envueltas en los sayones
opacos de religión, ocupan el poder.
El
relato de Anahib es muy parecido al de cualquiera de las presas republicanas
que los fascistas de Franco encarcelaron, torturaron y asesinaron tras el golpe
de Estado militar sangriento que dieron, amparados por el dinero y la Iglesia
católica, para derrocar al Gobierno democrático de la II República española en
1936.
Anahib
me entrevistaba para su periódico. Ella es periodista. En un ejercicio de
diálogo sobre las mujeres luchadoras
contra el franquismo pasó a ser ella la protagonista de uno de mis relatos.
¿Qué es
lo que sabemos sobre las mujeres persas y sus sufrimientos, sobre la represión
desatada contra las feministas, qué es lo que sabemos sobre la brutalidad
bárbara que engulló a los y las comunistas cuando los Ayatolas se hacen con el
poder en Irán? ¿Qué es lo que sabemos sobre una ley de dios que condena al
ostracismo en vida a millones de mujeres y a la muerte si estas tienen una
filiación política que las libera del yugo de la religión o simplemente
confirman que no saben rezar?
Los
fascistas abanderados del islamismo negro llegaron a instalar grúas con
personas colgadas en plazas y calles de Teherán o de cualquier pueblo o ciudad,
grande o pequeño, alejado o cercano, hombres y mujeres asesinados en
perpetuidad, colgados al viento, suspendidos en alto para “educar” en el terror
visual de la muerte continua. El Estado del terror se instaló en Irán, del
mismo modo que en esa España de finales de los años 30, cercada por las tropas
de la Victoria, donde millones de ojos fueron testigos mudos, sordos y ciegos
de la barbarie fascista que llenó de miles cadáveres, aun por rescatar, las
fosas que riegan caminos y prados aun sin señalar.
En mi
conversación con Anahib recordé una historia de sororidad, abrazo y
valentía que
me contó Ana Guardione -luchadora incansable por las
libertades y la democracia
en España- sobre su abuela, sucedido al
principio de la guerra incivil a la que
condujo al pueblo español el golpe de
Estado contra la II República. Lo
compartí con ella.
Ana ya
es una mujer vieja, pero sus ojos conservan la frescura y la viveza de los
treinta años. Su memoria es un lujo y un regalo para los oídos en estos tiempos
del big data y con una cerveza se
animó una tarde de domingo a compartir un relato que da medida de lo intrépidas
y solidarias que pueden llegar a ser las mujeres con decisión.
Su
abuela María acudió a comprar vino a una bodega. Era el verano de 1936. Una
bodega de barrio, en la calle del Trabajo de Valladolid, muy cerca de su casa.
El golpe de Estado triunfó muy pronto en esa ciudad castellana, y los paseos y
asesinatos de las personas que habían tenido algo que ver con la República, con
partidos, asociaciones o sindicatos se sucedían por aquellos días. Había que
limpiar España de rojos hasta la última raíz, tal como expresara el propio
franco en una entrevista para un periódico inglés en medio de la guerra. Los
falangistas estaban desatados, recorrían las calles de la ciudad como jaurías de
pelo azul y relataban sus hazañas jactándose de su propia vileza y crueldad en
las barras de los bares y de las tabernas.
Uno de
esos días de sanguinario oprobio, su abuela María escuchó a un miembro de la
jauría poner nombre -con eco pastoso de garganta tabernaria- a los siguientes
en la lista para ser “paseados”. Ella se horrorizó al instante, porque entre
aquellos nombres de condenados a muerte y desaparición ilegal estaban dos de
sus vecinos, Lorenza y su marido Félix, dos personas a las que conocía por su
bondad. Lorenza siempre estaba disponible para ella cuando María quería hacerle
alguna consulta sobre los progresos de su hijo en la escuela. El delito de
Lorenza, ejercer de maestra en una de las escuelas públicas puestas en marcha
por la República, el de Félix su filiación al partido de Manuel Azaña y haber
concurrido en listas electorales al Ayuntamiento de la ciudad.
En
cuanto recogió el vino del mostrador salió con decisión de la taberna. Se
perdió entre los adoquines y se fue escurriendo hasta desaparecer lo más
deprisa que pudo. Subió las escaleras del portal de tres en tres y llamó a casa
de sus vecinos. Avisó a Lorenza y a Félix del peligro que corrían, les alertó
contándoles con pelos y señales todo lo que había oído en la taberna. Todo se
sucedió como en una película acelerada de cine mudo, porque las palabras
salvadoras se susurraron en un tono apenas audible, lo suficiente para entender
que la muerte subía por la calle envalentonada por el calor del vino. Sus
vecinos salieron prácticamente con lo puesto aquella misma mañana y
desaparecieron para siempre.
En su
familia nadie supo nunca de aquella acción salvadora de María. Ella siempre
calló. Se llevó a la tumba aquel suceso.
Ana conoció
ese hecho por un capricho fabuloso del destino.
En
1968, atraída por la aventura y los deseos de conocimiento directo de la
situación política en Checoslovaquia, Ana viaja a Praga en plena primavera de
esperanzas. En una taberna donde era habitual que se reunieran exiliados
españoles conoce a una pareja de ancianos republicanos con los que establece
amistad. En el curso de una conversación intrascendente la mujer pregunta a Ana
su procedencia. Cuando Ana le dice que es de Valladolid, la mujer se interesa
más profundamente y pregunta por su familia. Esa mujer se da cuenta de que Ana
es la nieta de María, la vecina que les alertó del peligro, un día lejano del
verano de 1936, salvando sus vidas. Ana ve cómo los ojos de la mujer se llenan
de la viveza de la memoria reencontrada, y sacuden destellos de gratitud
verbalizados en palabras escogidas para relatar unos hechos que merecen ser
conocidos. La mujer, cuyo nombre es Lorenza, relata su peripecia vital y cómo
se encuentran en deuda perpetua con su abuela materna.
Ana
lleva esta historia sobre su abuela María engarzada en su memoria como un rubí
que corona la cabeza de la joya más hermosa. Me la relató entre cervezas y una
tapa de aceitunas un domingo en el bar que hay enfrente de su casa.
Ana es
una mujer anciana con los ojos vivos y risueños de una treintañera. Es una
fuente de memoria y de vida. Ese día, cuando volvía a mi casa con su relato
ocupando esa parte de mi cerebro que recibe y transforma hechos y sucedidos en
emociones que pugnan por salir en cascada de palabras para comunicar, me di
cuenta que nadie va a acallar jamás los ecos de nuestra memoria, que los hechos
y sucedidos van a llegar siempre a la orilla de las playas de España en forma
de olas grandes, medianas o pequeñas, pero que van a llegar como los tablones
que salvan a los náufragos, porque no hay otro camino que reconocer, explorar y
aclarar todo lo que pasó.
Carmen
Barrios Corredera. Escritora y fotoperiodista.
No hay comentarios:
Publicar un comentario