lunes, 10 de febrero de 2020

LA HUELGA DE LAS TORTAS FRITAS







LA HUELGA DE LAS TORTAS FRITAS

Tortas fritas. Una montaña de tortas fritas del tamaño del Everest para salvar una huelga. A veces los caminos de una revolución van de la mano de la imaginación en forma de receta de cocina tradicional y barata, una mezcla creada para calmar el hambre perentoria, la necesidad de los que se ven obligados a inventar para comer: harina, agua, una pizca de sal y sebo de vaca para freír la masa. Las tortas fritas son muy populares en las calles de Montevideo, se venden muy baratas -11 pesos por unidad- y recién hechas en puestecillos callejeros. Se consumen al momento. Son poco alimenticias pero saciantes, ocupan el estómago y abrigan el hambre al instante, como una manta térmica protege del frío de inmediato.
Las tortas fritas se convirtieron en arma de lucha, según señalan los ecos de la memoria de resistencia de las mujeres de la farmacéutica Ripoll, fueron una receta amasada con el calor de muchas manos entrelazadas para devolver la dignidad. Una de sus protagonistas, la niña Dalia, una sindicalista resuelta, de mirada inteligente y determinada, rememora para mí entre confidencias un suceso imaginativo de lucha, que sirvió para ganar una huelga casi de forma relámpago.
Las mujeres de la farmacéutica Ripoll estaban hartas de “contratos” humillantes, por horas, mal pagados, sin derechos, ese tipo de “contratos” que convierte a obreros y obreras en baratas manos en carne viva.
Las mujeres de la farmacéutica Ripoll amanecieron un día revueltas. Al límite, desquiciadas por el desprecio y el desvalor hacia su trabajo. La mente y el cuerpo se ven minados por el goteo del desprecio, y llega un momento en el que no es soportable tanta denigración.
-No se puede usar y tirar a las trabajadoras sin consecuencias- comenzaron a decirse, entre ellas, casi con murmullos, tocándose las manos y la cara cada vez que una caía, explotada un día más.
-No se nos puede tirar al piso, como si nada, como si fuéramos una nada rota, al servicio de esta gente sin alma; no se puede, no lo soporto más, no lo soportamos más- susurraron casi entre dientes unas con otras como una mantra.
Y así se parió aquello. Fraguaron una lucha imaginativa e incruenta, inimaginable, sorpresiva, y épica, a la vez que hilarante, una lucha cargada con munición de tortas de harina, agua y sal, fritas en sartenes de maloliente y humeante sebo de vaca.
El día señalado para decir basta ya de abusos en el que habían convocado una huelga, se levantaron muy temprano. Lo primero que hicieron fue colocar una pancarta enorme en la facha de un edificio pegado a la farmacéutica que decía “El arte de reprimir, vocación de los Ripoll”, en alusión directa al eslogan de la empresa, “El arte de innovar, vocación de servir”. Toda persona que llegara se topaba de bruces con el cartel, directa frase de advertencia sobre el día brumoso y grasiento que se avecinaba.
A continuación, prepararon un puesto de tortas fritas para sacar sustento de cara a la huelga. Fundamental la financiación. Acopiaron cinco kilos de harina, sebo de vaca en una proporción generosa, agua y sal. Cargaron también con toneladas de ingenio, paciencia y fuerza a partes iguales. Se convocaron ese día para enfrentar una jornada de lucha decisiva y bien planificada, donde la estrategia de batalla pasaba justo por mantener ese puesto de fritanga funcionando como una máquina de guerra bien engrasada. Colocaron la freidora justo debajo de la ventana, situada en la tercera planta de la fábrica, de la Directora General, que había declinado escuchar a las huelguistas.
Se repartieron turnos, y, desde que las primeras luces asomaron por encima del tejado de la fábrica, se afanaron en freír tortas como si no hubiera un mañana. El caldero de sebo de vaca frito producía tortas a destajo, que se consumían como un manjar salvador. Cuantas más tortas salían fritas por el sebo, con mayor abundancia manaba una densa columna de humo pringoso, que iba impregnando y expandiendo un olor acre, pesado, que envolvía la fábrica -una inmaculada planta de productos farmacéuticos- en una peste de sebo refrito que se pegaba a todo, y era imposible de disimular. Tan difícil de ocultar como el olor a pobre.
La guerra estaba servida. Torta frita va. Torta frita viene. El puesto trabajaba a pleno rendimiento. Aquel día todo el mundo comió tortas fritas, aunque no tuviera hambre. ¿Sabe alguien cuántos miles de tortas pueden fabricarse con cinco kilos de harina?
Desde el despacho de la Directora General comenzaron a sentirse lamentos de desesperación. Los directivos convocados allí estaban protagonizando discusiones desquiciadas sobre cómo parar aquello, en tono suficientemente alto para alertar a las huelguistas de que la estrategia marcada funcionaba. El personal de oficina de la planta noble, no podía ocultar su cara de satisfacción. La Directora General estaba asqueada. El humo grasiento se filtraba por cualquier rendija y hacia las tres de la tarde ya mostró los primeros síntomas de flaqueza. Aunque los directivos intentaron por todos los medios quitar el puesto, no pudieron, porque contaba con todos los permisos. Sobre todo, no pudieron porque además todos los trabajadores y trabajadoras hicieron del puesto de venta de trotas fritas su bastión, su objeto de orgullo. A eso de las seis de la tarde, la empresa llamó al comité de huelguistas a una reunión.
A las ocho la empresa cedió a las demandas de las trabajadoras y se puso fin a la huelga de las tortas fritas. Una experiencia de lucha imaginativa e incruenta, más allá de que costó bastante que el olor a fritanga y a pobre, saliera de los despachos nobles de la farmacéutica Ripoll, en donde todavía permanece marcado el día de la huelga de las tortas fritas en la agenda de las derrotas que es mejor obviar, y borrar del calendario, como si nunca hubiera existido, como si solo se hubiera tratado de un mal sueño envuelto en humo pringoso y grasiento de torta recién frita.
Carmen Barrios Corredera, enero de 2020.
Este relato también puede leerse en la web Nueva Tribuna 








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