LA HUELGA DE LAS TORTAS FRITAS
Tortas fritas. Una montaña de
tortas fritas del tamaño del Everest para salvar una huelga. A veces los
caminos de una revolución van de la mano de la imaginación en forma de receta
de cocina tradicional y barata, una mezcla creada para calmar el hambre
perentoria, la necesidad de los que se ven obligados a inventar para comer:
harina, agua, una pizca de sal y sebo de vaca para freír la masa. Las tortas
fritas son muy populares en las calles de Montevideo, se venden muy baratas -11
pesos por unidad- y recién hechas en puestecillos callejeros. Se consumen al
momento. Son poco alimenticias pero saciantes, ocupan el estómago y abrigan el
hambre al instante, como una manta térmica protege del frío de inmediato.
Las tortas fritas se
convirtieron en arma de lucha, según señalan los ecos de la memoria de
resistencia de las mujeres de la farmacéutica Ripoll, fueron una receta amasada
con el calor de muchas manos entrelazadas para devolver la dignidad. Una de sus
protagonistas, la niña Dalia, una sindicalista resuelta, de mirada inteligente
y determinada, rememora para mí entre confidencias un suceso imaginativo de
lucha, que sirvió para ganar una huelga casi de forma relámpago.
Las mujeres de la farmacéutica
Ripoll estaban hartas de “contratos” humillantes, por horas, mal pagados, sin
derechos, ese tipo de “contratos” que convierte a obreros y obreras en baratas
manos en carne viva.
Las mujeres de la farmacéutica
Ripoll amanecieron un día revueltas. Al límite, desquiciadas por el desprecio y
el desvalor hacia su trabajo. La mente y el cuerpo se ven minados por el goteo
del desprecio, y llega un momento en el que no es soportable tanta denigración.
-No se puede usar y tirar a las
trabajadoras sin consecuencias- comenzaron a decirse, entre ellas, casi con
murmullos, tocándose las manos y la cara cada vez que una caía, explotada un
día más.
-No se nos puede tirar al piso,
como si nada, como si fuéramos una nada rota, al servicio de esta gente sin
alma; no se puede, no lo soporto más, no lo soportamos más- susurraron casi
entre dientes unas con otras como una mantra.
Y así se parió aquello. Fraguaron
una lucha imaginativa e incruenta, inimaginable, sorpresiva, y épica, a la vez
que hilarante, una lucha cargada con munición de tortas de harina, agua y sal,
fritas en sartenes de maloliente y humeante sebo de vaca.
El día señalado para decir basta
ya de abusos en el que habían convocado una huelga, se levantaron muy
temprano. Lo primero que hicieron fue colocar una pancarta enorme en la facha
de un edificio pegado a la farmacéutica que decía “El arte de reprimir,
vocación de los Ripoll”, en alusión directa al eslogan de la empresa, “El arte
de innovar, vocación de servir”. Toda persona que llegara se topaba de bruces
con el cartel, directa frase de advertencia sobre el día brumoso y grasiento
que se avecinaba.
A continuación, prepararon un
puesto de tortas fritas para sacar sustento de cara a la huelga. Fundamental la
financiación. Acopiaron cinco kilos de harina, sebo de vaca en una proporción
generosa, agua y sal. Cargaron también con toneladas de ingenio, paciencia y
fuerza a partes iguales. Se convocaron ese día para enfrentar una jornada de
lucha decisiva y bien planificada, donde la estrategia de batalla pasaba justo
por mantener ese puesto de fritanga funcionando como una máquina de guerra bien
engrasada. Colocaron la freidora justo debajo de la ventana, situada en la
tercera planta de la fábrica, de la Directora General, que había declinado
escuchar a las huelguistas.
Se repartieron turnos, y, desde
que las primeras luces asomaron por encima del tejado de la fábrica, se
afanaron en freír tortas como si no hubiera un mañana. El caldero de sebo de
vaca frito producía tortas a destajo, que se consumían como un manjar salvador.
Cuantas más tortas salían fritas por el sebo, con mayor abundancia manaba una
densa columna de humo pringoso, que iba impregnando y expandiendo un olor acre,
pesado, que envolvía la fábrica -una inmaculada planta de productos
farmacéuticos- en una peste de sebo refrito que se pegaba a todo, y era
imposible de disimular. Tan difícil de ocultar como el olor a pobre.
La guerra estaba servida. Torta
frita va. Torta frita viene. El puesto trabajaba a pleno rendimiento. Aquel día
todo el mundo comió tortas fritas, aunque no tuviera hambre. ¿Sabe alguien
cuántos miles de tortas pueden fabricarse con cinco kilos de harina?
Desde el despacho de la
Directora General comenzaron a sentirse lamentos de desesperación. Los
directivos convocados allí estaban protagonizando discusiones desquiciadas
sobre cómo parar aquello, en tono suficientemente alto para alertar a las
huelguistas de que la estrategia marcada funcionaba. El personal de oficina de
la planta noble, no podía ocultar su cara de satisfacción. La Directora General
estaba asqueada. El humo grasiento se filtraba por cualquier rendija y hacia
las tres de la tarde ya mostró los primeros síntomas de flaqueza. Aunque los
directivos intentaron por todos los medios quitar el puesto, no pudieron,
porque contaba con todos los permisos. Sobre todo, no pudieron porque además
todos los trabajadores y trabajadoras hicieron del puesto de venta de trotas
fritas su bastión, su objeto de orgullo. A eso de las seis de la tarde, la
empresa llamó al comité de huelguistas a una reunión.
A las ocho la empresa cedió a
las demandas de las trabajadoras y se puso fin a la huelga de las tortas
fritas. Una experiencia de lucha imaginativa e incruenta, más allá de que costó
bastante que el olor a fritanga y a pobre, saliera de los despachos nobles de
la farmacéutica Ripoll, en donde todavía permanece marcado el día de la huelga
de las tortas fritas en la agenda de las derrotas que es mejor obviar, y borrar
del calendario, como si nunca hubiera existido, como si solo se hubiera tratado
de un mal sueño envuelto en humo pringoso y grasiento de torta recién frita.
Carmen Barrios Corredera, enero
de 2020.
Este relato también puede leerse en la web Nueva Tribuna
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