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Lágrimas rojas |
Los árboles de Madrid tienen una extraña enfermedad. Este verano se suicidaron dos ejemplares aplastando en su caída a dos ciudadanos, uno en el parque de El Retiro y otro en el distrito de Vallecas. Además, en algún que otro barrio han caído más árboles sin causar víctimas, afortunadamente.
Los jardineros madrileños alertan de que el estado de los árboles de la capital no es bueno. Y no lo es, como tantas otras cosas, debido a los recortes, que también están afectado al estado de la floresta, que se cuida poco, porque no hay personal suficiente, se riega mal y no se vigila con el cuidado y el mimo que se requiere. Como en tantos otros asuntos importantes en nuestra ciudad, el equipo de gobierno municipal, con su alcaldesa al frente, ni se inmuta. Deben pensar que obviando los problemas se van a solucionar solos o que simplemente dejan de existir.
La muerte de los árboles es una metáfora sangrante de lo deteriorada que está Madrid, cuyas calles están sucias e incluso algunas huelen mal y muchos parques se ven abandonados. Los mandatarios madrileños solo limpian las calles comerciales, porque conciben el espacio urbano como una gran centro comercial y no como un lugar para la convivencia de los ciudadanos.
Las informaciones aparecidas sobre el desplome de los árboles me sugirió el relato que pego a continuación.
La fotografía está realizada en una calle de París. Me venía muy bien la imagen de este joven que llora lágrimas de sangre, ante una señal de prohibición de paseo de viandantes. Muchos madrileños estamos a punto de llorar lágrimas de sangre al contemplar el estado de abandono y de desidia que tiene nuestra ciudad.
Urge un cambio, sería de agradecer a todas la izquierdas de este Madrid, que se pusieran de acuerdo para Ganar Madrid y arrebatársela de una vez a esta derecha depredadora, privatizadora, neoliberal, desidiosa y meapilas que nos gobierna.
Tanto la fotografía como el relato también han sido publicados en la web www.nuevatribuna.es en la sección de medio ambiente.
Va el relato:
LA
CIUDAD EN LA QUE MUEREN LOS ÁRBOLES
La ciudad en la que fallecen los
árboles tiene la piel de las aceras tatuada con millones de hojas muertas, que caen
abatidas sobre el asfalto como los cabellos de los enfermos terminales, sin que
medie el esfuerzo del viento. Los árboles comenzaron a enfermar cuando se
olvidaron de ellos. Las calles, los parques y las plazas ofrecen un aspecto
deslucido y sucio, y están teñidos por el color gris de la desidia. Los humos
tóxicos, que vomitan vehículos y chimeneas, impregnan el ambiente de una brisa
espesa, que se pega a cualquier superficie como el tul de una mortaja.
Los más viejos recuerdan que un día
anodino y sin fecha apareció caído el árbol más longevo de la ciudad, un ciprés
tetracentenario situado en el centro del cementerio de las personas ilustres. Nadie
conoce las razones por las que cayó el ciprés, pero el hecho cierto es que ese magnífico
ejemplar se desplomó sin previo aviso sobre las tumbas desgastadas, causando un
caos de raíces resecas, tierras removidas y lápidas reducidas a cascotes justo
a la hora en la que se ocultaba el sol.
El derrumbe del ciprés tetracentenario marcó
el inicio de una era de pánico en la ciudad. Desde entonces, miles de árboles sufren
el mismo destino dramático que el ciprés del cementerio, se desmoronan desde
sus alturas sin avisar, sin contar con nadie, originando desastres continuos y
muertes de ciudadanos por aplastamiento en una sucesión de bajas forestales y
humanas, que nadie entiende.
La ciudad se ve triste y desangelada,
anegada por las ausencias, como si fuera el decorado de una película que ha
sido sentenciado hace décadas al abandono. Las gentes evitan caminar por las
calles, y si no tienen más remedio que salir, lo hacen con celeridad, corriendo
de portal en portal para evitar pasar cerca de cualquier árbol. Los ancianos y
los niños han dejado de frecuentar los parques y los jardines, que recuerdan el
escenario yermo de una batalla, con ejemplares abatidos y con las raíces
desnudas como tripas resecas, expuestas al viento sobre una cuenca de tierra revuelta.
Los árboles que permanecen en pie han
entrado en un estado de letargo indolente. Como si estuvieran en un otoño perpetuo,
sobreviven con las copas y las ramas calvas y sin hojas ni brotes que
testimonien el mínimo atisbo de vida.
Un grupo de jóvenes ha comenzado a
hacerse preguntas sobre tanta muerte arbórea y humana sin sentido. Han exigido
a los mandatarios municipales, que hacen como si nada, que averigüen qué les
sucede a los árboles, por qué han renunciado a renovar su vestuario cada
primavera y caen desplomados cuando menos se espera.
La primera reacción de los mandatarios fue
meter la cabeza debajo de los papeles, escondiéndose en sus despachos como
topos temerosos ante el avance de la luz. Pero los jóvenes no han dado tregua,
y las autoridades municipales han tenido que buscar soluciones ante la turba de
personas que ha acudido a manifestar su indignación a la puerta del Consistorio.
Finalmente se ha contratado a un equipo
de especialistas en botánica, que tras tomar muestras de los ejemplares que
todavía están en pié y analizar con cuidado la situación en la que se encuentran,
han dado su diagnóstico: la floresta sufre, tiene estrés, no se siente querida,
ni atendida, no se podan sus ramas, no se abona ni se riega su suelo como se
debe, sus hojas respiran malos humos, y para colmo, los niños y las niñas ya no
juegan al corro de la patata rodeando sus troncos centenarios ni los enamorados
registran en sus cortezas el testimonio eterno de su amor.
Los botánicos afirman con inquietud que
los árboles no están físicamente enfermos, y que por lo tanto no se caen, sino
que se tiran, se suicidan, ponen fin a sus vidas, así, de repente, como se
hacen estas cosas, sin previo aviso.
Los botánicos han concluido que la
enfermedad de los árboles tiene nombre: se denomina Melancolía.
Carmen Barrios