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La puerta de la selva |
Hoy pego un cuento un poco surrealista, en el que lo posible y la vida cotidiana se enredan con la fantasía aumentada, para componer un relato sobre un tipo de seres que vampirizan lo que tienen a su alrededor, colonizando poco a poco espacios y personas hasta conseguir que todo gire en torno a sus intereses.
La fotografía que lo acompaña también juega a la dualidad, no se sabe dónde se encuentra el horror de verdad, si entrando en la negritud a la que se accede tras la puerta azul o en el exterior del muro.
Realicé esta fotografía en una zona industrial abandonada del barrio de Queens, en Nueva York. Paseé por allí una mañana de diario y tuve la sensación de que mil ojos me observaban, aunque yo solo viera extraordinarias paredes pintadas y algún que otro gato negro reposando en el suelo.
Tanto el cuento como la fotografía también han sido publicados en la web de información: www.nuevatribuna.es en la sección de cultura.
Va el relato:
LA ENREDADERA
Piter apareció en casa de ella una tarde de finales de
octubre. Llegó sin ser invitado y de forma casual, era el amigo de un amigo que
pasaba por allí acompañando a alguien. Tenía aspecto de alma errante, muy delgado y frágil,
como una figura de Giacometti que camina por el mundo con lo puesto: una
gabardina crema, larga como un día sin luz, y unas botas negras gastadas por el
uso, pero tan limpias como si acabaran de salir del escaparate de una zapatería
de caballeros. Como un ser casi incorpóreo, entró en su casa calladamente, sin
ruido ni apenas explicación, más allá de un “-hola este es Piter, me lo he
encontrado en la plaza nueva y me lo he traído, no te importa, ¿verdad?-” y un
-“hola, por supuesto, claro que no importa, pasad y sentaos por ahí”.
Piter entró por el pasillo, llegó al salón y se quitó la
gabardina con suavidad, a cámara
lenta. La prenda descendió hasta
el suelo como si fuera la cáscara que abandona una semilla, y su cuerpo de
oblea se desplazó como una espora que trae el viento y cae liviana hasta
posarse sobre la hierba mullida un día de otoño cálido y sin brisa, y allí
mismo, germinó, echó raíces sobre el cojín derecho del sofá, así sin más.
Sin hacer ruido y sin avisar, lentamente, como hacen las
plantas, fue poco a poco colonizando su casa y su vida. Desde ese rincón, como
una enredadera invasora ávida de terreno fértil, ocupó todo el espacio. Cuando
ella se quiso dar cuenta, todo su mundo se reducía a Piter, el amigo de un
amigo que pasó un día por allí acompañando a alguien y se quedó.
Los amigos de ella dejaron de ir a visitarla, porque la
presencia de Piter era tan absoluta e ilimitada que ella había dejado de ser
ella, y se estaba transformando también en un ser híbrido, casi vegetal y con
la voluntad aletargada. Comenzó a abandonarse, a salir a la calle cada vez
menos, hasta se despidió del trabajo y dejó, incluso, de cortarse el pelo y las
uñas, y también, de forma paulatina, fue prescindiendo de asearse o de ocuparse
lo más mínimo de su persona. Su aspecto se asemejaba al de una planta
ornamental olvidada en un rincón sin tránsito, parecía un ficus sucio y
descuidado, con las hojas estucadas por un polvo pringoso y gris.
Un día, casi un año después, los vecinos decidieron llamar a
la puerta de ella, molestos porque hacía mucho que no recogía el correo, que se
acumulaba como una columna de papel indecente en un rincón del portal sin que
nadie se atreviera a tirarlo. Como no se oía nada y nadie contestaba, cundió la
alarma, una alarma tardía, porque el tiempo había corrido lento dentro de la
casa de ella, pero no se había detenido.
Cuando los bomberos derribaron la puerta y la policía entró
en la casa, no quedaba ni un rincón sin cubrir por las hojas de una enredadera
selvática y frondosa como nunca habían visto. Las raíces retorcidas de la
planta salían del sofá como el esqueleto exterior de un inmenso parásito y se
extendían por todo el piso del salón, hasta llegar a la habitación, donde ella
yacía sobre la cama aprisionada por las ramas gruesas de Piter, que ya no la
dejaban moverse. Solo su cabello, largo y teñido por el polvo gris, acusaba el
escaso movimiento originado por un viento precario, que se abría paso con
asfixia desde la puerta de la calle.
Carmen Barrios