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La resistencia |
El cuento que pego a continuación es una metáfora sobre la importancia que le da el poder al control del lenguaje y al significado de las palabras, algo que podemos comprobar cada día al abrir cualquier periódico o al escuchar las noticias de radio o televisión.
La fotografía que lo acompaña ha hice en París en una plaza cercana al centro Pompidou. Me encantó esta imagen de los artistas callejeros que animan a la resistencia ante las injusticias. En ella se reconoce la figura de Víctor Laszlo (el tercero según se mira desde la izquierda), el personaje revolucionario perseguido por los nazis en Casablanca, cantando la Marsellesa a voz en cuello. A su derecha y a su izquierda hay otros personajes que no reconozco, pero que representan distintas épocas de lucha en Francia, la revolución francesa, la época actual, la resistencia contra los nazis y el mayo del 68. Al menos esto es lo que yo he interpretado.
Tanto el cuento como la fotografía han sido publicados también en la web de información www.nuevatribuna.es en la sección de cultura.
SIN PALABRAS
Hacía ya
muchos años que en ese país habían desaparecido las palabras. Estaban secuestradas,
presas en algún lugar oculto, controlado férreamente por los más poderosos.
Nadie podía tener palabras, y mucho menos utilizarlas. Estaba prohibido hablar,
o escribir. Solo un pequeño grupo de poderosos a los que denominaban “Los sabios”
estaba autorizado a usarlas para nombrar las cosas según su conveniencia. Para
los demás, poseer palabras y usarlas se había convertido en un delito castigado
con la pena máxima.
Las
personas se comunicaban con gestos y ya nadie leía. Los únicos libros y
revistas que se publicaban tenían espectaculares ilustraciones que abusaban de
los colorines, pero estaban desprovistos del más mínimo atisbo de lenguaje
escrito. Por la radio solo se emitía un hilo musical permanente, cuajado de
monotonía, que convertía cualquier estancia en una vulgar sala de espera. La
televisión vomitaba imágenes superpuestas, que salían de la pantalla como si se
tratara de una gran cascada repleta de irrealidad.
Al no utilizar el lenguaje, la memoria
colectiva se estaba perdiendo y la mayoría de las personas se comportaba con
una mansedumbre propia de las ovejas de corral. Las calles eran lugares ordenados,
en donde las gentes se desplazaban en un silencio solo interrumpido por las
bocinas de los coches o los gemidos turbios de los tubos de escape de las
motocicletas.
Ya nadie
recordaba lo que había pasado.
Nadie,
excepto una mujer casi centenaria que había decidido desobedecer desde el
principio y que se dedicó a recopilar y a conservar palabras. Para que no la descubrieran guardó todas las palabras que tenía
almacenadas en su cerebro en una especie de armario gigante que construyó
camuflado bajo la pared del salón de su casa. El armario estaba lleno de
cajones ordenados alfabéticamente y en cada uno de ellos había depositado las
palabras que se iniciaban por la letra que daba nombre al cajón.
Así, en el
cajón dedicado a la letra “A” estaban guardadas “alforja”, “alambre”,
“almíbar”, “arbusto”, “araña”, “ameno”, “amor”, “amistad”, “alucinante”,
“alevoso”, “aire”…, y miles de palabras más, todas las que ella había podido
recordar. Lo mismo sucedía con el cajón dedicado a la “S” o con el de la “M” o con
el de la “T”. Había consagrado su vida entera a escribir todas las palabras en
pequeños trocitos de papel y a la tarea inmensamente peligrosa de
conservarlas.
Ella
tenía predilección por el cajón destinado a la letra “P”, porque dentro de él
se encontraba la palabra “pesadilla”, una palabra que parecía inocua, pero que
llegó a convertirse en un término revolucionario. Esta fue la primera palabra proscrita
por las autoridades. La palabra “pesadilla” fue prohibida el día dos de octubre
del año 2015, justo cuando ella cumplió treinta años, por eso lo recordaba tan bien.
La
palabra “pesadilla” se decía mucho por aquellos entonces, la gente no paraba de
repetirla para describir la situación que se vivía y las autoridades terminaron
por prohibir el uso de esa palabra, como si así todo mejorara de forma
automática y se dejara de vivir en una “pesadilla” por arte de magia.
La mujer casi
centenaria que decidió desobedecer desde el principio recuerda ahora que
comenzaron las señales de alarma muy pronto, pero que casi nadie se daba cuenta
de ello. Los maniquíes de los escaparates empezaron a fabricarse sin boca,
sobre todo los que representaban la figura de las mujeres. Se convirtió en una
moda, todos los maniquíes femeninos se creaban sin boca. Aquello era una
premonición, pero nadie lo veía. Luego vinieron todos los demás, los que
representaban a los hombres o a los niños y a las niñas.
Otra de
las señales fue que se popularizó abusar de los eufemismos y dejó de
llamarse a las cosas por su nombre. Por ejemplo, nadie denominaba “culo” al “culo”,
las gentes se dejaron arrastrar por la moda estúpida de llamarle “pompi”. Y no
digamos ya cosas importantes como “hambre”, no se pronunciaba, se sustituía por
“necesidad”. Como si el hambre dejara de existir por cambiarle en nombre.
El hecho
fue que la situación se hizo insostenible para las autoridades y como vieron
que no era suficiente con cambiar el nombre de las cosas, decidieron que lo
mejor para conservar su poder era prohibir las palabras, terminar con ellas. Y
así se inició toda una campaña de reeducación brutal, donde se emplearon todos
los métodos. Simplemente el lenguaje pasó a mejor vida. Todas las palabras fueron
recluidas, secuestradas, prohibidas.
Cuando la
mujer casi centenaria recordaba la secuencia de los acontecimientos le entraban
unas ganas tremendas de gritar palabras a voz en cuello a los cuatro vientos y
de abrir todos los cajones del armario de su salón para que volaran libres y
salieran por los ventanales como las mariposas que anuncian la primavera, buscando
el aire fresco para inundar las calles.
El momento
de la liberación de las palabras estaba cerca. Había soñado con ese momento muchas veces y tenía que hacer realidad
sus propios sueños. No podía irse a la tumba con ese anhelo cosido a su hígado.
Dentro de
cuatro días, el dos de octubre de 2085, iba a cumplir cien años y había llegado
la hora de comenzar a luchar. Se haría un regalo. Su pequeña revolución
consistiría en abrir los cajones del armario de las palabras y los ventanales
del salón para colocarse en el centro de la galería con un megáfono, dispuesta
para gritar una por una todas las palabras según el orden en que habían sido
prohibidas: “pesadilla”, “hambre”, “educación”, “consuelo”, “solidaridad”,
“física”, “boca”, “amor”, “revolución”, “igualdad”, “cuerpo”, “matemáticas”, “literatura”,
“sangría”, “chorizo”, “resistencia”, “carne”, “libertad”…así miles y miles de ellas,
hasta la última que nombraría, que sería la palabra “pensar”.
El
momento de la liberación de las palabras estaba cerca.
Carmen Barrios