domingo, 9 de junio de 2013

Extraño cuento de domingo


El relato que pego a continuación es una historia extraña, un poco fantástica, que tiene que ver en parte con una experiencia familiar (por la parte de mi madre), ocurrida durante la guerra civil y la postguerra.  Lo que sucede en este cuento es naturalmente un poco exagerado, aunque se puede afirmar, que lo realmente desmesurado fue la represión tremenda sufrida por el pueblo de Madrid a partir de la entrada de los franquistas en la capital y el miedo perpetuo y constante que se instaló sobre sus habitantes a partir de ese momento. El miedo y la miseria -tanto la intelectual como la física- caminaron de la mano durante muchos años, acompañando a la falta de libertad, que acaso quedaba recluida al universo de los sueños.

La fotografía que acompaña al relato la realicé en una de esas calles de Madrid que fueron testigo de los sucesos de ese tiempo, algún artista urbano tuvo el acierto de colocar sobre una puerta vieja, que parece dispuesta para la eternidad, este retrato de una diva del cine mudo que con el deterioro propio del paso de los días se fue quedando ahí para siempre, como un tatuaje, sobre la piel de la puerta.

Tanto el cuento como la fotografía han sido publicados en la web de información www.nuevatribuna.es  en la sección de cultura.


Mirada desde un sueño

Fideos

Los fideos se amontonan sobre la mesa de la cocina y la desbordan. La máquina de hacer fideos trabaja a pleno rendimiento. A pesar de tener un tamaño un poco más grande que el de un molinillo de café, una cantidad ingente de engrudo entra por su depósito superior y los pequeños orificios cilíndricos, que forman su ojo frontal de acero, escupen millones de finos hilos como cabellos rubios de sirena, que caen formando una cascada interminable de condumio para sopa. Parece que la masa de fideos tiene vida propia y progresa en movimiento constante hasta cruzar la puerta de la cocina del viejo piso de Buenavista de la casa de mis tías.

Contemplar como avanzan todos esos fideos -que no dejan de multiplicarse como un maná inesperado que crece y crece y se expande con rumor crepitante llenando la cocina y el pasillo y que se disponen a alcanzar la puerta de la calle como un magma espeso y amarillo- me produce una sensación muy agobiante.

Desde el fondo del pasillo veo como se acerca hacia mí la masa brillante, que se ha convertido ya en una inundación en toda regla y amenaza con ahogarme. Abro con determinación la puerta de la calle para liberar el caudal de fideos, mediante una ruta de alivio, y compruebo satisfecha que la escalera de la finca cumple a la perfección ese cometido.

A los pocos instantes escucho voces que provienen del fondo de la escalera. Las vecinas del bloque gritan jubilosas y dan gracias al cielo por la cantidad ingente de fideos que mana de la casa de mis tías, como si de una fuente mágica e inagotable de suministros se tratara. Miro por la ventana que da a la pequeña plaza del barrio viejo y veo una fila interminable de personas que acuden al portal con una fuente, con un balde o con cualquier otro recipiente con capacidad suficiente para llenarlo de la mayor cantidad de fideos posibles. Esa visión me despeja la presión y me permite sacudirme el agobio. Me entran ganas de gritar a los cuatro vientos que ya nadie va a pasar hambre en Madrid nunca más.

Como si una tijera cortara la cinta de una película por la parte más dulce, con la agilidad de un zarpazo de gato un golpe seco me ha sacado en un segundo cruel de lo mejor de mi sueño. Los gritos de la funcionaria de la prisión me han borrado en un instante la estampa de mis vecinas con sus cazuelas repletas de fideos, y me han hecho situarme, con el desvelo instalado en el pecho, en mi realidad negra de encarcelada.

Mientras la funcionaria me empuja por el pasillo, no dejo de pensar en mi sueño y en la máquina de hacer fideos. Gracias a ella mis tías y yo sobrevivimos en los peores días de escasez que provocó el asedio que las tropas rebeldes nos infligían a los habitantes de la capital. La máquina se hizo tan popular en la plaza del barrio viejo, que por la casa de mis tías desfilaban cada día muchas vecinas que venían a fabricar sus propios fideos con cualquier sobra que fuera susceptible de transformarse en sustento para la sopa. Un poco de arroz, pan duro o incluso mondas de patatas cocidas, cualquier cosa valía para distraer el hambre y calmar el estómago por un rato.

A los pocos días de entrar en Madrid las tropas de los alzados, alguien nos denunció, nos incautaron la máquina de hacer fideos y nos llevaron a la cárcel de mujeres de las Ventas. A las penalidades de la derrota se han sumado la humillación, la desconfianza hacia las vecinas de toda la vida y el miedo, que pesan en mi ánimo y en el de mis tías como las gruesas cadenas de forja que sujetan a los barcos mercantes firmes al muelle.

Mientras camino tras la funcionaria vestida con el atuendo inconfundible de las sección femenina de Falange por el largo pasillo, que lleva hasta el lugar en el que me van a juzgar -todavía no sé de qué delito me acusan-, me pregunto ¿dónde estará la máquina?, ¿qué habrá sido de ella? A lo mejor está también recluida, presa en algún almacén lleno de objetos personales incautados a los vencidos. Es posible que en este momento esté vomitando sin parar toneladas y toneladas de finos hilos de fideos como cabellos rubios de sirena, para ahogar la miseria de todos los que sufren esta derrota sin pan, sin libertad y sin esperanza.

Carmen Barrios



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