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Dolores se mece sobre el río |
El cuento que pego a continuación es una historia de amor, de ternura y de espera. Es también un relato sobre la derrota en el pasado y la determinación para sobreponerse a ella en el presente.
Cuento una historia totalmente ficticia que se me ocurrió viendo la fotografía de una petaca de licor del ejército rojo, que me mostró un amigo. La había sacado en un mercadillo de Palermo, y cuando la vi, comencé a imaginarme una vida para esa petaca de licor de un soldado ruso en Europa. Como tengo querencia por los asuntos relacionados con nuestra memoria, situé a mi soldado ruso en la guerra civil española, un brigadista en el lado de los buenos, el de los republicanos, que es mi lado, el lado de los míos, el lado de los que defendían la legalidad democrática, el lado de la dignidad, el lado de la igualdad, de la justicia y de la libertad.
La fotografía la saqué en Praga, en un atardecer suave en uno de esos puentes maravillosos sobre el río. Me ha parecido que podría ser un retrato imaginario de Dolores, una de las protagonistas de mi cuento.
Tanto el cuento como la fotografía han sido publicados también en la web de información www.nuevatribuna.es en la sección de cultura.
La petaca
Manuela lleva una semana arrastrando los pies
para acudir al trabajo. La han escogido para hacer inventario en la sede
central de Correos, un edificio histórico con aires de fortaleza que ha sido
vendido a una gran compañía del sector de las telecomunicaciones. En un
principio no le pareció mal pero,
desde que le anunciaron que tenía
que bajar al sótano del edificio con el auditor para catalogar con detalle lo
que allí queda, una desazón áspera como una roncha enrojecida se instaló en la
boca de su estómago formando una corona de ascuas. Siempre que su úlcera arde sabe
que algo extraño está a punto de suceder. Este trabajo ya resulta para ella una
labor penosa en sí, porque certifica la venta de Correos al sector privado y
estampa el sello de liquidación a una lucha que todos han perdido, como para
encima tener que soportar los rigores físicos de una dolencia que, en su caso,
siempre ha estado asociada con la llegada a su vida de acontecimientos
inevitables, que suelen torcer el presente y volver su mundo del revés. Para colmo, el sótano de Correos es un lugar poco frecuentado y sobre el que se
cuentan historias fantásticas y raras.
Nunca había estado allí, ni sola ni
acompañada, pero en cuanto el encargado de la auditoría y ella comienzan a
avanzar por el largo pasillo, que desemboca en la sala principal, Manuela
advierte que es un lugar singular. Con cada paso, mastica la sensación ácida de
que allí planean las sombras de acontecimientos mal resueltos.
El sótano está a unos cuantos metros bajo
tierra, parece una especie de búnker empotrado en el subsuelo a una profundidad
que casi compite con las calderas del infierno. Su apariencia lúgubre y su
decrepitud se ven multiplicadas por una iluminación muy precaria, tenue, que apenas alcanza para ubicar con
claridad los límites del espacio y otorga a los escasos objetos, que se
distinguen a duras penas, una apariencia incorpórea de siluetas espectrales en
medio de un gran teatro oprimido por un raro vacío.
Al aproximarse a la pared del fondo,
distinguen una estantería con archivadores. Cuando
comienzan a retirar unos cuantos para ver su contenido se percatan de que el
tabique tiene un hueco grande que comunica con otra sala. Deciden empujar la
estantería con cuidado para acceder a ese lugar y, casi sin darse cuenta,
caminan unos cuantos pasos hacia el más allá, hacia una etapa del pasado
que permanece secuestrado en el tiempo. La estancia es colosal y se encuentra
llena de estantes ocupados por cartas y paquetes cubiertos por el polvo denso
de una desolación que cuenta con más de medio siglo de olvido. Los objetos
acomodados allí parecen pequeños cadáveres momificados, dispuestos en las
repisas por orden alfabético y por fechas de recepción. Los matasellos oscilan
entre 1938 y 1955 y todos tienen el sello de un águila imperial de gesto adusto
y ojos carroñeros, sobre cuya cabeza reza el lema “España, Una, Grande, Libre”.
Manuela y el auditor están atónitos, observan que muchas de las cartas
provienen de cárceles o campos de reclusión e internamiento. ¿Qué hacen allí
esas cartas todavía? ¿Es que nunca llegaron a sus destintatios? Se preguntan. En
ese instante, ante sus ojos, se está desnudando una de las sentencias del
olvido.
Manuela percibe con claridad la importancia
de esas cartas. Allí parece que se amontonan miles de documentos que atestiguan
la existencia de una voluntad cruel, encaminada a interrumpir la comunicación
entre los vencidos y sus parientes, para infligir más miedo y desesperación, e
introducir en las gentes la incertidumbre sobre el destino último de sus seres
queridos. En esos anaqueles todavía duermen los relatos de miles de vidas al
límite que no consiguieron tocar con sus palabras el ánimo de sus allegados
para trasladar o encontrar un poco de consuelo y, sobre todo, para notificar
cuál fue su destino.
A medida que digiere la magnitud del
hallazgo, un dolor agudo, que pugna con todo ese tiempo malogrado, se clava en
sus entrañas y mortifica a
Manuela con la idea firme de que esas cartas y esos paquetes tienen que ver la
luz, aunque sea con 80 años de retraso. En el interior de ese sótano respira
todavía un número indeterminado de alientos contenidos y su deber es intentar
recomponer el friso desbaratado de tantas historias silenciadas. Mientras
Manuela se deja llevar por un susurro inaudible instalado muy dentro, que la
impele a extender la mano y coger un pequeño paquete, el auditor de la compañía
niega de forma insistente con la cabeza:
-¿Qué hace usted? ¡¡¡Eso ni tocarlo!!!, no es
cosa nuestra. Damos parte y ya-, la increpa alterado mientras inenta sujetar la
mano de Manuela con fuerza, mirándola inquisitivamente a los ojos, porque ha
leído en ellos la extraña determinación que se ha apoderado de su subordinada.
Manuela, sin embargo, no le oye, solo se escucha a sí misma, a esa voz interior que la anima a actuar
y al fuego de su estómago, que arde y que la impulsa con fuerza a desvelar el
contenido de ese paquete. El remitente parece ruso, Pavel Mikhailov pone,
la dirección desde la que está enviado es la de un campo de concentración,
Castuera -en Extremadura- y su destinataria es una tal Dolores Aranda, C/ Olmo,
5, 2º-A, escalera principal; la fecha del matasellos es del 24 de julio de
1939.
Mientras lo abre con mucho cuidado, como si
acariciara la mano diminuta de un niño recién nacido, comienza a sentir una
desconocida sensación de melancolía antes de extraer lo que se oculta en su
interior: una petaca de metal, recubierta de cuero negro, sobre el que resalta
una estrella roja de cinco puntas y el símbolo del martillo y la hoz perfilado
en relieve sobre el corazón de la estrella. Además, el paquete también contiene
un papel doblado en cuatro, que parece una carta. Sin vacilar ni un instante, despliega
el escrito y lo lee en voz alta para acallar las amenazas del auditor, que no
para de gritarla que mantenga eso en su sitio, que se está buscando una sanción
o incluso que la despidan, que su trabajo es otro, que no está allí para leer
el correo, ni mucho menos para encargarse de eso, que es una irresponsabilidad,
que si se ha vuelto loca, que…:
“Mi
querida Dolores, me apresaron hace
unos diez días y tengo las fuerzas muy mermadas. En este campo, en Castuera, en
La Serena, estamos recluidos miles de hombres hacinados y hambrientos, el calor
es agobiante y la sed nos derrota. Por la claridad de esta carta, ya te habrás
dado cuenta de que no la escribo yo, ya sabes lo torpe que soy todavía con el
español. Un capitán de artillería me está haciendo el favor de poner estas
letras en claro para que sepas que sigues en mi corazón, que el recuerdo de tus
ojos profundos acariciando mi alma y de tus manos suaves sobre mi vientre es lo
más valioso que me llevo de este viaje por una vida que me ha dado la satisfacción
de sentir que he hecho cosas que merecían la pena, como entregarme a ti y a la
lucha por la libertad de esta tierra. Sé que todo acabará pronto, este recinto
es un moridero. Por
eso quiero pedirte que sigas, que no te rindas, que continúes, que camines y
que no te detengas, y siempre riendo, con los ojos y con la boca, con el
corazón y con las manos, ya sabes cuánto me gusta tu risa. Te envío lo único
que me queda, esa petaca en la que te di a probar, por primera vez en tu vida,
un trago de vodka que te supo a fuego del infierno, pero que transformó tus
mejillas en dos soles abrasadores y alegres en medio de tu rostro. Por favor,
guárdala, así siempre que poses tus labios en su boquilla los sentiré como
besos de seda sobre mi propia boca”. Pavel Mikhailov, 22 de julio de 1939.
Cuando termina de leer, el auditor ya se ha perdido
camino del ascensor. Manuela permanece muy quieta durante algunos minutos, como
si pudiera ver la silueta de Pavel sin fuerzas casi para sostener el último
aliento, reclinado sobre el hombro del Capitán de artillería que le hacía de
amanuense. Comienza a respirar hondo para calmar las brasas de su estómago y es
consciente de que la única forma de aplacar el vértigo que la invade es cumplir
con el rito que fue interrumpido tantos años atrás: entregar esos paquetes en
su destino. Empezará por el que sostiene en las manos.
Es casi media mañana cuando sale a la calle
con el paquete de Pavel bien resguardado dentro de su bolso y camina con la
ligereza de quien sabe que, por una vez, puede suavizar un daño suspendido en
un limbo del pasado.
Sobre la una del medio día llama al timbre
del 2º piso del número 5 de la calle del Olmo. Una voz femenina le abre la
puerta del portal después de escuchar parte de su relato y asegurarle que sí,
que esa es la casa de su abuela Dolores. Cuando alcanza el descansillo del
segundo piso una mujer de unos cuarenta y cinco años, alta y con la piel muy
clara, la espera en el rellano. Manuela se presenta, le tiende el paquete y
ella la invita a pasar.
- Pase, pase, por favor, pase y siéntese –le
dice mientras le indica el sofá con una expresión entre alegre y expectante-.
Voy a buscar a la abuela, que está en su cuarto, es muy mayor, ¿sabe?, pero
tiene una salud de hierro…y un ánimo…, fíjese, acaba de cumplir 98 y está tan
fresca…y dice usted que le trae un paquete fechado en 1939. ¿Está usted segura?
Y, mientras Manuela le tiende el paquete para
que ella misma lo vea, exclama:-¡¡¡qué barbaridad!!!, pues sí que ha tardado en
llegar el paquete…pero parece que ha sido abierto…
-Sí -se apresura a explicar Manuela- cuando
encontramos toda esa correspondencia almacenada allí, en una especie de cuarto
grande del sótano de la central de Correos, no sé, un impulso que no pude
controlar me llevó hasta este paquete y, tras ver su contenido y leer la carta
de Pavel para su abuela, que está dentro, perdóneme, pero no lo pude evitar, me
asaltó una emoción enorme y… en fin, que decidí que este reparto histórico
tenía que llegar a su destino,...yo,
en fin, que no sé…
-Sí, sí, la comprendo, no se preocupe, a mi
me habría pasado algo parecido…bueno voy al cuarto de la abuela, a ver si la
ayudo a salir –afirma mientras su voz se pierde al fondo del pasillo.
Al poco rato aparece en el salón llevando de
su brazo a una anciana sonriente, de rostro casi transparente, que la saluda
estrechando su mano con parsimonia y mientras se sienta en una butaca, que la
sujeta muy derecha, comienza a expresarse con calma:
-Señorita…dice mi nieta que trae usted un
paquete para mi…de Pavel…Pavel…Pavel…,¿está segura?
-Lo puede ver usted misma -asegura Manuela
mientras le tiende el paquete-, también hay una carta para usted, que va
dentro.
La anciana se coloca sus gafas y
lee el remite repitiendo el nombre de Pavel varias veces, como si cada
repetición le permitiera dibujar en su mente una parte del rostro del ruso
hasta recomponer su estampa por completo. Cuando sus manos liberan la petaca de
su tosco envoltorio una sonrisa juvenil, como de niña pillada en falta, ilumina
toda su cara y por un momento parece que Dolores ha vuelto a los veinte años.
Le pide a su nieta que lea la carta en alto, porque tiene los ojos empañados
por un brillo de emoción que actúa de velo y, según confesa, las palabras
navegan sin control sobre el papel como si fueran barquitos de vela. Escucha
con atención cada frase. Cuando su nieta concluye se ha declarado un incendio en
sus mejillas, que están teñidas por un rojo intenso, tal como describía Pavel
en su carta.
-Ya sabía yo que era imposible que Pavel me
hubiera abandonado,...ya sabía yo que era imposible…lo sentía muy dentro, siempre lo he sentido pegadito aquí, a mi lado, siempre a mi lado –expresa con sosiego,
mientras entorna los ojos para posar sus labios en la boquilla de la petaca con
mucha placidez, como si en ese acto se estuviera fundiendo en un largo beso con
su amante ruso.
Carmen Barrios.