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La mujer rota |
Los inicios de la Guerra Civil española fueron muy duros en muchos pueblos que quedaron dentro del bando de los golpistas fascistas. Se asesinaba con usura, como dice uno de los protagonistas de los cuatro cuentos que componen el libro "Los girasoles ciegos". Se mataba para terminar con los que no pensaban igual, daba lo mismo si se trataba de jornaleros, antiguos concejales, maestros o maestras, o lo que fuera. Cualquier pequeño detalle que delatara simpatías por la II República o comportamientos demasiado liberales podía significar una acusación de cargo que llevara a una cuneta o a una fosa improvisada. Se trataba también de infundir un miedo que traspasara las fronteras de las generaciones, porque se hacía desaparecer a los muertos, malenterrándolos en cualquier parte y no se permitía a los familiares darles una sepultura decente en un cementerio ni llorar a sus muertos.
Muchos de los derechistas, falangistas y golpistas que se levantaron contra el gobierno legítimo de España, iniciando una guerra atroz, aprovecharon la coyuntura para enriquecerse, porque se apropiaban sin pudor alguno de las tierras, de las casas y de las pertenencias de los asesinados y, cuando terminó la contienda, de los que perdieron la guerra.
El cuento que pego a continuación es una fábula un poco fantástica, en la que el cuerpo de una mujer asesinada con brutalidad se pasea por los campos como un pedazo de memoria retornada, que se sale del tiempo y vaga por ahí hasta que se haga justicia.
Valeriana existió, y la mataron por envidias, junto a otras dos mujeres. Era muy joven y la torturaron con inquina antes de darle muerte. Cuentan los del pueblo de Poyales, que tras matar a estas mujeres dejaron sus cuerpos a la intemperie del camino, para que todos pudieran ver de lo que eran capaces los alzados. Dos días después, un hombre del pueblo no pudo más y enterró sus cuerpos, señalando el lugar con un hito de piedra. El hombre se murió de pena a la semana siguiente.
Este relato está basado en hechos reales sucedidos a finales de diciembre de 1936 en el pueblo de Poyales del Hoyo (en las faldas de la Sierra de Gredos), donde fueron asesinadas tres mujeres al inicio de la guerra cuyos cuerpos fueron enterrados en una cuneta de la carretera hacia Candeleda y que costó mucho recuperar, porque las autoridades locales, del Partido Popular se negaban a ello. En la comarca del Valle del Tietar se asesinó a más de mil personas, y muchos de estos cuerpos todavía siguen bajo tierra, porque los alcaldes no dan los permisos para desenterrarlos. La represión aquí fue brutal y las gentes de estos pueblos todavía guardan memoria de lo sucedido y recuerdan que uno de sus vecinos, un falangista apodado el 501, fue el responsable de la muerte de 501 personas, se hizo poderoso tras la guerra y vivió felizmente hasta que se murió de viejo.
La fotografía que acompaña el relato la hice en una calle del barrio de Lavapiés en Madrid. Me topé con esta imagen rasgada sobre la pared, tan tétrica y tan brutal, un día de luz incierta en la calle del Oso. Otra vez un artista urbano me ha tendido el testigo que recojo, la fotografía es perfecta para este relato.
Tanto el cuento como la fotografía han sido publicados en la web de información www.nuevatribuna.es, en la sección de cultura.
Valeriana,
la del cabello azabache y la tez de nácar.
El camino estaba
revuelto. Terrones rojos, como si estuvieran regados con la sangre de un jabalí
recién abatido a tiros, destacaban sobre lo que parecía una cicatriz que desgarraba
el suelo. Se había acercado hasta allí, donde reposa el hito al filo de la
vereda que lleva hacia el valle, porque su hermano afirmaba que en ese lugar ocurría algo extraño. Cuando llegó a la zona señalada tuvo la certeza de que algo o
alguien había salido desde las entrañas de la tierra hasta alcanzar la
superficie con una obstinación desesperada, y que en su empeño, las piedras y
las raíces que fijaban el firme habían rasgado su carne.
A pesar de que
la tarde se fundía y caminaba entre luces, pudo percibir un rastro
purpúreo que conducía hasta el interior del bosque. Apartando sus temores, decidió
seguirlo amparado en la compañía fiel del arma de caza que heredó de su abuelo.
Conforme se adentraba en la espesura, una calma inusual iba invadiendo el
enramado. Las copas de los árboles ascendían buscando el cielo hasta el
infinito, y sus ramas -plagadas de hojas que impedían el paso de la escasa luz
del crepúsculo- permanecían muy quietas, como si todo el bosque se hubiera
contagiado con un estatismo propio de las naturalezas muertas.
Detuvo su marcha
unos instantes para fijar bien el rumbo de la marca escarlata que tatuaba la
piel del bosque, y en medio de la quietud escuchó una canción entre susurros
que competía con su propia respiración para hacerse oír. Levantó los ojos del
suelo y examinó el espacio, fijando bien la mirada, para escrutar con detalle
todo lo que le rodeaba, intentando averiguar el lugar exacto del que provenía
el murmullo. A escasa distancia, clareando en la espesura, pudo distinguir una
especie de bulto que tiritaba al entonar la melodía de una canción de cuna. Al
acercarse un poco más, vio que se trataba del cuerpo de una mujer en camisa de
dormir, cuya tela clara destacaba sobre la áspera negrura de un tronco partido
por un rayo.
La mujer tenía
una extraña belleza, enturbiada por surcos de sangre reseca que se mezclaban
con residuos de barro sobre el perfil de una piel macerada por la oscuridad del
tiempo. Su pelo largo y negro estaba deslucido por un fango grana, que delataba
que de la cabeza de la mujer había manado sin frontera una herida ya taponada.
Tenía los ojos cerrados, pero de su boca continuaban saliendo las estrofas
confusas de una nana muy triste, propia de una época atizada por los estragos
atroces de la guerra. Con un espanto que asía sus pies por los tobillos y los incrustaba
en el suelo como si fueran estacas, reparó en que el camisón de la mujer tenía
varios orificios de sombra negra por los que podía colarse su dedo índice, que describían
una media luna de pánico sobre su vientre. Sin duda eran impactos de bala. Esa
mujer había sido fusilada.
Desde que era un
niño había escuchado historias terribles referidas a media voz, que a veces
asaltaban sus sueños y daban vueltas en su cabeza sin parar, como las aspas de
un molinillo a mereced del viento. Se contaban en un tono casi inaudible para
los vivos, pero suficiente para que la llama de la memoria no se apagara. Eran
historias de dolor, de odio, de
crueldad sin límite, de venganza y de pillaje, historias que contenían la savia
ardiente de los secretos manchados por la muerte. Algunos aseguraban que una
parte importante de los campos de cultivo de los alrededores del pueblo eran
cementerios improvisados. Que la tierra abrigaba con un poderoso manto de
tiempo y de olvido cerca de mil cuerpos de vecinos del valle asesinados al
inicio de la guerra. Que un solo hombre (apodado “el 501”) era el responsable
de la desaparición de la mitad de ellos y que todos estaban malsepultados por
ahí, esparcidos bajo los sembrados de centeno, de trigo y de maíz, o al borde
de las cunetas de los caminos que unían unos pueblos con los otros.
Cuando vio a la
mujer malograda, abatida sobre el tronco ceniciento del árbol roto y percibió
su fragilidad en ruinas, se materializaron todas las habladurías registradas en
su cerebro a trompicones. Mientras miraba su cuerpo, tuvo la certeza de que delante
de sus ojos yacía una de las tres mujeres que fueron asesinadas en los tiempos
lejanos de su abuelo, en la vereda del camino que unía su pueblo con el valle. Se
acordaba bien de esa historia que había escuchado muchas veces a las mujeres de
su familia, pero a retales y entre silencios opacos, porque cuando él estaba
cerca se apagaban los murmullos. Durante años cosechó frases sueltas y palabras
ahogadas, uniendo poco a poco las piezas desperdigadas del relato hasta
completar el puzle del horror, porque no hay nada que llame más la atención de un
niño que los secretos desguazados.
Un grupo de hombres
azules sacaron a rastras de sus casas a tres mujeres y dos niñas, una noche gélida
de finales de diciembre de 1936. Asesinaron con crueldad a las mujeres, regando
con su sangre la cuneta del camino. A la más vieja la mataron por ser
protestante y a la de en medio por leer El Socialista. Con la más joven -toda
ella preñada de vida- se ensañaron especialmente, porque su hermosura lastimaba
de envidia a más de una beata. Le arrancaron de sus entrañas el niño que
llevaba dentro y rellenaron el hueco con los hierbajos podridos y los guijarros
sucios del camino, antes de coser su cuerpo con una descarga de tiros de
pistola. Las niñas sobrevivieron a este crimen atroz, pero los gritos de pavor
que rompieron esa noche negra permanecieron grabados en el perfil acuso y
triste de sus ojos como un estigma indeleble del espanto.
Mientras este
suceso, silenciado durante décadas, se reproducía como una pesadilla viva que
se hacía realidad ante su mirada, la mujer había ido poniendo fin a su tarareo
obsesivo.
Se dio cuenta de
que en ese instante helado, ella había abierto los párpados y clavando en el
infinito dos cuencas oscuras como serones de brea se quejaba de su suerte
en el tono apagado y monocorde de los muertos quebrados:
-El dolor me
puede…muchacho…no sé cómo he conseguido… salir del agujero…me falta el hijo…me
lo mataron…sin nacer el pobre…me lo mataron,… sin nacer el pobre…por eso le
canto, en el infinito…le canto, ¿sabes?...me lo mataron…me lo mataron…la tierra
me ha escupido, no me quiere dentro…para conjurar el olvido, la tierra me ha
escupido, porque me mataron al hijo…me lo arrancaron…me lo mataron, ¿sabes quién
soy?...Valeriana me llamaba…ese era mi nombre, Valeriana…la del cabello
azabache y la tez de nácar, me decían, Valeriana, me llamaba …me mataron al
hijo, me lo mataron…me lo mataron…me lo mataron…me lo…mmmmm…por eso mmmmm…