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Rojo passsión |
La primera entrada del 2014 va de placeres encontrados. Pego un cuentito lúdico para comenzar el año degustando y paladeando platos que llenan los sentidos. En ocasiones, meterse en la cocina amplia mucho los horizontes del placer.
La fotografía que acompaña el relato la realicé en la bella Sicilia, en la ciudad de Tropea, un lugar en el que los frutos de la tierra eran exhibidos con profusión de colores en cualquier pared de la calle. Dan ganas de chupar cualquiera de estos pimientos, guindilla, tomatitos o lo que sea, aunque después arda la boca. Caer en la tentación es lo que tiene.....
Tanto el cuento como la foto han sido publicados también en la web de información: www.nuevatribuna.es, en la sección de cultura.
EL
COCINERO
La cocina de Manuel está llena de
sabrosas cremas, que motean la encimera de las salsas con colores irresistibles
para los sentidos. Verde menta, que dispone el olfato para recibir los aromas
tibios que emanan de los cuerpos desnudos; prieto azafrán, que estimula la
punta de la lengua y atiza el fuego del deseo; morados arándanos, que tiñen los
labios y excitan el tacto hasta provocar pálpitos en los dedos gordos de los
pies; suave canela, que prepara el vientre para los excesos; amarillo limón,
que yergue el vello de las axilas como los escalofríos suaves que acompañan las
cosquillas; negro chocolate, que transforma las redondeces en dulces dispuestos
para remojar en licor de café. Manuel lo sabe, por eso siempre que ha podido ha
invitado a una amiga a disfrutar de un ratito de creación culinaria.
Ha aprendido que a ciertas mujeres les
gusta sentir cómo el tacto fresco de la hoja de la albahaca se desliza con
descuido por el hueco misterioso del escote, mientras las pepitas de una
granada dulce estallan sin piedad en el cielo del paladar. En cambio, otras
prefieren disfrutar el aroma del orégano sobre la delicada piel de la cara
interior del muslo y exhalarlo hasta perder el sentido, o percibir el latigazo
que provoca una cucharada de helado de frambuesa cuando se desliza, desde el
perfil curvo de la babilla, hasta la frontera del monte de Venus.
Manuel sabía manejarse en la cocina,
pero su magia se esfumó cuando apareció Ada. Se bloqueó y su imaginación no
llegó ni para freír unos huevos con jamón durante la primera cita. Se quedó
paralizado, sumergido en la miel de sus ojos almendrados, petrificado ante la
posibilidad de rozar mínimamente el contorno de sus mejillas de melocotón.
Y no puede controlar su estado. Cuando
está delante de ella sus pupilas se dilatan hasta alcanzar el tamaño de una
castaña y se le nubla la vista por completo. Nota cómo su cerebro se funde
dentro de su cabeza como si fuera manteca caliente, sus dedos sudan hasta engordar
como las salchichas cocidas y sus manos se vuelven torpes para las salsas. Sus
piernas se aflojan y su cocina deviene en una selva llena de trampas, con
cazuelas que hierven y queman, cuchillos afilados que hieren la piel y
puntiagudos sacacorchos, que no respetan ni un desliz dentro del cajón oscuro de
los utensilios de cocina.
Manuel está preocupado. Se ha dado
cuenta de que se ha enamorado locamente de Ada y él nunca ha cocinado para una
mujer sumergido en semejante estado de confusión de la razón. Siempre ha
mantenido ese sentimiento al margen de su cocina y hasta conocer a Ada se
jactaba de su destreza para manejar la cuchara de palo. Era un auténtico
experto en ligar una cremosa bechamel a la nuez moscada sin un solo grumo o
elaborar una salsa mayonesa de textura perfecta y suave gusto de limón.
Desde que Ada apareció en su vida, su
cocina está tan desordenada como una jaula llena de monos. En este estado no
sabe si podrá cocinar, pero, por otra parte, no puede renunciar a ella y han
vuelto a quedar a cenar.
Esta noche hay una luna llena blanca y
redonda como un plato de porcelana fina y Manuel se siente dispuesto a probar
cómo sabe el paladar de Ada, aunque su corazón se le hinche bajo el pecho como
una berenjena. La cena está dispuesta en la cocina. El primer plato es una crema
de setas con una pizca de pimienta, lista para degustar a la temperatura interior
del pequeño volcán del ombligo, y se sirve con rojos trocitos de pimiento de
piquillo que lo rodean en forma de espiral. Cuando la punta de la lengua entra
en contacto con la salsa, un calor eléctrico desborda el alma, y las manos
adquieren la textura y el aroma de las hojas de la hierbabuena.
Manuel está tranquilo y ambos disfrutan
de cada sabor. Mientras degustan un segundo plato, a base de ligeras verduras
en témpura sobre sabrosas hojas de fino queso de cabra, bebe de su boca una
ligera infusión de Malva y clavo, que afloja la tensión de las primeras citas y
permite que la pasión fluya como la crema de chocolate caliente. El postre baña
sus pies de fresa y vainilla fresca, y su fragancia delicada envuelve el
ambiente, inundando los sentidos hasta hacerles volar. Ada ha cocinado para Manuel,
que se ha dejado llevar de un plato a otro como si bailara un tango, sin perder
el ritmo. Durante la cena ella ha demostrando una destreza exquisita para
acariciar la cuchara y ha sabido aprovechar el desenfreno del amor para ligar
la mejor de las salsas.
Carmen Barrios