lunes, 27 de abril de 2020

PARAÍSO DE PASIONES EN LE SÓTANO DOS



Imagen Javier Castarnado

Paraíso de pasiones en el sótano dos
Salió del coche con el corazón dando golpes en su pecho y el deseo latiendo en el contorno de sus ojos. Llevaba puesta la mascarilla y los guantes de goma. Se aseguró de coger la bolsa de la compra. Era importante, era una señal, un salvoconducto. Lo único que se permitía durante los días de pandemia era acudir a comprar una vez cada cuatro días. Había aparcado en el sótano dos del supermercado. Estaba impaciente. Se sentía un poco delincuente, a la vez que osada, como una nueva Eva, aventurera del extraño presente en un paraíso prohibido por los rigores de los contagios pandémicos. Lo que iba a hacer se saltaba las normas y eso le provocaba una especie de excitación añadida difícil de controlar. Dio un rodeo hasta perderse por un lateral del parking, un lugar oculto a los ojos en el que había quedado con su amante. Ella había visto unos días antes que aquella zona era un punto ciego para las cámaras de vigilancia. No había ninguna.

El encierro por la pandemia les había pillado a cada uno en su casa, llevaban un mes sin verse, sin contacto físico real, sin poder acariciarse más allá de con palabras derramadas en susurros, que los bañaban y los cubrían de besos desde la pantalla del móvil. Necesitaban más. Estaban desesperados por verse de cerca, por mirarse a los ojos sin el filtro del plasma y poder acariciarse con las pestañas. Por oler sus cuellos, por beber cada uno de la boca del otro, por sujetar sus rostros entre las manos, apretar sus carnes y rozarse, rozarse y frotarse bien una contra el otro. Su parte animal no resistía más aquella abstinencia de la carne.

Era la hora de comer y el lugar estaba bastante tranquilo. No había rastro de vigilantes ni casi movimiento. La semana anterior al acudir a comprar, ella había notado que a esa hora la vida se paraba, que se abría un paréntesis en el tiempo perfecto para ellos.
Su amante estaba sentado al volante y al verla pasar saltó con agilidad gatuna al asiento trasero. Ella abrió la puerta del coche como quien destapa la sábana de la cama y se tumbó encima de él con suavidad, dejando que el peso de su cuerpo y su calor contagiara de sensaciones el cuerpo de su amante. Ella le retiró la mascarilla lentamente, como si levantara la tapa de un postre de chocolate con nata, y vio por fin sus labios encarnados, sus deliciosos labios encarnados, jugosos, carnosos y acaramelados como una gominola de fresón. Se acercó y le olfateó, paseó su nariz por su cuello y por su cara, por sus ojos, por su pelo …sin quitarse todavía la mascarilla ni los guantes. Se colocó a horcajadas sobre él, dispuesta a frotarse al ritmo que marcaba el galope de su corazón enloquecido y empezó a notar una presión desbordante, que amenazaba con romper la bragueta del pantalón de su amante si no liberaba esa hinchazón. Él metió su mano por debajo de la falda de ella y le apartó la braga. Con un movimiento rápido se introdujo dentro de ella, deslizándose a placer favorecido por su estado de humedad. Un ardor efusivo de río de lava lo impregnó todo. Ella se incorporó lo suficiente para que él pudiera verla bajarse la mascarilla, con lentitud cinematográfica, por debajo de la barbilla y quitarse los guantes de goma azul añil muy despacio, desnudando sus manos con parsimonia morbosa, como si se tratara de una moderna Gilda, protagonista de la distopía más insólita del siglo XXI. Aquella imagen le enloqueció, y provocó en él un estado de excitación salvaje. Comenzaron a moverse de forma frenética, ella encima de él, succionando su sexo como si fuera a engullirlo completamente y él apretándose contra ella hasta que ambos estallaron por dentro. Se quedaron pegados, una sobre el otro. Si moverse. No escuchaban nada, ni veían nada del exterior. Solo notaban una especie de run run suave. El vaho que empañaba los cristales del coche proporcionaba la sensación de que se encontraban fuera del tiempo y del espacio, como suspendidos en un extraño sueño.
Cuando ella tuvo fuerzas para incorporarse un poco y comenzar a recomponerse, limpió la bruma de la ventana trasera izquierda del coche y se asombró con lo que vio. Estaban rodeados de multitud de coches, que se movían de forma rítmica y tenían los cristales tan empañados como los del suyo. Aquél espacio ciego, del sótano dos del gran supermercado del barrio, se había transformado a la hora de la comida en un paraíso del amor, en una especie de Gomorra oculta, clandestina, donde las parejas de amantes separadas por el confinamiento habían encontrado el lugar perfecto para dar rienda suelta a sus transgresoras pasiones. 
Tanto la ilustración de Javier Castarnado como el relato han sido publicados en la web Nueva Tribuna.
Carmen Barrios Corredera. Abril de 2020.




martes, 21 de abril de 2020

HOMENAJE A LAS COMUNES: MI AMIGA MARISOL




Homenaje a las comunes: mi amiga Marisol

Mi amiga Marisol es solo una mujer. Una mujer normal. De esas que no se rinden nunca. Como tantas. Llegó desde Colombia hace miles de años casi con lo puesto, y con su hijo en los brazos, y sabe muy bien lo que es pelear cada minuto de la existencia para tener una vida digna. Es una de las personas más sensibles, generosas y solidarias que conozco. Mi amiga Marisol es especial. El caso es que si se la mira de cerca parece una mujer corriente, tirando a guapa, eso sí, algunos dirían, incluso, que a muy guapa. Pero si se la mira muy, muy de cerca se puede ver una luz especial que se derrama en sus ojos casi de forma acuosa, que tiene que ver con los padecimientos milenarios que llevan cosidos a piel las mujeres de abajo y con las ganas de supervivencia digna de las comunes. Mi amiga Marisol es una de esas mujeres comunes y corrientes, que siempre están para los demás y que siempre ayudan, dan una mano, las dos e incluso ponen todo el cuerpo si es preciso. Mi amiga Marisol es realmente bella, tan bella como la princesa Leia cuando ayuda a la resistencia.
Mi amiga Marisol se coloca los guantes, la mascarilla y sale de su casa resuelta, y lista para lo que venga, como si fuera ataviada con una armadura que la hace invencible. Es de las que está poniendo el cuerpo en su barrio para ayudar a los demás. Reparte comida con una asociación con la Red de Solidaridad Popular (RSP) de su barrio, junto con el equipo de apoyo de cuidados del distrito. Comenzaron atendiendo a cincuenta familias y ya asisten casi a quinientas, poniendo a prueba la capacidad de organización de la resistencia. El número no para de crecer de una semana para otra. Desde que comenzó esta pesadilla distópica de la pandemia convertida en crisis económica y social, mucha gente de su barrio que ya vivía al día, con curros precarios e incluso no tan precarios, se ha quedado tirada sin cobrar de un día para otro, y hay que ayudar, la resistencia está para eso, porque hasta que llegue el Halcón Milenario con las ayudas públicas, la gente tiene que comer.
Mi amiga nunca pregunta a los que acuden a por la bolsa de comida sin son españoles o no, si son trans, o del Real Madrid, gays, lesbianas o ateas, cómo viven, si son jóvenes o viejos, de aquí o de allá, extraterrestres o terrícolas de pura cepa, no le importa una mierda de donde sean, ni si son rubios, morenos, chinos, pecosos, negros o color aceituna, … solo les pregunta ¿qué tal llevas el día?, ¿qué necesitas?
Mi amiga Marisol sabe que Cáritas sí pregunta, y pide a la gente que rellene un formulario para darles el paquete de comida. Mi amiga es consciente de que esto es un error en la situación actual, porque hay gente sin papeles que se queda fuera de todas las ayudas, por no poder cumplimentar los formularios y también porque los perfiles han cambiado y hay personas que solo desean una ayuda puntual, mientras ellos consiguen volver a tener sus ingresos. Mi amiga sabe que hay gente que no quiere figurar en ningún registro, porque para ellos esto significa un fracaso en sus vidas, que les rompe un poco por dentro.
Mi amiga Marisol está muy enfadada con los voluntarios de hogar social, que preguntan a las personas su procedencia y solo reparten alimentos a los que acreditan ser Españoles. Como si el carnet de español otorgara a la gente derechos de supervivencia superiores a los de cualquier ser del planeta.
Mi amiga se indigna y le hierve la sangre cuando ve estas cosas, y se desgañita y las critica y las denuncia, porque también sabe que con o sin papeles, sean españoles o no, las personas solicitan ayuda por pura necesidad y tienen tanto derecho a comer cada día como sus hijos, su marido o ella misma. 
Mi amiga Marisol sonríe y consuela, proporciona ánimo y autoestima cuando dice, por favor, mírame a los ojos y no te avergüences, esto que te pasa le puede pasar a cualquiera, ninguno estamos exentos de quedarnos sin trabajo, sin recursos, así, en un parpadeo, la auténtica vergüenza es no disponer de una red de asistencia social pública en Madrid -la comunidad autónoma con el PIB per cápita más elevado y con la desigualdad más grande del Estado, con un millón de personas en situación de exclusión social y la mitad de esas en exclusión severa- y en toda España, que se ocupe de la gente cuando las cosas fallan. La auténtica vergüenza es que vivamos en una sociedad en la que está permitido gastarse hasta lo que no se tiene en tanques, aviones o bombas inútiles, en lugar de en sistemas de protección social, con derechos articulados que protejan, con justicia social, que pongan la vida en el centro y contemplen las necesidades reales de las personas. Mi amiga Marisol les dice también que la gigantesca vergüenza es que vivamos en una sociedad en la que hay personas que podrían vivir un millón de vidas a cuerpo de rey que se escabullen de pagar lo que les correspondería por su renta real, evadiendo impuestos, y se lavan la cara -con publicidad mediática-ofreciendo unas pocas migajas, y otras, en cambio, no puedan vivir ni una sola vida con la dignidad suficiente en este Madrid que engulle almas.
Mi amiga Marisol no cree en dioses, no cree en reyes, no cree en tribunos, ama a los demás como son, pelea como una leona por los suyos, por los de abajo, por los comunes, y cree en las personas, en el esfuerzo colectivo, en la solidaridad y en la capacidad de la gente organizada.
Mi amiga Marisol está indignada con esta situación y quiere que el Ayuntamiento y la Comunidad de Madrid escuchen a las asociaciones de barrio, que reclaman que las escuelas de cocina arrimen el hombro y cocinen platos para llevar para la gente que está impedida, que son pobres, viven en habitaciones sin derecho a cocina o son tan ancianas que no pueden guisarse un plato caliente. Mi amiga Marisol conoce muy bien lo que pasa en su barrio, nunca ha abandonado el trabajo de calle, ni la pelea diaria por la vida digna desde la resistencia.
Sabe de sobra que la caridad no es una solución real y ni permanente, y es consciente de que lo que quiere ella y la gente como ella, los comunes, son derechos y los lucha y los pelea cada día en las calles de su barrio. Sabe que el Gobierno de coalición prepara una renta mínima vital y se reconoce una de las protagonistas anónimas que ha exigido con organización, con política y en la urna, que la gente tenga una renta suficiente para poder contar con su propia economía sin tener que pedir ayudas o caridad. Sabe todo esto y se siente orgullosa de haber luchado por ese derecho. Es un triunfo de los comunes, de los que son como ella, de su clase, que supone –además- un cambio de conciencia social sobre cuáles son las prioridades, que tiene que contemplar y atender el Gobierno de un país.
Mi amiga lo sabe, y por eso, mientras llega y no llega el Halcón Milenario sigue siendo consciente de que a la resistencia le toca arrimar el hombro con solidaridad desde la red del tejido asociativo de cada barrio, de los grupos de cuidado distritales y desde los hogares, desde la casa de los comunes, donde no se pregunta procedencia ni filiación, se tiende la mano y se dice, ¡ánimo vecina, esto lo superamos todas juntas! ¡Resistir es vencer!
Mi amiga sabe que el pueblo salva al pueblo y es una obligación exigir con presión política y con solidaridad compartida, que las políticas públicas estén a la altura de las circunstancias.

PD. Este artículo está dedicado de forma especial a mi amiga Marisol, una mujer luchadora que siempre está. También a los miles de personas como ella, que ayudan a los demás así, poniendo el cuerpo sin preguntar, en este episodio distópico, que estamos viviendo, o en cualquier otra situación que lo requiera.
Este artículo ha sido publicado en Nueva Tribuna.
Carmen Barrios Corredera, escritora y fotoperiodista.




miércoles, 15 de abril de 2020

EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL CORONAVIRUS


Deseo selvático/ Javier Castarnado



El amor en los tiempos del coronavirus

El deseo crece. Va creciendo despacio. Es una pequeña planta que brota poco a poco, mientras se contemplan desde la pantalla del móvil. Han quedado a las 21 a tomar algo, y se han preparado para la cita virtual como si se tratara de un encuentro real vis a vis de una cálida, prometedora y húmeda tarde de primavera. Hace un mes, apenas se conocían de un par de encuentros casuales. Hoy están ahí, pendientes de la pantalla del móvil, navegando por las ondas una reclusión forzada por la pandemia del coronavirus, un bicho minúsculo e impertinente que complica las suertes del amor, al tiempo que aviva los estragos de las pasiones contenidas. Se escuchan atentos hablar de esto o aquello, se ríen y estimulan imaginando rutas aventureras por el mundo, se oyen derrochar palabras hasta agotarse, como quien despilfarra oro durante un tiempo que parece eterno. Ella bebe vino rojo y se muerde los labios, se recrea en su rostro de barbudo vikingo, le observa mientras ve danzar sus manos al ritmo cadencioso que marcan las palabras, a la vez que nota como el deseo le hace cosquillas en los pies, como los brotes tiernos de la madreselva. Él bebe cerveza rubia, y al igual que ella, siente como crece el mismo cosquilleo insolente de la naturaleza entre los dedos de sus pies. Como si se reflejaran en un espejo, se perciben recostados en el sofá, acompañados por los ecos cálidos de la bossa nova, como si el salón de cada una de sus casas tornara de repente en un acogedor local brasileño, un atardecer eterno de cualquier viernes de sus vidas.

El deseo va creciendo dentro de sus cuerpos como una planta salvaje que quiere ver el sol. Ella se dan cuenta. También él. Y es extraño, porque no pueden olerse. Se ven muy cerca en la pantalla del teléfono y no alcanzan a olfatear sus cuello, por mucho que se acerquen al cristal, no consiguen absorber la fragancia de almíbar del otro en un descuido.

Solo pueden imaginar. Únicamente pueden imaginarse sentados, tumbados, recostados uno a la vera del otro, enhebrando los dedos entre los cabellos, apartando flequillos para verse los ojos, pero no pueden acercar la nariz para impregnarse de la fragancia a sexo lúbrico que inunda ya cada uno de sus cuerpos y riega el deseo, que crece cada vez más opulento, asomando entre los cojines de uno y otro sofá, como las plantas trepadoras.

El deseo va creciendo y se enrosca como una enredadera poderosa que se apropia de sus cuerpos a medida que se miran, que sonríen, que parpadean, que gesticulan, ronronean y ponen sonido gutural a sus palabras, y es extraño, porque ninguno de los dos conoce a qué sabe el tacto de la piel, ni el toque de sus manos, ni cómo conducir por la curva pronunciada de una de sus caderas desnudas, ni la tangente que podrían describir al abrazarse mientras ocupan el cuerpo del otro, ella no sabe calcular si las palmas de las manos de él son lo suficientemente grandes para sujetar sus pechos por detrás, él no conoce el espacio que pueden ocupar las de ella al asir con ganas los cachetes redondos de sus nalgas.

El deseo aumenta su tamaño, y es extraño. Ninguno de los dos escucha la auténtica cadencia de la voz del otro, cosquilleando desde el oído para recorrer por completo el cuello en espiral y bajar por la vereda de la espalda, hasta perderse en los montes del sur de un cuerpo torneado por el descontrol de la lujuria al que cada uno ansía llegar.  

El deseo se hace grande, enorme, crece como un organismo boscoso dentro de sus cabezas y ocupa cada vez más espacio en el reducido mundo que rodea ahora sus cuerpos. 

Del exterior siguen llegando imágenes de calles vacías. Desde que llegó la pandemia están recluidos, cada uno en su casa, donde les secuestró un confinamiento que con ritmo meloso torna sus cuerpos en ambrosía confitada. El amor se ha convertido así en una promesa de viaje al cuerpo de Eros en tiempos de coronavirus, que irriga el deseo de forma turbulenta, como la lluvia cadente y constante baña las hojas del Taro, hasta hacerlas tan grandes que conquistan el corazón de cualquier selva lejana.
El deseo se ha hecho inmenso, inagotable, tanto que desde las ventanas de la casa de ella salen enloquecidas ramas selváticas, que buscan encontrarse con las de él, que también pujan frenéticas para desafiar el tiempo y el espacio. Tejen juntos una selva de amor y besos, de susurros y palabras, de manos y pies, de espaldas y torsos, de brazos y piernas, de cabellos ondulados y lisos, de cuellos y labios, de pubis pegados, de ávidos sexos enroscados, que trasciende las ondas telefónicas hasta arrancar una metamorfosis perfecta, inundando esta noche plena de primavera de hojas, ramas y frondosos troncos enlazados.
Eros sale victorioso. La Natura desborda la calle.
Carmen Barrios Corredera. Abril de 2020.