sábado, 26 de octubre de 2013

Cuento surrealista

La puerta de la selva


























Hoy pego un cuento un poco surrealista, en el que lo posible y la vida cotidiana se enredan con la fantasía aumentada, para componer un relato sobre un tipo de seres que vampirizan lo que tienen a su alrededor, colonizando poco a poco espacios y personas hasta conseguir que todo gire en torno a sus intereses.

La fotografía que lo acompaña también juega a la dualidad, no se sabe dónde se encuentra el horror de verdad, si entrando en la negritud a la que se accede tras la puerta azul o en el exterior del muro. 


Realicé esta fotografía en una zona industrial abandonada del barrio de Queens, en Nueva York. Paseé por allí una mañana de diario y tuve la sensación de que mil ojos me observaban, aunque yo solo viera extraordinarias paredes pintadas y algún que otro gato negro reposando en el suelo. 


Tanto el cuento como la fotografía también han sido publicados en la web de información: www.nuevatribuna.es en la sección de cultura. 

Va el relato:



LA ENREDADERA

Piter apareció en casa de ella una tarde de finales de octubre. Llegó sin ser invitado y de forma casual, era el amigo de un amigo que pasaba por allí acompañando a alguien. Tenía aspecto de alma errante, muy delgado y frágil, como una figura de Giacometti que camina por el mundo con lo puesto: una gabardina crema, larga como un día sin luz, y unas botas negras gastadas por el uso, pero tan limpias como si acabaran de salir del escaparate de una zapatería de caballeros. Como un ser casi incorpóreo, entró en su casa calladamente, sin ruido ni apenas explicación, más allá de un “-hola este es Piter, me lo he encontrado en la plaza nueva y me lo he traído, no te importa, ¿verdad?-” y un -“hola, por supuesto, claro que no importa, pasad y sentaos por ahí”.

Piter entró por el pasillo, llegó al salón y se quitó la gabardina con suavidad,  a cámara lenta. La prenda  descendió hasta el suelo como si fuera la cáscara que abandona una semilla, y su cuerpo de oblea se desplazó como una espora que trae el viento y cae liviana hasta posarse sobre la hierba mullida un día de otoño cálido y sin brisa, y allí mismo, germinó, echó raíces sobre el cojín derecho del sofá, así sin más.

Sin hacer ruido y sin avisar, lentamente, como hacen las plantas, fue poco a poco colonizando su casa y su vida. Desde ese rincón, como una enredadera invasora ávida de terreno fértil, ocupó todo el espacio. Cuando ella se quiso dar cuenta, todo su mundo se reducía a Piter, el amigo de un amigo que pasó un día por allí acompañando a alguien y se quedó.

Los amigos de ella dejaron de ir a visitarla, porque la presencia de Piter era tan absoluta e ilimitada que ella había dejado de ser ella, y se estaba transformando también en un ser híbrido, casi vegetal y con la voluntad aletargada. Comenzó a abandonarse, a salir a la calle cada vez menos, hasta se despidió del trabajo y dejó, incluso, de cortarse el pelo y las uñas, y también, de forma paulatina, fue prescindiendo de asearse o de ocuparse lo más mínimo de su persona. Su aspecto se asemejaba al de una planta ornamental olvidada en un rincón sin tránsito, parecía un ficus sucio y descuidado, con las hojas estucadas por un polvo pringoso y gris.

Un día, casi un año después, los vecinos decidieron llamar a la puerta de ella, molestos porque hacía mucho que no recogía el correo, que se acumulaba como una columna de papel indecente en un rincón del portal sin que nadie se atreviera a tirarlo. Como no se oía nada y nadie contestaba, cundió la alarma, una alarma tardía, porque el tiempo había corrido lento dentro de la casa de ella, pero no se había detenido.

Cuando los bomberos derribaron la puerta y la policía entró en la casa, no quedaba ni un rincón sin cubrir por las hojas de una enredadera selvática y frondosa como nunca habían visto. Las raíces retorcidas de la planta salían del sofá como el esqueleto exterior de un inmenso parásito y se extendían por todo el piso del salón, hasta llegar a la habitación, donde ella yacía sobre la cama aprisionada por las ramas gruesas de Piter, que ya no la dejaban moverse. Solo su cabello, largo y teñido por el polvo gris, acusaba el escaso movimiento originado por un viento precario, que se abría paso con asfixia desde la puerta de la calle.

Carmen Barrios




domingo, 20 de octubre de 2013

Mañana de domingo en Lavapiés


Superviviente


Los quiero ver así, apoyados en la pared, en cualquier esquina de la calle, tranquilos, esperando a un amigo o a una amiga, relajados, bien vestidos y guapos, muy guapos. Se merecen tener una vida tranquila como la tuya, como la mía, como la nuestra. Una vida en la que se pasea los domingos por la mañana, se compra el periódico y se toma el sol un ratito, mientas se espera a alguien. O simplemente se pierde el tiempo viendo pasar a la gente por la calle. 
Los quiero ver así, entre nosotros, compartiendo. Con sus derechos sanitarios intactos, con sus hijos escolarizados en la escuela pública, como lo están los tuyos o los míos, con trabajos dignos y con derecho a cobertura de desempleo si fuera necesario. No los quiero clandestinos, ni escondidos, ni ilegales, porque son personas con derechos humanos, como tu, como yo, como nosotros. 

Los quiero ver así, y no muertos, fotografiados en los periódicos mientras las olas del mar los arrastran ahogados a la orilla. No los quiero ver alineados en ataúdes iguales -capturados en el estigma inamovible de la horizontalidad de la muerte- sobre el suelo de cualquier nave de Lampedusa, o de las Islas Canarias. Quiero que puedan viajar aquí, o allí, o a donde les de la gana a buscarse la vida...igual que viaja el dinero, o los ricos, que van donde quieren y nadie les pide los papeles nunca. 

Los quiero ver así, bien guapos y vestidos de domingo mientras miran con curiosidad a la fotógrafa que una mañana de domingo se paró para hacer un retrato a la bonita fachada de "Alimentación Touba" y uno de ellos estaba allí, y se dejó retratar. Uno de ellos, uno de esos héroes supervivientes del trayecto desde África, supervivientes de las aguas del Estrecho...supervivientes. Los quiero ver así con la vida en la mirada y en la boca y en las manos.

A continuación pego un poema que escribí hace un par de años, después de leer una de esas noticias espeluznantes en la prensa, que detallaba la muerte de más de treinta personas en el estrecho, tras naufragar el cayuco en el que viajaban. Lo pego ahora, porque por desgracia estos hechos no dejan de repetirse. Y cada vez mueren más personas intentando alcanzar esta Europa prometedora, que defrauda a los justos y a los solidarios, a los amantes de la fraternidad y de la libertad. Lampedusa tiene la piel herida por la tragedia. La tierra de esta isla está anegada por las lágrimas de los muertos y de los vivos. 

Va el poema:

Cayucos

Cayucos, pateras, balsitas de lata,
espacio infinito de sueños marchitos.

Presente de lodo e incierto futuro,
con rumbo hacia un Norte
que despierta el deseo
con anuncios de cielo
y aparta a los hombres
con murallas de hierro.


Cayucos, pateras, balsitas de lata,
espacio infinito de sueños marchitos.

Sol ardiente,
¡piel bruñida!,
labios arados con surcos de sequía.
¡Manos de polvo de escamas!
¡Cuerpos de luna fría!


Cayucos, pateras, balsitas de lata,
espacio infinito de sueños marchitos.