jueves, 26 de junio de 2014

Una carta y una petaca de licor para la anciana Dolores


Dolores se mece sobre el río






El cuento que pego a continuación es una historia de amor, de ternura y de espera. Es también un relato sobre la derrota en el pasado y la determinación para sobreponerse a ella en el presente. 

Cuento una historia totalmente ficticia que se me ocurrió viendo la fotografía de una petaca de licor del ejército rojo, que me mostró un amigo. La había sacado en un mercadillo de Palermo, y cuando la vi, comencé a imaginarme una vida para esa petaca de licor de un soldado ruso en Europa. Como tengo querencia por los asuntos relacionados con nuestra memoria, situé a mi soldado ruso en la guerra civil española, un brigadista en el lado de los buenos, el de los republicanos, que es mi lado, el lado de los míos, el lado de los que defendían la legalidad democrática, el lado de la dignidad, el lado de la igualdad, de la justicia y de la libertad. 

La fotografía la saqué en Praga, en un atardecer suave en uno de esos puentes maravillosos sobre el río. Me ha parecido que podría ser un retrato imaginario de Dolores, una de las protagonistas de mi cuento.

Tanto el cuento como la fotografía han sido publicados también en la web de información www.nuevatribuna.es en la sección de cultura.


La petaca

Manuela lleva una semana arrastrando los pies para acudir al trabajo. La han escogido para hacer inventario en la sede central de Correos, un edificio histórico con aires de fortaleza que ha sido vendido a una gran compañía del sector de las telecomunicaciones. En un principio no le pareció mal pero, desde que le anunciaron que tenía que bajar al sótano del edificio con el auditor para catalogar con detalle lo que allí queda, una desazón áspera como una roncha enrojecida se instaló en la boca de su estómago formando una corona de ascuas. Siempre que su úlcera arde sabe que algo extraño está a punto de suceder. Este trabajo ya resulta para ella una labor penosa en sí, porque certifica la venta de Correos al sector privado y estampa el sello de liquidación a una lucha que todos han perdido, como para encima tener que soportar los rigores físicos de una dolencia que, en su caso, siempre ha estado asociada con la llegada a su vida de acontecimientos inevitables, que suelen torcer el presente y volver su mundo del revés. Para colmo, el sótano de Correos es un lugar poco frecuentado y sobre el que se cuentan historias fantásticas y raras.

Nunca había estado allí, ni sola ni acompañada, pero en cuanto el encargado de la auditoría y ella comienzan a avanzar por el largo pasillo, que desemboca en la sala principal, Manuela advierte que es un lugar singular. Con cada paso, mastica la sensación ácida de que allí planean las sombras de acontecimientos mal resueltos.

El sótano está a unos cuantos metros bajo tierra, parece una especie de búnker empotrado en el subsuelo a una profundidad que casi compite con las calderas del infierno. Su apariencia lúgubre y su decrepitud se ven multiplicadas por una iluminación muy precaria, tenue, que apenas alcanza para ubicar con claridad los límites del espacio y otorga a los escasos objetos, que se distinguen a duras penas, una apariencia incorpórea de siluetas espectrales en medio de un gran teatro oprimido por un raro vacío.

Al aproximarse a la pared del fondo, distinguen una estantería con archivadores. Cuando comienzan a retirar unos cuantos para ver su contenido se percatan de que el tabique tiene un hueco grande que comunica con otra sala. Deciden empujar la estantería con cuidado para acceder a ese lugar y, casi sin darse cuenta, caminan unos cuantos pasos hacia el más allá, hacia una etapa del pasado  que permanece secuestrado en el tiempo. La estancia es colosal y se encuentra llena de estantes ocupados por cartas y paquetes cubiertos por el polvo denso de una desolación que cuenta con más de medio siglo de olvido. Los objetos acomodados allí parecen pequeños cadáveres momificados, dispuestos en las repisas por orden alfabético y por fechas de recepción. Los matasellos oscilan entre 1938 y 1955 y todos tienen el sello de un águila imperial de gesto adusto y ojos carroñeros, sobre cuya cabeza reza el lema “España, Una, Grande, Libre”. Manuela y el auditor están atónitos, observan que muchas de las cartas provienen de cárceles o campos de reclusión e internamiento. ¿Qué hacen allí esas cartas todavía? ¿Es que nunca llegaron a sus destintatios? Se preguntan. En ese instante, ante sus ojos, se está desnudando una de las sentencias del olvido.

Manuela percibe con claridad la importancia de esas cartas. Allí parece que se amontonan miles de documentos que atestiguan la existencia de una voluntad cruel, encaminada a interrumpir la comunicación entre los vencidos y sus parientes, para infligir más miedo y desesperación, e introducir en las gentes la incertidumbre sobre el destino último de sus seres queridos. En esos anaqueles todavía duermen los relatos de miles de vidas al límite que no consiguieron tocar con sus palabras el ánimo de sus allegados para trasladar o encontrar un poco de consuelo y, sobre todo, para notificar cuál fue su destino.

A medida que digiere la magnitud del hallazgo, un dolor agudo, que pugna con todo ese tiempo malogrado, se clava en sus entrañas y mortifica a Manuela con la idea firme de que esas cartas y esos paquetes tienen que ver la luz, aunque sea con 80 años de retraso. En el interior de ese sótano respira todavía un número indeterminado de alientos contenidos y su deber es intentar recomponer el friso desbaratado de tantas historias silenciadas. Mientras Manuela se deja llevar por un susurro inaudible instalado muy dentro, que la impele a extender la mano y coger un pequeño paquete, el auditor de la compañía niega de forma insistente con la cabeza:

-¿Qué hace usted? ¡¡¡Eso ni tocarlo!!!, no es cosa nuestra. Damos parte y ya-, la increpa alterado mientras inenta sujetar la mano de Manuela con fuerza, mirándola inquisitivamente a los ojos, porque ha leído en ellos la extraña determinación que se ha apoderado de su subordinada.

Manuela, sin embargo, no le oye, solo se escucha a sí misma, a esa voz interior que la anima a actuar y al fuego de su estómago, que arde y que la impulsa con fuerza a desvelar el contenido de ese paquete. El remitente parece ruso, Pavel Mikhailov pone, la dirección desde la que está enviado es la de un campo de concentración, Castuera -en Extremadura- y su destinataria es una tal Dolores Aranda, C/ Olmo, 5, 2º-A, escalera principal; la fecha del matasellos es del 24 de julio de 1939.

Mientras lo abre con mucho cuidado, como si acariciara la mano diminuta de un niño recién nacido, comienza a sentir una desconocida sensación de melancolía antes de extraer lo que se oculta en su interior: una petaca de metal, recubierta de cuero negro, sobre el que resalta una estrella roja de cinco puntas y el símbolo del martillo y la hoz perfilado en relieve sobre el corazón de la estrella. Además, el paquete también contiene un papel doblado en cuatro, que parece una carta. Sin vacilar ni un instante, despliega el escrito y lo lee en voz alta para acallar las amenazas del auditor, que no para de gritarla que mantenga eso en su sitio, que se está buscando una sanción o incluso que la despidan, que su trabajo es otro, que no está allí para leer el correo, ni mucho menos para encargarse de eso, que es una irresponsabilidad, que si se ha vuelto loca, que…:

Mi querida Dolores, me apresaron hace unos diez días y tengo las fuerzas muy mermadas. En este campo, en Castuera, en La Serena, estamos recluidos miles de hombres hacinados y hambrientos, el calor es agobiante y la sed nos derrota. Por la claridad de esta carta, ya te habrás dado cuenta de que no la escribo yo, ya sabes lo torpe que soy todavía con el español. Un capitán de artillería me está haciendo el favor de poner estas letras en claro para que sepas que sigues en mi corazón, que el recuerdo de tus ojos profundos acariciando mi alma y de tus manos suaves sobre mi vientre es lo más valioso que me llevo de este viaje por una vida que me ha dado la satisfacción de sentir que he hecho cosas que merecían la pena, como entregarme a ti y a la lucha por la libertad de esta tierra. Sé que todo acabará pronto, este recinto es un moridero. Por eso quiero pedirte que sigas, que no te rindas, que continúes, que camines y que no te detengas, y siempre riendo, con los ojos y con la boca, con el corazón y con las manos, ya sabes cuánto me gusta tu risa. Te envío lo único que me queda, esa petaca en la que te di a probar, por primera vez en tu vida, un trago de vodka que te supo a fuego del infierno, pero que transformó tus mejillas en dos soles abrasadores y alegres en medio de tu rostro. Por favor, guárdala, así siempre que poses tus labios en su boquilla los sentiré como besos de seda sobre mi propia boca”. Pavel Mikhailov, 22 de julio de 1939.

Cuando termina de leer, el auditor ya se ha perdido camino del ascensor. Manuela permanece muy quieta durante algunos minutos, como si pudiera ver la silueta de Pavel sin fuerzas casi para sostener el último aliento, reclinado sobre el hombro del Capitán de artillería que le hacía de amanuense. Comienza a respirar hondo para calmar las brasas de su estómago y es consciente de que la única forma de aplacar el vértigo que la invade es cumplir con el rito que fue interrumpido tantos años atrás: entregar esos paquetes en su destino. Empezará por el que sostiene en las manos.

Es casi media mañana cuando sale a la calle con el paquete de Pavel bien resguardado dentro de su bolso y camina con la ligereza de quien sabe que, por una vez, puede suavizar un daño suspendido en un limbo del pasado.

Sobre la una del medio día llama al timbre del 2º piso del número 5 de la calle del Olmo. Una voz femenina le abre la puerta del portal después de escuchar parte de su relato y asegurarle que sí, que esa es la casa de su abuela Dolores. Cuando alcanza el descansillo del segundo piso una mujer de unos cuarenta y cinco años, alta y con la piel muy clara, la espera en el rellano. Manuela se presenta, le tiende el paquete y ella la invita a pasar.

- Pase, pase, por favor, pase y siéntese –le dice mientras le indica el sofá con una expresión entre alegre y expectante-. Voy a buscar a la abuela, que está en su cuarto, es muy mayor, ¿sabe?, pero tiene una salud de hierro…y un ánimo…, fíjese, acaba de cumplir 98 y está tan fresca…y dice usted que le trae un paquete fechado en 1939. ¿Está usted segura?
Y, mientras Manuela le tiende el paquete para que ella misma lo vea, exclama:-¡¡¡qué barbaridad!!!, pues sí que ha tardado en llegar el paquete…pero parece que ha sido abierto…

-Sí -se apresura a explicar Manuela- cuando encontramos toda esa correspondencia almacenada allí, en una especie de cuarto grande del sótano de la central de Correos, no sé, un impulso que no pude controlar me llevó hasta este paquete y, tras ver su contenido y leer la carta de Pavel para su abuela, que está dentro, perdóneme, pero no lo pude evitar, me asaltó una emoción enorme y… en fin, que decidí que este reparto histórico tenía que llegar a su destino,...yo, en fin, que no sé…

-Sí, sí, la comprendo, no se preocupe, a mi me habría pasado algo parecido…bueno voy al cuarto de la abuela, a ver si la ayudo a salir –afirma mientras su voz se pierde al fondo del pasillo.

Al poco rato aparece en el salón llevando de su brazo a una anciana sonriente, de rostro casi transparente, que la saluda estrechando su mano con parsimonia y mientras se sienta en una butaca, que la sujeta muy derecha, comienza a expresarse con calma:

-Señorita…dice mi nieta que trae usted un paquete para mi…de Pavel…Pavel…Pavel…,¿está segura?

-Lo puede ver usted misma -asegura Manuela mientras le tiende el paquete-, también hay una carta para usted, que va dentro.

La anciana se coloca sus gafas y lee el remite repitiendo el nombre de Pavel varias veces, como si cada repetición le permitiera dibujar en su mente una parte del rostro del ruso hasta recomponer su estampa por completo. Cuando sus manos liberan la petaca de su tosco envoltorio una sonrisa juvenil, como de niña pillada en falta, ilumina toda su cara y por un momento parece que Dolores ha vuelto a los veinte años. Le pide a su nieta que lea la carta en alto, porque tiene los ojos empañados por un brillo de emoción que actúa de velo y, según confesa, las palabras navegan sin control sobre el papel como si fueran barquitos de vela. Escucha con atención cada frase. Cuando su nieta concluye se ha declarado un incendio en sus mejillas, que están teñidas por un rojo intenso, tal como describía Pavel en su carta.

-Ya sabía yo que era imposible que Pavel me hubiera abandonado,...ya sabía yo que era imposible…lo sentía muy dentro, siempre lo he sentido pegadito aquí, a mi lado, siempre a mi lado –expresa con sosiego, mientras entorna los ojos para posar sus labios en la boquilla de la petaca con mucha placidez, como si en ese acto se estuviera fundiendo en un largo beso con su amante ruso.

Carmen Barrios.