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miércoles, 15 de abril de 2020

EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL CORONAVIRUS


Deseo selvático/ Javier Castarnado



El amor en los tiempos del coronavirus

El deseo crece. Va creciendo despacio. Es una pequeña planta que brota poco a poco, mientras se contemplan desde la pantalla del móvil. Han quedado a las 21 a tomar algo, y se han preparado para la cita virtual como si se tratara de un encuentro real vis a vis de una cálida, prometedora y húmeda tarde de primavera. Hace un mes, apenas se conocían de un par de encuentros casuales. Hoy están ahí, pendientes de la pantalla del móvil, navegando por las ondas una reclusión forzada por la pandemia del coronavirus, un bicho minúsculo e impertinente que complica las suertes del amor, al tiempo que aviva los estragos de las pasiones contenidas. Se escuchan atentos hablar de esto o aquello, se ríen y estimulan imaginando rutas aventureras por el mundo, se oyen derrochar palabras hasta agotarse, como quien despilfarra oro durante un tiempo que parece eterno. Ella bebe vino rojo y se muerde los labios, se recrea en su rostro de barbudo vikingo, le observa mientras ve danzar sus manos al ritmo cadencioso que marcan las palabras, a la vez que nota como el deseo le hace cosquillas en los pies, como los brotes tiernos de la madreselva. Él bebe cerveza rubia, y al igual que ella, siente como crece el mismo cosquilleo insolente de la naturaleza entre los dedos de sus pies. Como si se reflejaran en un espejo, se perciben recostados en el sofá, acompañados por los ecos cálidos de la bossa nova, como si el salón de cada una de sus casas tornara de repente en un acogedor local brasileño, un atardecer eterno de cualquier viernes de sus vidas.

El deseo va creciendo dentro de sus cuerpos como una planta salvaje que quiere ver el sol. Ella se dan cuenta. También él. Y es extraño, porque no pueden olerse. Se ven muy cerca en la pantalla del teléfono y no alcanzan a olfatear sus cuello, por mucho que se acerquen al cristal, no consiguen absorber la fragancia de almíbar del otro en un descuido.

Solo pueden imaginar. Únicamente pueden imaginarse sentados, tumbados, recostados uno a la vera del otro, enhebrando los dedos entre los cabellos, apartando flequillos para verse los ojos, pero no pueden acercar la nariz para impregnarse de la fragancia a sexo lúbrico que inunda ya cada uno de sus cuerpos y riega el deseo, que crece cada vez más opulento, asomando entre los cojines de uno y otro sofá, como las plantas trepadoras.

El deseo va creciendo y se enrosca como una enredadera poderosa que se apropia de sus cuerpos a medida que se miran, que sonríen, que parpadean, que gesticulan, ronronean y ponen sonido gutural a sus palabras, y es extraño, porque ninguno de los dos conoce a qué sabe el tacto de la piel, ni el toque de sus manos, ni cómo conducir por la curva pronunciada de una de sus caderas desnudas, ni la tangente que podrían describir al abrazarse mientras ocupan el cuerpo del otro, ella no sabe calcular si las palmas de las manos de él son lo suficientemente grandes para sujetar sus pechos por detrás, él no conoce el espacio que pueden ocupar las de ella al asir con ganas los cachetes redondos de sus nalgas.

El deseo aumenta su tamaño, y es extraño. Ninguno de los dos escucha la auténtica cadencia de la voz del otro, cosquilleando desde el oído para recorrer por completo el cuello en espiral y bajar por la vereda de la espalda, hasta perderse en los montes del sur de un cuerpo torneado por el descontrol de la lujuria al que cada uno ansía llegar.  

El deseo se hace grande, enorme, crece como un organismo boscoso dentro de sus cabezas y ocupa cada vez más espacio en el reducido mundo que rodea ahora sus cuerpos. 

Del exterior siguen llegando imágenes de calles vacías. Desde que llegó la pandemia están recluidos, cada uno en su casa, donde les secuestró un confinamiento que con ritmo meloso torna sus cuerpos en ambrosía confitada. El amor se ha convertido así en una promesa de viaje al cuerpo de Eros en tiempos de coronavirus, que irriga el deseo de forma turbulenta, como la lluvia cadente y constante baña las hojas del Taro, hasta hacerlas tan grandes que conquistan el corazón de cualquier selva lejana.
El deseo se ha hecho inmenso, inagotable, tanto que desde las ventanas de la casa de ella salen enloquecidas ramas selváticas, que buscan encontrarse con las de él, que también pujan frenéticas para desafiar el tiempo y el espacio. Tejen juntos una selva de amor y besos, de susurros y palabras, de manos y pies, de espaldas y torsos, de brazos y piernas, de cabellos ondulados y lisos, de cuellos y labios, de pubis pegados, de ávidos sexos enroscados, que trasciende las ondas telefónicas hasta arrancar una metamorfosis perfecta, inundando esta noche plena de primavera de hojas, ramas y frondosos troncos enlazados.
Eros sale victorioso. La Natura desborda la calle.
Carmen Barrios Corredera. Abril de 2020.



sábado, 26 de octubre de 2013

Cuento surrealista

La puerta de la selva


























Hoy pego un cuento un poco surrealista, en el que lo posible y la vida cotidiana se enredan con la fantasía aumentada, para componer un relato sobre un tipo de seres que vampirizan lo que tienen a su alrededor, colonizando poco a poco espacios y personas hasta conseguir que todo gire en torno a sus intereses.

La fotografía que lo acompaña también juega a la dualidad, no se sabe dónde se encuentra el horror de verdad, si entrando en la negritud a la que se accede tras la puerta azul o en el exterior del muro. 


Realicé esta fotografía en una zona industrial abandonada del barrio de Queens, en Nueva York. Paseé por allí una mañana de diario y tuve la sensación de que mil ojos me observaban, aunque yo solo viera extraordinarias paredes pintadas y algún que otro gato negro reposando en el suelo. 


Tanto el cuento como la fotografía también han sido publicados en la web de información: www.nuevatribuna.es en la sección de cultura. 

Va el relato:



LA ENREDADERA

Piter apareció en casa de ella una tarde de finales de octubre. Llegó sin ser invitado y de forma casual, era el amigo de un amigo que pasaba por allí acompañando a alguien. Tenía aspecto de alma errante, muy delgado y frágil, como una figura de Giacometti que camina por el mundo con lo puesto: una gabardina crema, larga como un día sin luz, y unas botas negras gastadas por el uso, pero tan limpias como si acabaran de salir del escaparate de una zapatería de caballeros. Como un ser casi incorpóreo, entró en su casa calladamente, sin ruido ni apenas explicación, más allá de un “-hola este es Piter, me lo he encontrado en la plaza nueva y me lo he traído, no te importa, ¿verdad?-” y un -“hola, por supuesto, claro que no importa, pasad y sentaos por ahí”.

Piter entró por el pasillo, llegó al salón y se quitó la gabardina con suavidad,  a cámara lenta. La prenda  descendió hasta el suelo como si fuera la cáscara que abandona una semilla, y su cuerpo de oblea se desplazó como una espora que trae el viento y cae liviana hasta posarse sobre la hierba mullida un día de otoño cálido y sin brisa, y allí mismo, germinó, echó raíces sobre el cojín derecho del sofá, así sin más.

Sin hacer ruido y sin avisar, lentamente, como hacen las plantas, fue poco a poco colonizando su casa y su vida. Desde ese rincón, como una enredadera invasora ávida de terreno fértil, ocupó todo el espacio. Cuando ella se quiso dar cuenta, todo su mundo se reducía a Piter, el amigo de un amigo que pasó un día por allí acompañando a alguien y se quedó.

Los amigos de ella dejaron de ir a visitarla, porque la presencia de Piter era tan absoluta e ilimitada que ella había dejado de ser ella, y se estaba transformando también en un ser híbrido, casi vegetal y con la voluntad aletargada. Comenzó a abandonarse, a salir a la calle cada vez menos, hasta se despidió del trabajo y dejó, incluso, de cortarse el pelo y las uñas, y también, de forma paulatina, fue prescindiendo de asearse o de ocuparse lo más mínimo de su persona. Su aspecto se asemejaba al de una planta ornamental olvidada en un rincón sin tránsito, parecía un ficus sucio y descuidado, con las hojas estucadas por un polvo pringoso y gris.

Un día, casi un año después, los vecinos decidieron llamar a la puerta de ella, molestos porque hacía mucho que no recogía el correo, que se acumulaba como una columna de papel indecente en un rincón del portal sin que nadie se atreviera a tirarlo. Como no se oía nada y nadie contestaba, cundió la alarma, una alarma tardía, porque el tiempo había corrido lento dentro de la casa de ella, pero no se había detenido.

Cuando los bomberos derribaron la puerta y la policía entró en la casa, no quedaba ni un rincón sin cubrir por las hojas de una enredadera selvática y frondosa como nunca habían visto. Las raíces retorcidas de la planta salían del sofá como el esqueleto exterior de un inmenso parásito y se extendían por todo el piso del salón, hasta llegar a la habitación, donde ella yacía sobre la cama aprisionada por las ramas gruesas de Piter, que ya no la dejaban moverse. Solo su cabello, largo y teñido por el polvo gris, acusaba el escaso movimiento originado por un viento precario, que se abría paso con asfixia desde la puerta de la calle.

Carmen Barrios