Pego un cuentecito otoñal que tiene un puntito de humor amargo y negro, como el presente. Es una historia contada con frialdad, la misma frialdad que domina estos momentos de crisis en los que muchas personas se buscan la vida como pueden, y terminan allá donde se lo permitan las circunstancias, ejerciendo sus habilidades en donde menos lo esperan.
La fotografía que lo acompaña abusa de la simbología feminista, para delatar la fuerza y la honestidad que acompaña a aquéllas que se enfrentan a su destino con la mayor dignidad de la que son capaces.
Manos de tacto de arena |
Azul
cobalto
La mujer de las manos suaves está a punto de
llegar a su nuevo empleo. Estaba en el paro, perdió su empleo cerca de cumplir
los cincuenta y cinco, y nunca, ni en el más loco de sus pensamientos hubiera
podido imaginarse que encontraría una ocupación así. Durante casi veinte años ha
sido profesora de matemáticas, y la idea de enfrentarse a su edad a un trabajo
manual como el que le ha salido, le da un poco de vértigo.
Ella nunca ha trabajado con las manos. Es la
primera vez que depende de ellas para ganarse la vida. Siempre ha confiado en
su intelecto, comprobando de sobra sus buenas dotes para la enseñanza, y ahora
se siente un poco sobrepasada por el paso que ha dado aceptando este empleo. Y
además, está sorprendida, porque le han ofrecido un buen dinero, no creía ella
que trabajar con las manos estuviera tan bien pagado. Necesita trabajar igual
que la garganta del sediento necesita un buen trago de agua.
No era consciente de que tenía un gran potencial
en sus manos, de que sus manos eran especiales hasta que se lo dijo su vecina, la
del tercero izquierda. Una mujer marcada por la mala suerte, que ahora está
completamente impedida. Se rompió los dos brazos al caerse de lo alto de una
escalera mientras colgaba las cortinas del salón, o al menos es lo que ella
cuenta.
La mujer de las manos suaves se quedó paralizada
cuando su vecina le pidió que la sustituyera en su empleo, ocupando su puesto
en la barra del bar “Azul”, porque le pareció que ya no tiene edad para hacer
un trabajo como ese. La necesidad y la insistencia de su vecina en valorar sus
manos, algo físico a su edad, la decidieron a aceptar. Sabe que puede parecer
una tontería, pero que alguien se fije en algo físico y tan a la vista y aparentemente
anodino como son las manos, pues la sorprendió y, por qué no decirlo, a la vez,
se sintió muy halagada, y más viniendo la apreciación de una mujer tan
experimentada en su oficio como es su vecina.
La mujer de las manos suaves acaba de entrar en
el bar de copas “Azul”, un sitio que a ella le ha parecido especial, con una
iluminación cobáltica que envuelve los objetos y las personas en un ambiente de
ensoñación un poco irreal. Tiene que ocupar el lugar de su vecina, el segundo
puesto si se mira desde la puerta. Sabe de sobra que es su sustituta, pero
nadie se dará cuenta, porque nadie la ve. Está sentada en el interior de la
barra, en una habitación pequeña pero cómoda. El cubículo tiene una portezuela
circular en el tabique, que cuando se abre libera una especie de pequeño ojo de
buey que da al otro lado de la barra, situado a la altura de la entrepierna de
los clientes y por el que se puede intuir el ritmo del local. Dentro del habitáculo
hay una luz roja en la parte superior, que se encenderá en cuanto un cliente
solicite el especial “Azul cobalto” con suplemento.
La luz roja parpadea de repente, y al abrir el
agujero ve cómo se va aproximando una bragueta de pantalón gris de una tela que
parece de buen paño de lana fría. Por fin va a poder probar si está capacitada
o no para ejercer este trabajo. Ella sigue sin tenerlas todas consigo, porque
nunca ha trabajado con las manos y su experiencia en este tipo de oficios es
nula.
La mujer de las manos suaves se enfrenta a su
primer cliente con la expectación y la incertidumbre de una primeriza. Porque eso
es lo que es. Y va a actuar como tal. Con mucho cuidado y con un movimiento
cadencioso y lento, saca un poco la mano por el agujero y palpa la entrepierna
del señor que está de pié al otro lado. Desde su posición ve perfectamente el
brillo de la bragueta y tiene el espacio suficiente para trabajar con
comodidad. A medida que acaricia la pequeña protuberancia que nota bajo la
tela, se va produciendo una hinchazón que la sonroja un poco, porque la
erección del hombre que está de pié al otro lado llena su campo de visión. Con
un movimiento instintivo se moja la yema de los dedos y los pasa con parsimonia
por encima de la piel caliente del cliente, que ya ha taponado por entero el
agujero y aprieta su cuerpo con fuerza contra él.
El señor que está de pié al otro lado ha pedido
la consumición especial “Azul cobalto” con suplemento y ha comenzado a
experimentar un cosquilleo muy placentero en sus partes bajas, que ha relajado
al instante sus facciones graves, como delata el espejo situado frente a él. El
cliente se mira en el espejo con la copa en la mano y se muerde un poco los
labios cuando nota cómo le acarician con una suavidad y un relajo que nunca
había experimentado. Como si el tiempo no importara nada, se deja llevar por
esas manos de tacto de arena fina y olvida por completo el asqueroso día de
despidos que ha tenido en la oficina.
La mujer de las manos suaves trabaja sin prisas,
con una cadencia ascendente y descendente que va haciendo palpitar al cliente.
Ella no puede verlo, pero el señor que está de pié al otro lado intenta
mantener a duras penas la compostura. Acodado en la barra, aprieta los labios,
deja escapar un suspiro profundo, y presiona contra el agujero cada vez con más
ímpetu. Su respiración comienza a agitarse, se estira, se pone en tensión y ahoga
un grito mudo, que se traga con el último sorbo del coctel “Azul cobalto”, la
especialidad del local. La mujer de las manos suaves tiene toallitas de bebé
justo debajo del agujero, porque le han explicado que los clientes deben salir
de allí limpios y sin rastro, pero se detiene todavía unos instantes para
contemplar el resultado de lo que considera un trabajo bien hecho.
La mujer de las manos suaves no puede verlo,
pero el hombre que está de pié al otro lado tiene los ojos brillantes, y una
expresión de satisfacción en su cara que le hace candidato a ser cliente fijo
del segundo puesto en la barra, según se mira desde la puerta del local hacia
dentro.
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