Perro en la ventana |
El 18 de julio de este verano se han cumplido 80 años del golpe de Estado contra la II República, que dio lugar a una guerra atroz. En la provincia de Burgos el golpe triunfó desde los primeros momentos y la represión fue brutal. Los fascistas purgaron los pueblos de la provincia para no dejar ni rastro de republicanos.
Desde el principio acudieron en su ayuda tropas nazis. En muchos de los pueblos del norte de Burgos las casas de los republicanos depurados, desaparecidos, asesinados, fueron ocupadas por soldados nazis, como sucedió en la comarca de las Merindades en la localidad de Gayangos.
Es una historia que se conoce poco. Yo he tenido noticias gracias a la memoria de Esperanza López, que me relató la historia triste del perro guardián de su familia, que murió de pena al ver como los soldados invasores ocupaban la casa familiar y él no podía hacer nada.
Fabulando, y tomando como percha la leyenda del perro de la familia de Esperanza, he construido esta historia -que pego a continuación- un poco real, un poco inventada. Quiero que sirva de homenaje a todas esas personas que han resistido sin olvidar y que nos relatan lo sucedido. También a los perro, a los gatos, a los burros o los caballos, a cualquier bicho viviente que resiste y no se doblega ante los invasores. Y por supuesto quiero dedicársela a quienes han cogido el testigo y siguen indagando para saber qué sucedió en nuestra guerra, en nuestra larga postguerra y durante la dictadura franquista. Es algo necesario si queremos ser capaces de entender mejor nuestro presente. El 18 de julio debería aparecer teñido de luto en el calendario español, para recordarnos el día de la infamia, algo que no debe volver a producirse. Para ello es necesario juzgar el franquismo. Este país dará un paso histórico hacia una democracia sin lastres cuando lo haga. Mientras espero, continuaré escribiendo, rescatando historias, fabulando, relatando...
Tanto el cuento como la fotografía han sido publicados también en la web www.radicaleslibres.es en su sección Open Kultur: http://radicaleslibres.es/perro-la-casa-grande/
Tanto el cuento como la fotografía han sido publicados también en la web www.radicaleslibres.es en su sección Open Kultur: http://radicaleslibres.es/perro-la-casa-grande/
Además, este relato forma parte de una colección de cuentos publicados en el libro Rojas. Relatos de mujeres luchadoras de la editorial Utopía libros utopialibros.com que he presentado recientemente en Madrid http://radicaleslibres.es/tarde-entre-rojas/.
El perro de la casa grande
Las
botas negras de los soldados estaban relucientes. Brillaban tanto que en su
lustre se reflejaban los ojos húmedos del perro pastor de la casa grande. Eso
es lo que mejor recuerdo de aquellos días. Las botas negras y relucientes de
los soldados y los ojos húmedos del perro. Me daba miedo mirar para arriba. Los
soldados eran auténticos gigantes oscuros, que hablaban con tono desabrido y seco,
como si con cada palabra cortaran el aire como el hacha corta el cuello de una
gallina, ¡cracs!, en un idioma áspero que no entendía. Hablaban en el idioma de
los invasores. Yo no quería mirarles. Solo miraba hacia el suelo. Veía sus
botas y los ojos húmedos del perro reflejados en ellas. El perro de la casa
grande, que se había vuelto viejo de repente.
Estaba
convencida de que si les miraba directamente me ocurriría algo malo. Me
convertiría en piedra, tal como sucede en los cuentos cuando una niña mira a un
brujo malvado a la cara. O me podría ocurrir algo peor. Podría desaparecer para
siempre. Como le había pasado a mi abuela y a mi madre, que se las habían
llevado y hacía días que no se sabía nada de ellas. Y no digamos de los hombres
de la familia, habíamos perdido la cuenta de los días, parecía que se los había
tragado la tierra. Mi tía y yo éramos las únicas que todavía permanecíamos en
la casa. Bueno, mi tía, el perro y yo.
Mi
tía era una mujer fuerte, decidida. Era la hermana pequeña de mi madre. Creció
de golpe durante aquellos días. A pesar de todo la recuerdo erguida, caminaba con
la cabeza alta, como si no hubiera ocurrido nada. Cuando se llevaron a mi madre
y a mi abuela a ella también se la llevaron. La soltaron al día siguiente, al
fin y al cabo no tenía más de quince años. Eso sí, cuando apareció en la puerta
de la casa con cuatro soldados -vestidos con ese uniforme negro- detrás de ella,
casi no la reconozco, porque le habían arrancado el pelo a mechones y tenía la
cabeza como si hubiera pillado la sarna. Pero la que se escondía dentro de esa
figura destartalada era su voz, era ella. Le habían arrancado el pelo, pero no
habían conseguido quebrar su voz. Tampoco sus andares altaneros. El perro
pastor la reconoció antes que yo y se fue hacia ella como para protegerla,
enseñando los colmillos como un lobo.
Yo
solo le había visto así una vez que iba con mi padre por el campo y vimos un
oso de lejos. El perro se colocó delante de nosotros, se puso tenso con el pelo
del lomo erizado y sacó sus colmillos. Recuerdo que mi padre le dijo: “Vamos
Rollo, deja de enseñar los dientes, ya se va el oso, buen perro, buen perro…”.
Y efectivamente lo era. Era un buen perro. Grande, con el pelo oscuro, con una
mezcla entre perro pastor y mastín que le daba un aspecto imponente. Mi padre
le llamó Rollo, un nombre que no hacía justicia a nuestro perro, que se tenía
que haber llamado Trueno o Tormenta, como quería mi madre. Pero mi padre se
empeñó en ese nombre porque decía que así se llamaba el perro de Jack London,
un escritor de novelas de aventuras que le gustaba mucho. A menudo nos leía
párrafos de una novela que trataba la historia de un perro de trineo…cómo
disfrutaba yo con esa historia. Es curioso, si cierro los ojos todavía puedo
escuchar la voz de mi padre leyendo historias para mí al caer la tarde.
-“¿Dónde
estás, padre?, ¿dónde?, ¿cómo es posible que todavía no hayamos podido
encontrarte?”
Uno
de los soldados le dio un golpe seco, con la culata de su fusil, y luego otro y
otro y otro…Lo dejó tirado como un fardo y lo ató al portón de la entrada del
pajar. Sobrevivió de milagro a ese primer día.Yo corrí y me senté a su lado, y
le sujeté la cabeza sobre mis piernas. El soldado me gritó algo que no
entendí…mientras otro tiraba de él y entraban en la casa detrás de mi tía. Los
ojos de Rollo estaban abiertos y húmedos. Nunca había visto llorar a un perro.
Nunca volví a ver llorar a ningún otro perro. Pero estoy segura de que Rollo
lloraba. Lloraba de impotencia, para dentro, como lloran las personas que
presencian una injusticia y no pueden defender a sus seres queridos, ni tampoco
a sí mismas. En ese momento me pareció que Rollo era una persona metida en el
cuerpo de un perro y que estaba ahí, presa, dentro de un cuerpo peludo de
cuatro patas que no le correspondía. Se merecía un cuerpo de dos patas y dos
manos, como el mío. Pero también recuerdo que pensé que quizás gracias a su
forma de perro se había salvado, si hubiera tenido un cuerpo de persona se lo
habrían llevado como a mi padre, a mis tíos, a mi madre y a mi abuela.
Desde
ese día Rollo ya no fue el mismo. Caminaba con la cabeza gacha, como si
arrastrara su cuerpo, vencido por una impotencia amarga, espesa y tenaz, que se
pegaba a sus patas como la brea. Cuando oía las voces broncas de los soldados
mandar a mi tía o a mí se le caían las orejas y los ojos se le llenaban de
agua. El pelo se le volvió gris de repente. En unos pocos días Rollo había
pasado de ser un perro fuerte, que no llegaba a los siete años, a convertirse
en un anciano lleno de achaques. Yo podía ver con claridad como cada grito de
los soldados, cada golpe que le daban a mi tía o cada empujón que me propinaban
se convertía en un mal que minaba la vida del perro de la casa grande como solo
puede hacerlo un terrible veneno.
Los
soldados se quedaron en la casa una larga temporada. Ocuparon los mejores
cuartos, los de arriba. Mi tía y yo nos convertimos en sus criadas. Yo no
llegué nunca a mirar más arriba de sus rodillas. Solo veía sus botas negras. Se
me quedaron tan grabadas en la memoria que setenta y cinco años después, aun me
parece ver esas botas negras y relucientes pisotear con marcialidad las losas pulidas
del salón de la casa grande.Y los ojos húmedos del perro reflejados en ellas.
Rollo
se murió de pena. Su vida se apagó en un mes. No duró más. Los soldados se
quedaron en la casa y él no pudo soportarlo. Dejó de comer y se dejó morir, se
apagó despacio, como lo hacen las luciérnagas del río si se les mojan las alas.
Mi
tía y yo sobrevivimos a los soldados, que volvieron a su país cuando terminó la
guerra en nuestro pequeño mundo. Se llevaron sus botas y sus cruces negras.
Arrasaron nuestra casa, se comieron los cerdos y las gallinas, dejaron sin
leche las ubres de la vaca, que se secaron para siempre; rompieron todos los
libros que había en la casa y arrancaron los retratos familiares de las
paredes. Pero no pudieron con mi tía ni conmigo, que quedamos en pié para
recordar, para buscar respuestas, para contar lo sucedido y conjurar el futuro.
Somos viejas, pero fuertes como los juncos del río, que soportan sequías y
locas tormentas y siguen ahí, inclinándose lo justo para no ser quebrados por
los vientos adversos.
Hoy,
12 de junio de 2011 hemos tenido noticias de que era posible que los cuerpos de
mi madre y de mi abuela estuvieran entre los restos encontrados en la finca de
los Tilos, al norte del Valle Encendido. De mi padre y de mis tíos seguimos sin
pistas. Han pasado setenta y cinco años, no los
olvidamos.
Me encantan tus relatos Carmen, aunque me hagan llorar.
ResponderEliminarVoy en el urbano llorando como una,magdalena. Me gustaría hablar contigo cualquier día en ka l circulo.
ResponderEliminarVoy en el urbano llorando como una,magdalena. Me gustaría hablar contigo cualquier día en ka l circulo.
ResponderEliminarVoy en el urbano llorando como una,magdalena. Me gustaría hablar contigo cualquier día en el circulo.
ResponderEliminarVoy en el urbano llorando como una,magdalena. Me gustaría hablar contigo cualquier día en el circulo.
ResponderEliminarAmalia hablamos cuando quieras, besos
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