Hoy pego un cuento sobre el maltrato. El 25 de noviembre fue el día internacional contra la violencia de género y como cada año miles de mujeres se concentraron en las plazas de España para recordar a todas las vícitimas de la violencia machista. Este año han muerto 56 mujeres a manos de sus parejas o ex parejas, en una cadencia de asesinatos y de violencia que no ceja.
El cuento que va a continuación tiene un final poco habitual, lo sé. Pero necesitaba escribir otro final para la víctima de mi relato, porque tuvo una infancia feliz y parece de justicia que sacara las fuerzas necesarias para sobrevivir, de la manera que fuera. Este relato se ha publicado también en la web www.nuevatribuna.es, en la sección de cultura.
La fotografía que acompaña el relato ya la publiqué en este blog. La hice en Lisboa el invierno pasado y la mirada de esta mujer a través del cristal del tranvía es tan melancólica, tan sugerente, tan inteligente y tan evocadora que venía como un guante para ilustrar este cuento corto.
CUANDO ERA PEQUEÑA
Cuando era
pequeña me encantaba recorrer el patio trasero de la casa de mi abuela en busca
de dos viejas tortugas que conocían todos los secretos de la familia desde
hacía generaciones. Al menos, eso contaba mi tío. Él decía que esos bichos ya
estaban allí cuando era niño, y que tenían la misma conducta monótona, salían
de vez en cuando a dar un paseo tranquilo por el patio y en cuanto se
despistaba uno, ¡zas!, volvían a esconderse y no se sabía de ellas en mucho
tiempo, tanto que se le olvidaba a uno que existieran. Eso contaba mi tío.
Cuando era
pequeña disfrutaba rebuscando en el arcón de la habitación de mi abuela. Sobre
todo me gustaba sacar la caja de los “Juegos Reunidos Geyper”. Cuando veía el
rostro alegre y sonriente de ese niño que estaba allí dibujado en la tapa, con
esas letras grandes sobre fondo amarillo, y sacaba los dados de colores, la
ruleta resplandeciente, el parchís y la oca, me inundaba una alegría que me
hacía cosquillas en los pies. “Juegos Reunidos Geyper”. Recuerdo muy bien cómo
abrazaba la caja con fuerza, y corría hacia la mesa redonda de las faldillas de
lana de color granate donde se sentaba mi abuela, con los pies bien calentitos
al abrigo del brasero, para que jugara conmigo un parchís interminable. Yo
siempre pensaba que la mesa camilla era muy rara, mientras las piernas ardían
de calor, la espalda se quedaba fría y rígida como el mármol pulido a la
intemperie, pero a mi abuela debía gustarle, porque se pasaba allí sentada,
bien abrigadita, todos los días del invierno.
Cuando era
pequeña me entraba una risita incontrolable cuando me dejaban acariciar a los
cachorritos de la perra Pata. La perra Pata no era muy agraciada, era más bien
fea, con las orejillas caídas, las patas cortas y el cuerpo en blanco y negro,
con manchas más propias de una vaca que de una perra, pero miraba con unos ojillos
dulces y brillantes, tan tiernos como los de señora mayor que ha vivido mucho.
Era un animal dócil que se hacía querer, se dejaba montar a caballito y no
rechistaba cuando la poníamos ridículos sombreros en la cabeza.
Cuando era
pequeña me rodeaba un mundo amable, un mundo fácil, hecho a la medida de los
niños, feliz, sin complicaciones.
El tiempo ha
pasado lento como una maldición, y hace demasiado que dejé de perseguir
tortugas. Dónde vivo no hay patio trasero, ni jardín, y mi tío y mi abuela solo
existen en mi recuerdo. Cuando entro por la puerta de mi casa procuro no hacer
ningún ruido. Soy sigilosa como una pelusa de salón, me desplazo casi levitando
como los fantasmas por encima del parquet, porque no quiero importunar lo más
mínimo al hombre que vive con migo. Se esfumaron los Juegos Reunidos a los que
jugar a distraerse, me empeño tanto en pasar desapercibida que lo único a lo
que aspiro es a que él no note mi presencia, esa es mi principal distracción.
Tampoco acaricio a ninguna perra Pata. Y lo peor es que nadie me acaricia a mí.
Desde hace años solo recibo los golpes y los gritos del hombre que está sentado
en mi sofá. Mi piel está reseca y árida, curtida por el desamor y por la falta
de cariño. El día en que me casé con ese hombre me quedé sola y desamparada
para el resto de mi vida. Hoy he cumplido cincuenta años y he decidido dejar de
sufrir.
Por fin él tiene
todo el silencio que se merece.
Ahora, mientras
contemplo su rostro rígido e inmóvil, apoyado en el reposacabezas del sofá,
vuelvo a ver pasear a las tortugas por debajo de mis pies, la perra Pata se
mueve en blanco y negro, toda zalamera, para que la acaricie y el cubilete
amarillo de los Juegos Reunidos Geyper está ahí, tirado de nuevo sobre la mesa
camilla de mi abuela. Pero nadie juega, todo está quieto.
Carmen Barrios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario