viernes, 30 de noviembre de 2012

Cuento para el inicio del invierno


Hoy pego un cuento sobre el maltrato. El 25 de noviembre fue el día internacional contra la violencia de género y como cada año miles de mujeres se concentraron en las plazas de España para recordar a todas las vícitimas de la violencia machista. Este año han muerto 56 mujeres a manos de sus parejas o ex parejas, en una cadencia de asesinatos y de violencia que no ceja. 

El cuento que va a continuación tiene un final poco habitual, lo sé. Pero necesitaba escribir otro final para la víctima de mi relato, porque tuvo una infancia feliz y parece de justicia que sacara las fuerzas necesarias para sobrevivir, de la manera que fuera. Este relato se ha publicado también en la web www.nuevatribuna.es, en la sección de cultura.

La fotografía que acompaña el relato ya la publiqué en este blog. La hice en Lisboa el invierno pasado y la mirada de esta mujer a través del cristal del tranvía es tan melancólica, tan sugerente, tan inteligente y tan evocadora que venía como un guante para ilustrar este cuento corto.


La mujer del tranvía

CUANDO ERA PEQUEÑA

Cuando era pequeña me encantaba recorrer el patio trasero de la casa de mi abuela en busca de dos viejas tortugas que conocían todos los secretos de la familia desde hacía generaciones. Al menos, eso contaba mi tío. Él decía que esos bichos ya estaban allí cuando era niño, y que tenían la misma conducta monótona, salían de vez en cuando a dar un paseo tranquilo por el patio y en cuanto se despistaba uno, ¡zas!, volvían a esconderse y no se sabía de ellas en mucho tiempo, tanto que se le olvidaba a uno que existieran. Eso contaba mi tío.

Cuando era pequeña disfrutaba rebuscando en el arcón de la habitación de mi abuela. Sobre todo me gustaba sacar la caja de los “Juegos Reunidos Geyper”. Cuando veía el rostro alegre y sonriente de ese niño que estaba allí dibujado en la tapa, con esas letras grandes sobre fondo amarillo, y sacaba los dados de colores, la ruleta resplandeciente, el parchís y la oca, me inundaba una alegría que me hacía cosquillas en los pies. “Juegos Reunidos Geyper”. Recuerdo muy bien cómo abrazaba la caja con fuerza, y corría hacia la mesa redonda de las faldillas de lana de color granate donde se sentaba mi abuela, con los pies bien calentitos al abrigo del brasero, para que jugara conmigo un parchís interminable. Yo siempre pensaba que la mesa camilla era muy rara, mientras las piernas ardían de calor, la espalda se quedaba fría y rígida como el mármol pulido a la intemperie, pero a mi abuela debía gustarle, porque se pasaba allí sentada, bien abrigadita, todos los días del invierno.

Cuando era pequeña me entraba una risita incontrolable cuando me dejaban acariciar a los cachorritos de la perra Pata. La perra Pata no era muy agraciada, era más bien fea, con las orejillas caídas, las patas cortas y el cuerpo en blanco y negro, con manchas más propias de una vaca que de una perra, pero miraba con unos ojillos dulces y brillantes, tan tiernos como los de señora mayor que ha vivido mucho. Era un animal dócil que se hacía querer, se dejaba montar a caballito y no rechistaba cuando la poníamos ridículos sombreros en la cabeza.

Cuando era pequeña me rodeaba un mundo amable, un mundo fácil, hecho a la medida de los niños, feliz, sin complicaciones.

El tiempo ha pasado lento como una maldición, y hace demasiado que dejé de perseguir tortugas. Dónde vivo no hay patio trasero, ni jardín, y mi tío y mi abuela solo existen en mi recuerdo. Cuando entro por la puerta de mi casa procuro no hacer ningún ruido. Soy sigilosa como una pelusa de salón, me desplazo casi levitando como los fantasmas por encima del parquet, porque no quiero importunar lo más mínimo al hombre que vive con migo. Se esfumaron los Juegos Reunidos a los que jugar a distraerse, me empeño tanto en pasar desapercibida que lo único a lo que aspiro es a que él no note mi presencia, esa es mi principal distracción. Tampoco acaricio a ninguna perra Pata. Y lo peor es que nadie me acaricia a mí. Desde hace años solo recibo los golpes y los gritos del hombre que está sentado en mi sofá. Mi piel está reseca y árida, curtida por el desamor y por la falta de cariño. El día en que me casé con ese hombre me quedé sola y desamparada para el resto de mi vida. Hoy he cumplido cincuenta años y he decidido dejar de sufrir.

Por fin él tiene todo el silencio que se merece.

Ahora, mientras contemplo su rostro rígido e inmóvil, apoyado en el reposacabezas del sofá, vuelvo a ver pasear a las tortugas por debajo de mis pies, la perra Pata se mueve en blanco y negro, toda zalamera, para que la acaricie y el cubilete amarillo de los Juegos Reunidos Geyper está ahí, tirado de nuevo sobre la mesa camilla de mi abuela. Pero nadie juega, todo está quieto.

Carmen Barrios.



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