Salto desde dentro |
Nadia Comaneci era una diosa del Olimpo de la gimnasia, una auténtica heroína, cuando yo era pequeña. Literalmente volaba sobre la barra fija, y no digamos en las paralelas o haciendo saltos mortales y piruetas imposibles sobre el suelo. Era asombrosa, perfecta. Era tan famosa como ahora puede serlo un jugador de fútbol de esos globales, como Messi o como lo fue Maradona. A las niñas de mi generación nos encantaba. Yo aprendí a hacer el pino y volteretas laterales solo para intentar emularla. Hasta que fui adulta nunca reparé en que había personas que solo las pueden hacer con la imaginación.
Pego un cuento que habla de los deseos de integración de una niña -que yo he conocido de adulta- con una discapacidad que la impide andar, pero nunca le ha impedido desarrollarse o realizar lo que se haya propuesto y menos que nada luchar con energía para cambiar las cosas. Luci, así se llama ella, es una de las personas con más determinación y más alegría en los ojos que conozco. Este cuento es un homenaje a ella y a la Nadia Comaneci que todas llevamos dentro.
La fotografía que lo acompaña ya la publiqué en este blog, pero no he encontrado otra mejor para ilustrar esta historia. La imagen representa un salto mágico hacia un lugar muchas veces inalcanzable: nosotras mismas. Esta foto la tomé en la catedral de Lisboa mientras mi hija y la hija de mi pareja jugaban a dar saltos imposibles.
Volar como
Nadia Comaneci
Cuando era pequeña me volvía loca dar
volteretas laterales sin parar. Quería ser como Nadia Comaneci sobre la barra
fija, una mariposa etérea capaz de volar sobre las punta de los dedos. De todos
los dedos, los de las manos y los de los pies, sobre todo los de los pies. El
lugar en el que más me gustaba dar las volteretas era en el patio de la escuela,
un espacio grande, que olía a cuerda, a goma de saltar, a arenilla y a
bocadillo de chorizo. En el distribuidor central del edificio del colegio había
una gran cristalera desde la que se veía todo el patio, yo me situaba frente a
ella y desde allí mismo asomaba mi nariz y comenzaba a dar una voltereta tras
otra sin cansarme.
Mientras revoloteaba dando mis espectaculares
brincos, mis compañeras de la escuela jugaban a la comba o a saltar a la goma,
tarareando canciones. Yo pasaba entre ellas ágil, como un aspa que gira sin
tocar casi el suelo, lo hacía deprisa y con gracia, con la elegancia de una mariposa,
batiendo mis alas como la Comaneci, pero ellas no me veían. No me veían. Nunca
me veían.
Me entristecía que no me vieran. Además
de mis saltos acrobáticos era capaz de hacer otras cosas increíbles, tan
increíbles como amaestrar grillos y ponerlos a cantar a media mañana para anunciar
las doce. Pero si nadie más lo presenciaba, ¿qué sentido podía tener que un
grillo cantara fuera de su horario solo para mí? Ninguno. Así es que, solo me
quedaba parar de dar vueltas y observar a mis compañeras disfrutar con sus
juegos favoritos, a ver si alguna se percataba y me ofrecía el otro extremo de
la cuerda de saltar. Pero no ocurría. No me invitaban y yo seguía sola, inmóvil
sobre mis dos piernas pesadas en un extremo del patio mirándolas jugar, con mi
grillo calladito en un bolsillo del babi y mis volteretas girando dentro de mi
cabeza, mientras me comía el bocadillo de chorizo que me había hecho mi abuela.
En general, la escuela era para mi un
lugar extraño. Por una parte me encantaba ir, porque nada más entrar por el
portalón me inundaba una especie de extraña alegría. Miles de expectativas se
abrían cada día. La amistad era la principal. Necesitaba el calor de las
complicidades de la amistad, necesitaba reírme con niñas de mi edad y jugar y hacer
planes. Necesitaba ser una niña como las demás.
Yo contaba con una sonrisa más luminosa
que el mejor día de verano, una imaginación como la de Julio Verne, unos ojos
negros chispeantes y una predisposición para la amistad a prueba del peor de
los desencantos. Pero no era suficiente, porque mi cuerpo no encajaba con el
aspecto común de los cuerpos de las otras niñas. Mi cuerpo no entendía de
cánones.
Hasta el momento en el que entré en el
colegio mi mejor amiga era mi abuela, que era la única persona incondicional
que conocía. Ella siembre jugaba conmigo a los juegos más arriesgados, locos y estrafalarios.
Como nuestro juego favorito para las interminables tardes de invierno: ver cuál
de las dos aguantaba más con los mofletes llenos de polvorón sin estallar en
una carcajada, que inundara la estancia de polvo de almendra y de manteca. Recuerdo
que una vez mi abuela se llenó tanto los mofletes y se aguantó tanto, que
cuando estalló salpicó de pasta de polvorón hasta el techo del salón y la
lámpara de cristalitos quedó plagada de pegotillos de manteca. Mi madre
enfureció al verlo y nos tuvo a mi abuela y a mí limpiando la lámpara hasta las
doce de la noche. La dejamos reluciente. Esa noche no pude dormir debido a la
excitación. Cuando cerraba los ojos veía los mofletes de mi abuela en primer
plano, hinchados como dos zepelines a punto de reventar, y me entraba una risa
incontenible y tenía que ir a hacer pis, con el trabajo que me costaba hacerlo
a mi sola. Tuve tal trajín toda la noche, que al día siguiente me costó un
esfuerzo sobrehumano ir al colegio. Mereció la pena.
Ese día llegué llena de ojeras a la
escuela. Me parecía más que nunca a la gimnasta rumana que quería ser. Ojeras
violáceas y profundas, la marca indeleble del esfuerzo, y una agilidad infernal
para las volteretas laterales y los saltos mortales sobre la barra fija. Así
éramos Nadia y yo, insuperables, pensaba para mis adentros.
El caso es que ese día ocurrió lago
inesperado y mágico, por la simpleza con que se produjo, que me borró las
ojeras y me sacó de las volteretas como si hubiera sido tocada por la barita de
un hada benéfica, aunque las razones del hada estuvieran más guiadas por su
propio egoísmo que por la beneficencia. Cuando me disponía a comerme mi bocadillo
de chorizo, observando como cualquier otra mañana los juegos en el recreo, una
niña se acercó a mi y me ofreció su extremo de la cuerda de saltar.
La niña se llamaba Gracia. Ella solo
quería saltar, odiaba dar a la cuerda. Era práctica. Se dio cuenta de que la deformidad de mis
piernas me impedían saltar y correr, pero no dar a la comba o tararear
canciones sin parar. Me convertí en el poste perfecto. Un puesto fijo. A partir
de ese momento tuve un lugar permanente en los recreos, sujetando uno de los
extremos de la cuerda, así las demás niñas solo tenían que turnarse una vez.
Encontré un sitio entre las otras
niñas, un espacio para el juego, las risas y las canciones. Me integré. Eso sí,
nunca abandoné mi pasión por las volteretas laterales y los saltos mortales sobre
la barra fija de mi imaginación.
Más de cuarenta años después mi mayor
deseo sigue siendo poder volar como Nadia Comaneci.
Carmen Barrios
Hola Carmen, buenos días, me ha encantado tu cuento, bueno ya te lo dije por twiteer el otro día, y quería que supieras, que a un compañero con el que estoy haciendo un curso de Community Manager también le ha gustado mucho, el se dedica como tú a hacer cuentos, pero quería decirte además que he creado un blog se llama Mundodronica, y está dedicado al mundo de los drones, aquí te dejo el link por si quieres pasar a verlo:
ResponderEliminarhttp://mundodronica.blogspot.com.es/
Lo voy a vincular al mío como blog de interés para que sea más conocido, creo que te lo mereces.
Pasa un feliz fin de semana y recibe un cordial saludo:
Víctor. (Administrador del blog de Mundodronica).
Hola, pues muchas gracias Víctor. Me metí en tu blog y es espectacular. He dado una divertida vuelta por el mundos de los drenes, tan desconocido para mi, gracias por engancharme, bs
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