Pego un cuentecito un poco negro. La ilustración es de Astrid Saalmann, amiga y pintora excelente, que realizó este dibujo magnífico para ilustrar el relato.
Pajaritos II, de Astrid Saalmann |
¡Menudo pájaro!
“Suiza es el paraíso de los animales. Su legislación los ampara hasta el punto de considerar maltrato el hecho de tener un canario enjaulado sin una pareja”…,
-Vaya Pichí, ¿has oído lo que dice la radio esta mañana? Menudas noticias dan a las siete últimamente. Me gustaría saber si en Suiza tratan tan bien las personas…, en fin, aunque seguro que a ti te parece estupendo, claro que la radio hablaba de “canarios”, lo mismo a los “periquitos”…¡pero que guapo eres, Pichí! ¡Te voy a dar una sorpresa!, a los niños les va encantar también, …a ver si en esta casa empezamos a disfrutar un poco, que falta nos hace.
María Encarnación era una mujer de mediana edad, rondaba los cuarenta. No había tenido una vida fácil, lo que se traducía en una expresión de cierto desaliento sólo cuando se la pillaba distraída. Si estaba atenta, procuraba mostrar una sonrisa abierta y franca, que disipaba cualquier duda sobre su verdadero estado de ánimo. Aquélla mañana se había despertado con más energía de lo habitual, no sabía si achacarlo a que faltaba poco para primavera, a que por fin había salido el sol -no recordaba un invierno tan frío y lluvioso en Madrid, como el que estaba a punto de finalizar -, o a que últimamente su ex marido por fin les estaba dejando un poco tranquilos a ella y a sus hijos. Sería esto último.
El caso es que se encontraba con fuerzas renovadas, y decidió dar una sorpresa sus hijos. Desde que accedió a tener aquél periquito, Pichí, se llamaba, ellos no habían parado de pedir una hembra para que criaran. Al parecer, su hijita Ana había visto como unos poyuelos de “canario” rompían el cascarón en casa de una amiguita del cole. Fue tan gráfica, detallada y entusiasta la descripción que realizó del hecho a su hermano Juan, que parecía que él también hubiera vivido aquél suceso. La noticia de la radio la había terminado de decidir, a ver si es que únicamente los pajaritos suizos iban a tener derecho a pareja…Despertó a Ana y a Juan con un beso en la mejilla como todos los días y cuado se sentaron a la mesa de la cocina les dio la noticia con el tazón de leche bien caliente del desayuno.
-Bravo, ¡por fin Pichí va a tener novia!, gritaba Ana alborozada.
-Pichí, Pichí, tío que por fin te van a traer una periquita, decía Juan.
De camino al colegio hicieron los planes para la tarde, irían a la pajarería de Hajmed -cerca de la Plaza de la Cebada- donde compraron a Pichí, para que les ayudara a elegir una pareja.
Cuando dieron las cinco de la tarde, María Encarnación estaba a la puerta del colegio de sus hijos resguardada debajo de un paraguas, porque otra vez el invierno había vuelto a ganarle la partida a la primavera, y el sol matinal se había tornado mustio y enfermizo a la hora de comer, amenazando con descargar un buen chaparrón, que ya se hacía notar sobre el techo del paraguas. Decidió no hacer caso del mal tiempo y poner buena cara, que los niños estaban a punto de salir y era un día muy especial para ellos: la parejita de Pichí esperaba en la pajarería.
El timbre del colegio la sacó de sus pensamientos. Ana salió como siempre con las coletas descolocadas y la falda retorcida, era inquieta y movidita y no tenía edad para reparar en su aspecto. En cambio Juan era reflexivo y responsable. Se preocupaba por todo lo que había a su alrededor y pretendía prevenir tanto el devenir de los acontecimientos, que se olvidaba de disfrutar.
Haciendo honor a su carácter, cuando Juan salió por la puerta lo primero que le dijo a su madre fue: “vaya tarde se ha puesto, mamá, esperemos que la nueva pareja de Pichí no coja frío, que hoy he leído en la biblioteca del cole que las hembras de periquito son muy sensibles al frío”. En cambio Ana, ni frío ni nada, ya estaba disfrutando de la periquita antes de tenerla siquiera en sus manos y había elegido cuatro nombres: Haky, Wichita, Mikío y Nayita.
-¿Qué os parecen?- preguntó.
-Horrendos -sentenció su hermano.
-No digas eso, -dijo María Encarnación-, Mikío es un nombre estupendo para la novia de Pichí, suena exótico y sonoro, le gustará.
-Mamá, estamos hablando de un pájaro, a él qué más le da.
-No seas tan serio, hijo, venga, es un buen nombre, tu hermana ha hecho el esfuerzo de buscar varios, y Mikío es pegadizo, no se nos olvidará.
-Está bien,…lo que os parezca. Pero le tenemos que decir a Hajmed que elija bien, que he leído que es complicado de distinguir el sexo femenino en los periquitos.
-No te preocupes tanto Juan, Hajmed es todo un experto.
Hajmed estaba como siempre. Cuidaba de sus pájaros y piaba y hacía ruiditos guturales como si fuera uno de ellos. Cuando entraron en la tienda ni se enteró. Menos mal que Lope, el Guacamayo, empezó a gritar: “ni-ños”, ni-ños”…, y es que a ese pájaro le espeluznaban los niños. Era un espécimen curioso, Hajmed no sabía bien la edad del bicho. Cuando le traspasaron la pajarería iba en el lote. Era del antiguo dueño, un hombre anciano al que todos en el barrio conocían como “El manco”. Un tipo curioso, casi de novela, que había regentado esa pajarería durante más de veinticinco años hasta el mismo día de su muerte. Los hijos del viejo se la traspasaron con todo a Hajmed, Guacamayo incluido. Un pájaro ya viejo y desplumado y con un aspecto tan destartalado que hacía reír a los niños. Se burlaban tanto del pobre animal que no los podía ver, y en cuanto alguien bajito entraba por la puerta gritaba sin consideración. Cuando “El manco” vivía contaba siempre que aquél animal era más que su hermano, que durante sus aventuras en Brasil salvó su vida en dos ocasiones, al convertirse en sus ojos y su brújula cuando se perdió en medio de la selva por avaricioso, y la naturaleza le quiso escarmentar. Pero esta es otra historia, concluía siempre “El manco”, sin terminar nunca de aclarar qué pasó. Ana y Juan no habían llegado a conocer a “El manco”, pero Hajmed les había referido tantas veces ese trocito de historia que se la sabían de memoria, y en cuanto abrían la puerta de la tienda y veían a Lope, el guacamayo desplumado, se trasladaban a Brasil sin querer y se imaginaban rodeados de vegetación, perdidos a expensas de un hermoso pájaro de brillantes plumas verdes, amarillas y rojas, luminosas y perfectas, que les guiaba sin descanso.
-¿Qué trae por aquí a la familia Vergara? , pregunto Hajmed con su voz cantarina de acento argelino, una voz casi melódica, educada en los silencios del árabe materno y el francés perfecto de la escuela colonial.
-Hola Hajmed, queremos una novia para Pichí, contestó Ana rápidamente.
-¡Pero bueno!, veo que vuestra madre tiene el corazón de algodón, ¡qué poco habéis tardado en convencerla!. Encarna, ya verás como no te arrepientes, es precioso ver cómo cría una pareja de periquitos y vosotros… aprenderéis un montón.
-¡Eso espero! …porque con el trabajo que dan estos bichos…, en fin, a ver… antes de que cambie de idea. Búscanos una pareja para Pichí y asegúrate bien de que es chica, que dice Juan que son difíciles de identificar.
-No hay problema, Juan -dijo Hajmed- llevo muchos años cuidando de estos pájaros y creo que sé distinguirlos.
Al poco rato, salieron los tres muy contentos de la pajarería con una periquita preciosa, de plumaje perla azulado, delicada como una brisa de tul. Hajmed les proporcionó una jaulita bien protegida para que no cogiera frío y les advirtió que de momento no podían meterla en la jaula con Pichí. Había que proceder con cautela. Tenían que colocar las dos jaulas una frente a otra para que se fueran conociendo. Al parecer primero se tenían que hacer compañía hasta acostumbrarse cada uno a la presencia del otro, antes de juntarlos dentro de la misma jaula.
Llegaron a casa sobre las siete de la tarde. Los niños corrieron hacia el salón gritando: “Pichí, Pichí te traemos una compañera”. El pájaro, al verlos tan excitados , se puso a piar muy fuerte. María Encarnación colocó la jaula de Mikío frente a la de Pichí, como había indicado Hajmed y la reacción de Pichí no se hizo esperar. Comenzó a revolotear en su jaula sin parar de moverse, mientras que Mikío permanecía quieta sobre su palito de apoyo sin dar muchas señales de nada. Los niños no dejaban de observarlos y María Encarnación les advirtió de que no era conveniente soliviantarlos, que debían ser pacientes y dejarlos tranquilos, para darles tiempo a que se conocieran como había dicho Hajmed.
Transcurrieron los días sin incidentes relevantes. Las rutinas de la casa continuaron: los niños al colegio y María Encarnación a trabajar sin parar. Cuando volvía de su empleo de secretaria y pasante en un pequeño despacho de abogados del barrio a eso de las cuatro de la tarde, comía cualquier cosa y salía pitando para recoger a sus hijos del colegio, después a casa. Atenderlos con las tareas del cole se mezclaba con los quehaceres de la casa, los baños, las cenas, las limpiezas de las jaulas de los pájaros -a veces se decía a sí misma: “¡¡¡En qué hora!!!”-…pero luego se le pasaba cuando veía las caras de sus hijos y su ilusión. “¿Cuánto falta mamá?”, le repetían. “Ya queda poco”, contestaba ella.
Y efectivamente, diez días después, un luminoso sábado de mediados de marzo, María Encarnación despertó a sus hijos con la ansiada noticia: “vamos perezosos, que ha llegado el día…”.
Después del desayuno los tres se dirigieron hacia el salón y Juan fue el encargado de coger a Mikío con mucho cuidado y meterla en la jaula de Pichí. Pichí no paraba de aletear y aletear, pero Mikío estaba quieta, temblorosa… “pobrecilla” pensó María Encarnación, “no parece que le agrade mucho este juego a la pobre”. La voz de Ana interrumpió sus pensamientos:
-Mamá, ¿tu crees que Mikío tiene miedo?.
-No lo sé Ana, pero la verdad, no la veo muy contenta que digamos, ¿a ti que te parece Juan?.
-No se qué decir, mamá, pero el que sí parece feliz es Pichí, lo mejor será que los dejemos tranquilos, son pájaros, ¿qué puede pasar? han pasado los diez días que recomendó Hajmed.
-Sí, tienes razón hijo, hay que ser pacientes, se tendrán que adaptar. Mirad, parece que Mikío ya está más tranquila. Venga arreglaros un poco que tenemos que salir, hace un día estupendo.
Pasaron toda la mañana en el parque, los niños jugando y Encarna disfrutando de la lectura del diario entre el sol y la sombra.
Cuando llegaron a casa, los dos se apresuraron a correr hacia el salón. Ana dio un grito y María Encarnación vio a la pobre Mikío tiesa en el suelo de la jaula. No cabía duda. Estaba muerta, y lo peor, casi totalmente desplumada. Pichí estaba subido a su columpio, balanceándose como si tal cosa. Los niños se pusieron a llorar sin entender lo que había sucedido. María Encarnación tampoco se lo explicaba. ¿Cómo era posible que Pichí hubiera hecho algo así? Si era un periquito precioso, de delicadas plumas de tonalidades del color de la turquesa. No habían estado juntos compartiendo la jaula ni cuatro horas. Sacó a la periquita muerta de allí, la envolvió en un pañuelo y la metió en una caja de zapatos. Tranquilizó a los niños y les dijo que probarían con otra periquita.
A las seis estaban en la tienda de Hajmed, que se quedó un poco sorprendido del suceso. Porque según él, eso solo pasaba cuando se juntaban dos machos, y estaba seguro de que había elegido bien, pero bueno, a la luz de los hechos, parecía que se había equivocado. Después de pensarlo, María Encarnación decidió comprar otra periquita, a la que pusieron Nayita.
Una vez en casa iniciaron el mismo proceso que con Mikío. Nayita estuvo diez largos días con su jaulita situada encima de una mesa junto al ventanal del salón frente a la de Pichí, que cantaba y revoloteaba como nunca.
Transcurrido el tiempo, llegó el día y María Encarnación levantó a los niños un poco antes porque había colegio, y ellos querían ver cómo se comportaba Pichí con su nueva pareja antes de irse. Juan introdujo a Nayita en la jaula con mucho cuidado y volvió a suceder lo mismo. Nayita se quedó quietecita y temblorosa apoyada en el palo y Pichí no paraba de revolotear, hasta que de repente se calmó y se puso a balancearse con delicadeza sobre su columpio. Los niños sonrieron, y se fueron confiados al colegio.
-Eso es que esta vez Hajmed ha acertado, ¿verdad mami? -dijo Ana-.
Durante el trayecto no pararon de hacer planes sobre qué harían cuando nacieran los poyuelos.
María Encarnación no despegó los labios, porque no las tenía todas consigo y prefería no agobiar a sus hijos con sus malos presentimientos. Les dio un beso y los dejó en la escuela. En cuanto entraron, ella caminó deprisa hacia su casa. No se fiaba del pájaro y prefirió echar un último vistazo antes de ir a trabajar. Abrió la puerta, notó que reinaba el silencio. Cuando atravesó el salón y llegó hasta la jaula, ya era tarde. Nayita estaba muerta y desplumada. Había corrido la misma suerte que Mikío.
María Encarnación se enfureció, todos los gritos, las vejaciones, la violencia que había sufrido con su ex marido golpeaban su cabeza una vez más. La escena de la segunda periquita muerta había sido demasiado para ella. Estaba enfurecida, dispuesta a actuar.
-¿Pero qué especie de asesino en serie eres tú? -gritó-, mientras intentaba coger a Pichí con intención de darle su merecido. Pero el pájaro pellizcó su mano y se escapó, y como estaba abierta la parte superior de ventanal del salón, salió volando libre hacia la calle.
María Encarnación hizo acopio de todas sus fuerzas y se tranquilizó un poco. “Mejor así”, pensó, “si encima lo llego a matar lo mismo hasta tengo pesadillas por los remordimientos”. “Al fin y al cabo sólo era un pájaro enjaulado, es posible que la cautividad lo tuviera un poco desquiciado”. Ahora tenía que pensar cómo se lo diría a los chicos, aunque estaba claro, “se despistó limpiando la jaula y los pájaros volaron”. Era una buena explicación -y también una buena solución- para sus hijos, que ya habían tenido bastante en su corta vida.
Pasaron los días, y una luminosa mañana de finales de abril, cuando María Encarnación se encontraba preparando el desayuno la radio interrumpió sus quehaceres: “información local -escuchó-. Ha ocurrido un extraño fenómeno, en el céntrico parque de El Retiro se han encontrado más de treinta hembras de gorrión y periquitas muertas y desplumadas. El servicio de parques y jardines no acierta a dar ninguna explicación, al parecer hace unos cinco días que se vienen encontrando los pequeños cuerpos sin vida y, bla, bla, bla,…”.
María Encarnación apagó la radio, se sentó despacio sobre una silla, acodó los brazos sobre la mesa de la cocina y se puso a pensar en la manera de dar caza a ese asesino.
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