Dentro de la cabeza |
Como digo en este cuento "la infancia es un lugar al que se viaja de forma instantánea o no se llega nunca". A veces una melodía, una frase, un color...sirven para conectarnos con nuestro pasado de forma inmediata y sin que lo hayamos planificado nos vamos de viaje sin maleta, con el único equipaje de nuestra propia memoria. Eso es lo que le sucede al protagonista de mi cuento.
La fotografía que lo acompaña la realicé no hace mucho en una calle de Madrid. Un día, paseando por detrás de la Gran Vía, me topé con este magnifico mural. Otra vez un artista urbano me ha prestado su imaginación para ilustrar mi relato. Gracias.
Tanto el cuento como la fotografía también están publicados en la sección de cultura de la web de información ww.nuevatribuna.es pinchando el enlace: http://www.nuevatribuna.es/articulo/cultura---ocio/fin-ha-muerto-dracula/20160201192909124965.html
“Por fin se ha muerto Drácula”
La
noticia le hizo sonreír. Se enteró parado en un semáforo, cuando leyó un
mensaje en el móvil que decía: “Ya puedes dormir tranquilo, por fin se ha
muerto Drácula”. La frase tenía su gracia. Respondía a unas claves que solo
podía compartir con su hermana, que con su mensaje había obrado el milagro de
sacarle de sus ventas y sus agobiantes números de beneficios semanales. La
frase le conectaba con su infancia con la inmediatez de un mando a distancia. Esas
palabras, que se pronunciaban en un suspiro, le trasladaron a un lugar amplio y
revuelto como el desván de la mansión de los Plaff. La infancia es un lugar al
que se viaja de forma instantánea o no se llega nunca.
Tenía
diez años cuando vio por primara vez una película de Drácula. En sesión
matinal, del domingo por la mañana, 25 pesetas dos superestrenos en el cine del
barrio. Aquel día su hermana y él vieron una de romanos -de la que no recordaba
el nombre- y “Pánico en el transiberiano”, su primer contacto con el terror
cinematográfico, con el de la vida real ya había tenido algún roce. Se recuerda
en la segunda fila comiéndose la pantalla y hecho un ovillo, con las piernas
encogidas y apretadas sobre el tórax y con las manos delante de los ojos, viendo
a través de los dedos entreabiertos cómo la sangre empapaba el celuloide, y
chorreaba tanto que parecía que iba a inundar la sala.
El cine
estallaba en gritos de pánico cuando Cristopher Lee, el mejor Drácula que ha
pisado un plató, llenaba la pantalla con los ojos rojos y palpitantes como los
globitos de los emoticonos de los móviles y con la boca abierta, mostrando unos
colmillos de sable, que a él le parecía que se salían de la pantalla y le
arañaban el cuello. Menos mal que estiraba una mano y su hermana se la cogía
con fuerza para devolverle al mundo de los vivos. No habría podido superar el
impacto de esa película sin su hermana.
Drácula
se apoderó de sus sueños desde aquella mañana de domingo y los habitó de forma
frenética y en cinemascope durante unos meses plagados de insomnios y miedo a
la oscuridad. En cuanto se metía en la cama y cerraba los ojos, aparecía el
vampiro y llenaba el techo de su habitación, que se convertía en una pantalla gigante
que le engullía. Era frecuente que a Drácula le echaran una mano “el chino” y
un tal Kafka, que competían dentro de su imaginario del terror a ver cuál de
los tres le arrastraba hasta el fondo oscuro de una enorme caja negra. Cuando
el pavor se hacía insoportable, salía temblando de debajo de sus sábanas y
reptaba sin hacer ningún ruido hasta la habitación de su hermana, un lugar en
el que, no sabía por qué, los monstruos no podían entrar.
-“Bonita,
bonita…por favor, ¿me dejas dormir contigo esta noche?”- le preguntaba a su
hermana en un susurro. La mayoría de las veces ella se removía entre las
sábanas y con una especie de gruñido afirmativo le hacía un hueco en la cama. Aunque
recuerda que en alguna ocasión, cuando ella tenía la noche cruzada, le tocaba
dormir en la alfombra. Su hermana era muy suya. Pero a él no le importaba,
cualquier cosa antes que quedarse en su habitación peleando toda la noche con
sus particulares fantasmas.
Cuando
se abre el semáforo, circula dos minutos hasta el primer hueco que encuentra,
estaciona el coche y vuelve a leer el mensaje que le ha puesto su hermana: “Ya
puedes dormir tranquilo, por fin se ha muerto Drácula”. Cuarenta años después
se ha muerto por fin uno de sus fantasmas. El de los ojos sanguinolentos y los
dientes de sable no volverá a salir de su ataúd. Esta vez lo han clavado allí
dentro para siempre. La radio, la televisión, los periódicos, todos le han dado
por muerto y hasta le han rendido homenajes. Sin duda, si a alguien le rinden
homenaje eso es lo definitivo. Ya está bien muerto. Pero qué pasa con los otros
dos, qué pasa con “el chino” y el tal Kafka, le consta que siguen haciendo de
las suyas. Cuando sus retratos colgaban en la pared de su habitación ya habían
muerto hacía tiempo. Y ahí estaban, dando por saco cada noche jugando al corro
de la patata con el vampiro. Estaba seguro que si ahora cerraba los ojos los
vería tan nítidos como si los tuviera delante.
Qué
jodidos sus padres, mira que poner los posters de Ho Chi Ming y de Frank Kafka
dibujados en negativo para decorar su habitación…cómo no iba a soñar por la
noche, si todavía le tiemblan las piernas cuando se acuerda de ellos. Y encima,
si algún amigo subía a jugar con él a casa y le preguntaba por los señores de
los retratos de su habitación no podía decirles nada sobre ellos. En esa España
tener retratos de Ho Chi Ming y Frank Kafka era como gritar a los cuatro
vientos que esa casa era un nido de comunistas, como efectivamente eran sus
padres, pero él sabía que eso era algo que nadie debía conocer. Por eso
disimulaba, siempre decía: “no sé creo que son un ‘chino’ que hace pelis y un
escritor romántico que le gusta a mi madre, pero no recuerdo sus nombres”.
Su
infancia no fue como la de la mayoría de los niños de su época. Él vivía dos
vidas, la de dentro de casa y la de fuera. Igual que su hermana, pero ella era
distinta, no le afectaban tanto las restricciones de la clandestinidad. O al
menos no lo mostraba. La clandestinidad. Vaya palabra. Sus padres eran
militantes comunistas, y eran clandestinos claro, porque en aquella época en
España todavía se cantaba el himno nacional, con la letra de Pemán, antes de
entrar a la escuela. Y los comunistas estaban prohibidos, eran los diablos
rojos por antonomasia. Ser comunista era muchísimo peor que ser un vampiro.
Para
colmo, sus héroes nunca coincidían con los de los otros niños. Recuerda que una
vez en el colegio dijo a sus amigos que su héroe favorito era Gagarin, Yuri
Gagarin. Todos respondieron al unísono:
-¿Gaga…qué? ¿Qué dices, Franchu? ¿Quién es ese?-.
-¿Gaga…qué? ¿Qué dices, Franchu? ¿Quién es ese?-.
-Jolines,
pues un astronauta soviético, fue el primer hombre en llegar a la Luna-.
-¿Venga
ya Franchu, tú estás chalao, o qué? Si los que han llegado a
la Luna son los americanos, ¿en qué mundo vives, Franchu?-…Cuando sucedía algo así, inmediatamente se daba cuenta de
que había metido la pata. Le invadía un complejo de culpa que le ponía
coloradas las orejas y le salía por los mofletes a llamaradas, y a continuación
sentía un miedo terrible a que ese pequeño desliz se convirtiera en una pista
para llevar a sus padres a la cárcel. Sabía de sobra que “soviético” era una
palabra prohibida, su madre se lo había dicho cientos de veces.
Sentado
en su coche se da cuenta de que aquello era un peso muy grande para un niño.
Por lo menos para él, que de pequeño era muy sensible y un poco asustadizo. También
se da cuenta, y esto lo habló ya una vez con su hermana, que cuesta mucho
sacudirse la clandestinidad de encima. Las huellas del miedo que uno pasa de
pequeño no se borran así como así.
Al
releer por tercera vez el mensaje de su hermana ha entendido mucho mejor su
significado.
-¡Ánimo
Franchu!, ya solo nos quedan el
“chino” y el tal Kafka -se dice para sí- y esos están chupaos, total no son más
que dos zombis-.
Carmen
Barrios
Precioso relato. Gracias!
ResponderEliminarManuel
Que lindo!
ResponderEliminarQue lindo!
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