El hombre sin rostro |
El cuento que publico en el blog es un relato relajado, para enfrentar las torridas tardes del verano con un poco de chispa. La histotia se desarrolla entre juegos de niños que están a punto de ser adultos y de adultos que no se sabe muy bien a punto de qué están.
La fotografía que acompaña el relato la realicé en una calle de Praga. El escaparate me llamó la atención porque represeta un maniquí masculino sin rostro. Es poco habitual. Casi siempre son los maniquíes femeninos los que se representan sin cara, como si solo importara el cuerpo y no la mente.
Tanto el cuento como la fotografía han sido publicados también en la web de información www.nuevatribuna.es en la sección de cultura.
EL GALLITO CIEGO
-¿Quieres
que juguemos al gallito ciego, mi amooooooor?- le pregunta ella melosa, redondeando
la “o” de “amor” todo lo que puede con esos labios de manteca, bien pegados al
hueco más receptivo de su oído.
Mientras
su cuerpo se tensa electrificado por un escalofrío que le recorre como un
relámpago desde la coronilla hasta el dedo gordo del pie izquierdo, le contesta
que sí, sí, sí… El juego del gallito ciego, muuuhhh!! …ella ha vuelto a
pronunciar esas palabras mágicas que le conducen de forma instantánea a las
tardes bochornosas de los veranos de su infancia, cuando jugaba con su primo
Teo a la hora de la siesta en el jardín trasero de la casona de sus
abuelos.
Teo
y él tenían un código preciso, que se repetía cada tarde. Justo después de
comer, cuando todo el mundo se amodorraba por el calor en cualquier rincón de
la casa, Teo le guiñaba un ojo y con un imperceptible movimiento de cabeza le
invitaba a salir al patio. Se refugiaban bajo una gran morera del sol intenso
del verano para practicar su juego favorito. Teo, que era corpulento y tres
años mayor que él, le cubría los ojos con el pañuelo negro del juego de magia y
le susurraba al oído: “gallito, gallito ciego, gira como un espiral de viento y
encuentra a tu primo Teo”. Entonces él giraba y giraba sujeto entre las manos
firmes y calientes de Teo, que palpaban su cuerpo de púber un poco al azar,
rozando por aquí y por allá una y otra vez, hasta que daba tantas vueltas que
perdía el equilibrio.
Cuando
se recomponía buscaba a tientas a su primo que le murmuraba palabras sueltas como suspiros perdidos: “gallito, gallito
ciego…gallito, extiende la mano y acaricia mi aliento”… “gallito, gallito
ciego…¡ay gallito!, atiende mi voz y bebe mi aliento”… “gallito, gallito ciego…”,
hasta que de repente se topaba con él por sorpresa, y le abrazaba y sentía su
cuerpo fuerte y sudado, y notaba su propio corazón rebotar con fuerza contra el
pecho de su primo y empapaba sus sentidos con su olor salino y se dejaba llevar
por Teo… se dejaba llevar hasta un lugar gozoso, regalado, un lugar compartido,
hecho a la medida de dos muchachos abrasados por una fiebre rebelde, que
renacía y se apagaba cada tarde de aquellos veranos ardientes de la incipiente adolescencia.
-“Teo,
¿dónde estás ahora?, ¿sigues jugando al gallito ciego?...¿dónde estás?” -murmura
perdido-, mientras ella le ciñe, bien fuerte, sobre los ojos un pañuelo negro
de seda….
-“Vamos,
mi amoooor, gira como un espiral de viento y encuentra a tu nena fiera, ¡ay mi
gallito!, gallito ciego”…-repite con mimo-, mientras le manosea y le impulsa con
fuerza a dar vueltas y más vueltas hasta que pierde el equilibrio.
Cuando
él consigue levantarse impera la oscuridad y el silencio. Agudiza el oído hasta
que escucha el roce sutil de unas manos sobre una tela suave. Se concentra y
casi puede percibir, como si lo estuviera viendo, cómo ella se acaricia los
pechos sobre la tela se su vestido y persigue atento el sonido de su mano cuando
desciende hacia la parte baja del vientre. Escucha con devoción y se muerde los
labios hasta hacerse sangre. La desea. En ese momento la desea tanto como
deseaba a su primo Teo cualquier cálida tarde de verano. Desea llegar hasta
ella y abrazarla, y embriagarse hasta la borrachera con su olor dulzón. Se
orienta como un sonámbulo hacia un nuevo rumor de fricción, que aprecia cada
vez más frenético, y la imagina sentada al borde de la cama con las piernas
separadas, conteniendo el aliento y tragándose los suspiros de placer mientras se
frota con la mano una y otra vez sobre la tela humedecida de sus bragas. Cuando
está a punto de llegar hasta ella se da cuenta de que ha estallado una bomba de
silencio. No se escucha nada. El sonido provocado por la fricción ha cesado de
súbito.
-“Cariño
-le dice con voz suplicante- continúa, no te pares, no descanses, no frenes, ya
casi…casi…”. Pero no obtiene ninguna respuesta. Con ademán temeroso y el
corazón detenido por la frustración se quita con desgana el pañuelo de los ojos
y la ve caída, sin energía alguna, desmadejada e inerte sobre la cama.
-“¡No
puede ser!. ¡Otra vez no! -grita frenético-. ¡Otra vez no!. Si te acabo se
reparar, te puse hasta una batería nueva. ¡¡Es la segunda vez que te estropeas
en un mes!!”.
Carmen
Barrios
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