miércoles, 7 de octubre de 2015

LA COMANECI QUE LLEVAMOS DENTRO

Salto desde dentro

Nadia Comaneci era una diosa del Olimpo de la gimnasia, una auténtica heroína, cuando yo era pequeña. Literalmente volaba sobre la barra fija, y no digamos en las paralelas o haciendo saltos mortales y piruetas imposibles sobre el suelo. Era asombrosa, perfecta. Era tan famosa como ahora puede serlo un jugador de fútbol de esos globales, como Messi o como lo fue Maradona. A las niñas de mi generación nos encantaba. Yo aprendí a hacer el pino y volteretas laterales solo para intentar emularla. Hasta que fui adulta nunca reparé en que había personas que solo las pueden hacer con la imaginación. 

Pego un cuento que habla de los deseos de integración de una niña -que yo he conocido de adulta- con una discapacidad que la impide andar, pero nunca le ha impedido desarrollarse o realizar lo que se haya propuesto y menos que nada luchar con energía para cambiar las cosas. Luci, así se llama ella, es una de las personas con más determinación y más alegría en los ojos que conozco. Este cuento es un homenaje a ella y a la Nadia Comaneci que todas llevamos dentro.

La fotografía que lo acompaña ya la publiqué en este blog, pero no he encontrado otra mejor para ilustrar esta historia. La imagen representa un salto mágico hacia un lugar muchas veces inalcanzable: nosotras mismas. Esta foto la tomé en la catedral de Lisboa mientras mi hija y la hija de mi pareja jugaban a dar saltos imposibles.  

Volar como Nadia Comaneci

Cuando era pequeña me volvía loca dar volteretas laterales sin parar. Quería ser como Nadia Comaneci sobre la barra fija, una mariposa etérea capaz de volar sobre las punta de los dedos. De todos los dedos, los de las manos y los de los pies, sobre todo los de los pies. El lugar en el que más me gustaba dar las volteretas era en el patio de la escuela, un espacio grande, que olía a cuerda, a goma de saltar, a arenilla y a bocadillo de chorizo. En el distribuidor central del edificio del colegio había una gran cristalera desde la que se veía todo el patio, yo me situaba frente a ella y desde allí mismo asomaba mi nariz y comenzaba a dar una voltereta tras otra sin cansarme.

Mientras revoloteaba dando mis espectaculares brincos, mis compañeras de la escuela jugaban a la comba o a saltar a la goma, tarareando canciones. Yo pasaba entre ellas ágil, como un aspa que gira sin tocar casi el suelo, lo hacía deprisa y con gracia, con la elegancia de una mariposa, batiendo mis alas como la Comaneci, pero ellas no me veían. No me veían. Nunca me veían.

Me entristecía que no me vieran. Además de mis saltos acrobáticos era capaz de hacer otras cosas increíbles, tan increíbles como amaestrar grillos y ponerlos a cantar a media mañana para anunciar las doce. Pero si nadie más lo presenciaba, ¿qué sentido podía tener que un grillo cantara fuera de su horario solo para mí? Ninguno. Así es que, solo me quedaba parar de dar vueltas y observar a mis compañeras disfrutar con sus juegos favoritos, a ver si alguna se percataba y me ofrecía el otro extremo de la cuerda de saltar. Pero no ocurría. No me invitaban y yo seguía sola, inmóvil sobre mis dos piernas pesadas en un extremo del patio mirándolas jugar, con mi grillo calladito en un bolsillo del babi y mis volteretas girando dentro de mi cabeza, mientras me comía el bocadillo de chorizo que me había hecho mi abuela.

En general, la escuela era para mi un lugar extraño. Por una parte me encantaba ir, porque nada más entrar por el portalón me inundaba una especie de extraña alegría. Miles de expectativas se abrían cada día. La amistad era la principal. Necesitaba el calor de las complicidades de la amistad, necesitaba reírme con niñas de mi edad y jugar y hacer planes. Necesitaba ser una niña como las demás.

Yo contaba con una sonrisa más luminosa que el mejor día de verano, una imaginación como la de Julio Verne, unos ojos negros chispeantes y una predisposición para la amistad a prueba del peor de los desencantos. Pero no era suficiente, porque mi cuerpo no encajaba con el aspecto común de los cuerpos de las otras niñas. Mi cuerpo no entendía de cánones.

Hasta el momento en el que entré en el colegio mi mejor amiga era mi abuela, que era la única persona incondicional que conocía. Ella siembre jugaba conmigo a los juegos más arriesgados, locos y estrafalarios. Como nuestro juego favorito para las interminables tardes de invierno: ver cuál de las dos aguantaba más con los mofletes llenos de polvorón sin estallar en una carcajada, que inundara la estancia de polvo de almendra y de manteca. Recuerdo que una vez mi abuela se llenó tanto los mofletes y se aguantó tanto, que cuando estalló salpicó de pasta de polvorón hasta el techo del salón y la lámpara de cristalitos quedó plagada de pegotillos de manteca. Mi madre enfureció al verlo y nos tuvo a mi abuela y a mí limpiando la lámpara hasta las doce de la noche. La dejamos reluciente. Esa noche no pude dormir debido a la excitación. Cuando cerraba los ojos veía los mofletes de mi abuela en primer plano, hinchados como dos zepelines a punto de reventar, y me entraba una risa incontenible y tenía que ir a hacer pis, con el trabajo que me costaba hacerlo a mi sola. Tuve tal trajín toda la noche, que al día siguiente me costó un esfuerzo sobrehumano ir al colegio. Mereció la pena.

Ese día llegué llena de ojeras a la escuela. Me parecía más que nunca a la gimnasta rumana que quería ser. Ojeras violáceas y profundas, la marca indeleble del esfuerzo, y una agilidad infernal para las volteretas laterales y los saltos mortales sobre la barra fija. Así éramos Nadia y yo, insuperables, pensaba para mis adentros.

El caso es que ese día ocurrió lago inesperado y mágico, por la simpleza con que se produjo, que me borró las ojeras y me sacó de las volteretas como si hubiera sido tocada por la barita de un hada benéfica, aunque las razones del hada estuvieran más guiadas por su propio egoísmo que por la beneficencia. Cuando me disponía a comerme mi bocadillo de chorizo, observando como cualquier otra mañana los juegos en el recreo, una niña se acercó a mi y me ofreció su extremo de la cuerda de saltar.

La niña se llamaba Gracia. Ella solo quería saltar, odiaba dar a la cuerda. Era práctica.  Se dio cuenta de que la deformidad de mis piernas me impedían saltar y correr, pero no dar a la comba o tararear canciones sin parar. Me convertí en el poste perfecto. Un puesto fijo. A partir de ese momento tuve un lugar permanente en los recreos, sujetando uno de los extremos de la cuerda, así las demás niñas solo tenían que turnarse una vez.

Encontré un sitio entre las otras niñas, un espacio para el juego, las risas y las canciones. Me integré. Eso sí, nunca abandoné mi pasión por las volteretas laterales y los saltos mortales sobre la barra fija de mi imaginación.
Más de cuarenta años después mi mayor deseo sigue siendo poder volar como Nadia Comaneci.

Carmen Barrios